“Es indudable que el alma se atrofia en un cuerpo defectuoso: Quasimodo sentía apenas moverse ciegamente dentro de él un alma hecha a su imagen.” Nuestra Señora de París (Victor Hugo, 1831).

En La pasión de Juana de Arco (Carl Dreyer, 1928), María Falconetti sufre y padece durante todo el metraje. Llora y es torturada en su espíritu por la misma sociedad que ella pretende salvar. Sus ojos, su mirada, sus lágrimas enfrentadas a la religión, a las instituciones, al poder que la juzga, literalmente; poco después la vemos arder en la hoguera.

Lágrimas. Agua. Fuego. Bautismo. Inquisición. Purificación.

Juana, bruja. Juana, santa. Y la cabezota de Falconetti, que es una con Juana, cubriendo la pantalla, con las emociones a flor de piel. Falconetti es, en la película de Berneri, Érica Rivas, que es Rita, en lo emocional. Un aparato, una “virga”, que no es otra cosa que llamarla virgen, como a María, en su advocación Dolorosa. Pero la cabezota que predomina es la de Mercedes Morán, o sea, Elena. Con su bronca, desconfianza y hosquedad.  Ambas son, en Elena sabe, la Falconetti desdoblada. Rita llora, es juzgada, es sufrimiento ajeno y propio. Elena es la que padece, no solo su enfermedad, sino la sociedad y el suicidio de la hija. El hastío del cuidado ajeno, el hastío de la debilidad del otro. Individualismo, impotencia. Aflicción. Cuerpos y mentes que se debilitan ante una otredad hostil. Sufrido y sufriente, torturador y torturado se confunden, como el vínculo entre madre e hija que se nos presenta, tóxico, de límites borrados y de roles que se invierten y retuercen. ¿Hasta dónde fortalece la ironía, hasta dónde debilita? ¿Hasta dónde es cuidado, hasta donde es abandono?

Rita busca a su madre entre las rocas, junto al mar. Es Mar del Plata. Agua otra vez. El océano, rodeándola. El peligro, la muerte, la purificación. Bautismo, renacimiento.

En Aire libre (Berneri, 2014) el agua está presente también, y el alcohol. Lo puro y lo tóxico. La idea de purgar, de purgarse, del límite con el otro, y la violencia subyacente que ofrece la confianza. ¿Cuánto justifica, la violencia sobre uno mismo, la violencia sobre el otro, sobre el ser querido? No es hasta que Lucía (Celeste Cid) comienza a tomar el agua –nada menos que dentro de una pileta devenida en estanque- que decide agarrar la masa y hacer su voluntad: tirar la pared abajo. La pared que es su casa, que es el vínculo. En Elena sabe hay lluvia, constante, como en un relato de terror o en un melodrama, porque Elena sabe es, ante todo, un folletín, y en los folletines el drama llora desde los cielos. Y Rita le teme a la lluvia, le teme a los rayos, pero más le teme a su madre, convertida en una hija imposible, en un bebé que no va a gatear, que no se va a parar, que irá empeorando, que ya no será ni su madre. Y ella misma, desdibujando su identidad en un cuidado constante, cuestionada siempre, inhibida de ser ella misma sino en función de su progenitora.

Pero lo cierto es que Elena no conoce a su hija, que es maestra, pero una alumna la hace volver a su casa llorando todos los días. El problema con la autoridad, la inversión de roles. El cuidador descuidado.

En el acantilado, desestimando la búsqueda, Elena niega la ayuda de su hija. Pero le pide su toalla, porque la propia está mojada. Llegando a la rambla, Elena sabe que no necesita decirle más nada a Rita para que finalmente le dé la toalla seca. Rita siempre va a estar ahí. El mecanismo de control parece funcionar. La hija intenta cuidar a una madre que no quiere que su hija sea autosuficiente.

Después, tras incomodarla con chistes sexuales, un souvenir: dos lobos marinos que “predicen” el clima. Como las virgencitas, pero más marplatense. El rosa, el azul. El kitsch que sobrevuela todo el tratamiento de arte de la película. En las uñas de Rita, incluso en su maquillaje mortuorio. En la peluquería, en los detalles de las cortinas, en los azulejos. Como si fuera una foto de Marcos López, colorido, triste, barroco.

El viaje en sí es la trampa a la que Berneri nos tiene acostumbrados, porque el viaje de Elena es cognitivo. El crimen es trampa, ilusión, porque los fantasmas del pasado (esta es, a su manera, una de fantasmas sin fantasmas, cual Rebecca, cual Más allá del olvido), es decir, la memoria de Rita, no llevan a una resolución de ningún misterio que no sea el de su propia relación. No llevan más que a Elena aceptando que no conoció a su hija, que no quiso conocerla, que no quiso siquiera darle lugar. Es -su propio temor- darse cuenta que fue la madre que le salió ser. “No fui una mala madre”, dice, y es lo único que la hace llorar. Es lo que está atrás de la coraza. Y con eso se quita el paraguas y deja que la lluvia la moje. Es debilidad, es aquello que le da miedo, lo que sabe, o, mejor dicho, lo que duda.

Pero durante el metraje, el autoengaño es el motor del argumento. Nosotros podemos ver más allá de lo que ella puede ver, o eso creemos. Su postura corporal no es más que una manifestación física de su mirada torcida, rígida, desviada y, posiblemente, equivocada del mundo. Equivocada por cruel, por necia, por inflexible. La película es un constante Elena-date-cuenta.

Berneri jamás entra en el código del thriller policial, porque no le interesa, aunque la trama insista e insista. Elena va sola para ese lado, y nos arrastra con ella. Aletargada. Todo es artificio en ese conurbano colorinche, sobre todo ese vínculo madre-hija fallido, deficiente. Berneri contrarresta un falso policial con una madre cruel, que piensa que las emociones son una debilidad, porque el mundo –para ella- es todavía más cruel.

En la ilusión del folletín, Elena quiere que esto sea un crimen. Culpa a la iglesia por sus ideas, a la burocracia por cansarla, pero sabe que fue ella. Con su falta de afecto, de empatía, de trato humano. Las apariciones fantasmales de Rita, es decir, el pasado que vuelve, la hacen enfrentarse al misterio de quién era su hija, a una mirada diferente. Solo después de verla, aceptarla, colgada en el campanario, es que logra salirse de la diégesis de su propia memoria, es decir, de ella misma, y puede ver el panorama completo, o, al menos, imaginarlo: su hija no puede más. El impacto no es suficiente, porque nosotros sabemos eso desde que la deja en la peluquería. Pero ahí Elena logra salir de sí, logra comprender algo que no termina de entender. Y se sube al tren, y hace el mismo viaje que su hija hizo con la amiga embarazada, hacia un mundo más allá del propio, es decir, cruza el Riachuelo, baja en Constitución, deja la Provincia.

La hija de Mercedes Morán hace de la versión mayor de la amiga de Rita. Es una actriz de folletín, de telenovela, y la escena –como la del campanario- también lo es. Berneri sabe lo que hace poniendo madre e hija  a hablar de no querer a los hijos, de aceptar ser una madre pésima. Lo metadircursivo juega con lo subrayado, se hace lúdico. Su hija real le dice al personaje de Morán que hizo lo que pudo, lo que le salió. Pero lo que le salió es una hija que se suicidó; en la mirada del personaje, una confirmación de la debilidad que quería evitar. No hay reconciliación, ni perdón, ni una memoria –real o imaginaria- que vincule, que cierre, a la madre con la hija, a Elena con Rita. La hija de Morán, la abogada medio amiga, medio resentida con Rita, nunca le llega a tocar la mano. Pero hay un gato, que remite al gato que su hija quiso tener de adolescente y ella le negó. El gato es un poco lo que pudo ser y ya no es posible, porque es otro gato. O es el mismo, desdoblado, vivo y muerto a la vez, como el de Schrödinger. Como Rita. Como las dos hijas, la de ficción y la de verdad, de Elena/Mercedes Morán. Posibilidad, potencia. Pero no es acto, es -con suerte-memoria. Como el gato que se le apareció en la casa un poco antes. La mujer (de los) gatos de Val Lewton, pero no Simone Simon, sino la que sugiere Tourneur y desarrolla Wise, la que vive atrapada en la sombra de su madre.

Pero el viaje de Elena, si bien es cognitivo, no significa que llegue a la verdad. Recordemos la trampa de Berneri, acá hay que olvidar lo declamativo. Elena buscó, confrontó, con la burocracia del PAMI, de la policía, con el cura, con las ideas mismas de la Iglesia, con el novio de Rita, con la alumna que la hacía llorar, siempre buscando a alguien más jodido, más “jorobado” que ella, y lo encontró en esta abogada, que le dijo al fin en la cara lo que quería confirmar. Que era una madre de mierda. Validó su sesgo, alguien se lo dijo. Si era una muerta en vida, al escuchar eso quiso vivir. Porque invalidó a todos los “sospechosos”, ahora la asimetría era completa, ella había sido la asesina de su hija. Elena sabe que tenía razón, que tenía poder sobre su hija, que el único posible escape era de ella, y por ella. Poco importa la verdad, si casi ni la conocía, poco le interesa saber ahora si hay otros sospechosos, si hay otras causas. Ella es su madre, le dio la vida, y se la quitó.

Porque Rita llora cuando se le confirma su sesgo con los médicos y la supuesta conspiración para no atender a la gente, y su madre es igual, llora cuando se le confirma su propia idea, fantasía o realidad, poco importa, porque la memoria y la imaginación ya son una misma cosa. No vamos a ver a Rita fantasma. Recuerdos nunca más. No va a haber ni un beso, ni una despedida, ni un añorado reproche. Elena ya confirmó lo que quería confirmar.  Y corre el paraguas en la entrada de Constitución y deja caer la lluvia encima de su cuerpo, pero no cruza el umbral, no vuelve a su mundo. Se queda ahí, recibiendo la lluvia de manera directa. El cierre deja esperando un epílogo, quizá el fuego que quema todas las cosas de Rita, pero eso pasó antes. Ya no queda nada que hacer, más que sentir la frustración de los inevitables créditos finales.

Elena sabe (Argentina, 2023). Dirección: Anahí Berneri. Guion: Anahí Berneri, Gabriela Larralde. Fotografía: Federico Lastra. Música: Jackson Souvenirs. Reparto: Mercedes Morán, Érica Rivas, Mercdes Scapola, Miranda de la Serna, Marcos Montes, Agustina Muñoz. Duración: 104 minutos.

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