La valija de Benavídez se basa en un cuento de Samantha Schweblin (“La pesada valija de Benavides”) que difícilmente pueda enmarcarse como un relato de horror. Sin embargo, en el comienzo hay un juego interesante y ambivalente. Schweblin narra en el primer párrafo lo que ya ha ocurrido: “No se arrepiente de sus acciones. Cree que las puñaladas sobre su mujer son justas y de quedar algo de vida en ese cuerpo terminaría el trabajo sin culpa. Lo que sabe Benavides, porque así es la vida, es que pocos comprenderían las razones del asesinato”. Lo hace con el distanciamiento que le permite una narración omnisciente, pero a la vez concentrada en el hecho y en la motivación básica del personaje. El horror no está en el hecho en sí mismo –el asesinato de una mujer por parte de su pareja-, sino en lo que viene inmediatamente después, cuando entra en una descripción en la que el relato parece sumergirse en lo explícito que proponen las acciones del personaje: “Entonces opta por el siguiente plan: evitar que la sangre chorree envolviendo el cuerpo en bolsas de residuos. Abrir la valija junto a la cama y con el trabajo que implica doblar el cuerpo de una mujer muerta tras veintinueve años de vida matrimonial, empujarlo hacia el piso para que caiga sobre la valija y, oprimiendo sin cariño dentro de los espacios libres la masa sobrante, terminar de encastrar el cuerpo”. Lo que hace Schweblin antes de terminar la primera página del relato es narrar todo lo que resulta posible contar de un asesinato: quién lo produjo, contra quién, de qué manera y cómo piensa deshacerse del cuerpo y los rastros de lo hecho.
Lo interesante es que la película invierte el procedimiento porque lo que le interesa es que el efecto no se anticipe al espectador, sino que funcione en sintonía con la otra revelación que pone en juego el relato a partir de ese momento: la forma en que un asesinato se vincula con lo artístico. Entonces, lo que nos ofrece en primer lugar la película es una reunión en la que se ofrecen cuadros –que van pasando como imágenes en una pantalla- a un grupo de marchands. La entrada de Benavídez en el relato es apenas posterior a esa escena, pero en la reconstrucción que organiza ante su psicólogo no hay una mención explícita a lo que hizo. Vemos su preocupación casi obsesiva por la valija y su determinación en cuanto a la imposibilidad de volver a su hogar. Mientras el cuento de Schweblin basa su mirada en una narración realista en la que el ingreso del mundo del arte es una ruptura de la lógica de ese registro, la película de Casabé decide romper con la idea del realismo para sumergirse en un terreno que roza lo fantástico. Para ello hace convivir en un mismo espacio el mundo antiguo –la mansión del doctor Corrales- con el moderno –la transformación que sufren los espacios, componiéndose y descomponiéndose como si se tratara de proyecciones-, alterando de esa manera el sentido lógico y haciendo que sea en ese punto donde el protagonista pierda toda referencialidad. Benavídez es sumergido en un espacio que parece tangible, pero que se transforma como si en verdad no estuviera fuera de su cuerpo, sino dentro de su cabeza. El horror no es tanto lo que se hace o lo que se hizo, sino esa imposibilidad de encontrar un punto de referencia al cual asirse para salir del estado de confusión.
Si todo el relato parece poner a los personajes en dos niveles completamente opuestos –el de Corrales es el de un dominio ejercido por la tecnología utilizada para la sugestión-, es la valija del título la que reconecta a ambos en el mismo nivel. Y es el contenido de la valija lo que sostiene el suspenso en el espectador hasta el cierre del relato. Velar ese contenido puede resultar, en un punto, un ejercicio distractivo en el que la resolución puede desarmar la expectativa generada. Sin embargo, es menos importante la reacción del espectador que la que construye hacia el interior de la película. No es casual que la afirmación de lo que generará la revelación del contenido de la valija sea anticipada en el interior del relato por los rostros de los asistentes al vernissage tras la revelación de la “obra”. En esa anticipación lo que se busca es diluir el efecto de lo visual para trasladar al espectador al espacio de la afirmación de lo artístico, desplazando de esa manera el horror desde el objeto observado a la reacción que genera en el observador.
Lo que hace la imagen revelada es llevar el cuerpo real a otra dimensión: objetualizado. Convertido en “obra de arte”, queda despersonalizado y se despega del hecho que llevó a la concreción. El horror, de nuevo, ya no está en el hecho preciso –el cuerpo de la mujer, asesinada por Benavídez, metida en una valija-, sino en la forma en que la mirada lo desvía hacia los hombres y mujeres que, superado el impacto inicial, comprenden el significado de lo que están viendo. No ven un cuerpo muerto, asesinado, ultrajado en su totalidad, despojado de todo, sino la forma en que un artista lo ha transformado en otra cosa (y el término “cosa” no es antojadizo). Más que la inspiración precisa en algún momento de El silencio de los inocentes –ese momento de la huida de Hannibal Lecter dejando una construcción estéticamente perfecta de las muertes que ocasiona-, la película parece buscar su sostén en Thomas de Quincey y su obra Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Lo que el cuento de Schweblin prefiere leer en otra clave –la paradoja de la disociación entre la mirada del asesino y la de quien lo considera un artista-, en la película de Casabé parece concentrarse en una representación posible –ironía incluida- de la idea del asesinato considerado como una de las bellas artes. Ese mismo distanciamiento irónico es el que hace que la historia que se narra no se vuelva definitivamente intolerable en el momento del acto final.
Posiblemente ese distanciamiento se deba a la misma constitución de la película como una especie híbrida. Una superficie pulcra, una narrativa que, a pesar de la irrupción tecnológica, está más cerca de lo tradicional, un elenco de figuras reconocidas (Marrale, Aleandro, Pfening) introducen la posibilidad de acceder a un público que no se encuentre restringido a la codificación genérica. Pero, a la vez, ese disturbio que se observa entre los personajes –como si todos estuvieran un poco más o un poco menos salidos de su lógica previsible- lleva a un desacople más que interesante con la construcción señalada. La puesta del objeto como obra y su aceptación como tal en la comunidad en la que se exhibe –a su vez, una colección algo exacerbada de cuanto freak pudiera encontrarse-, es el punto de unión en el que ambos mundos se encuentran para no volver a separarse.
La valija de Benavídez (Argentina; 2016). Dirección: Laura Casabé. Guion: Lisandro Bera, Laura Casabé. Fotografía: Mariano Suárez. Edición: Martín Blousson, Laura Casabé. Elenco: Jorge Marrale, Guillermo Pfening, Norma Aleandro, Paula Brasca. Duración: 85 minutos.
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