Un hombre joven en la primera década del siglo XX, subido a un caballo blanco, atraviesa los campos de batalla. Lleva, en un tiempo distinto, difícil de imaginar en nuestros días, la información necesaria por todo el frente, para luchar contra el enemigo. De un puesto a otro no hay quizás nada más visible, nada más susceptible de ser atacado, en ese mundo oscuro, que un caballo blanco. Otro hombre, al siglo siguiente, está sentado en una silla en un espacio dominado por la oscuridad, por las sombras. Delante suyo, una mesa con una máquina de escribir y una luz que titila, espasmódica, hasta que el hombre la gira, la acomoda, da luz a ese espacio. El primer hombre es el padre; el segundo, el hijo. Separados por una distancia que se mide en tiempo y en espacio. Una historia y la otra, reflejadas entre sí, son el resumen de la vida de uno solo: Robert Cox.
Los datos duros, históricos, dicen: Cox nació en Londres, vino a la Argentina en 1959, trabajó 20 años en el Buenos Aires Herald del que llegó a ser director. Hay elementos adicionales que los iniciados reconocerán: fue detenido durante la última dictadura, se acercó y apoyó la búsqueda de Madres y Abuelas antes que nadie (el Herald era para ellas, “ir a la casa de un amigo que nos escuchaba”). Con esos elementos, con la historia del padre que avizoró el descalabro del nazismo y que quiso irse de Inglaterra a la Argentina, con la decisión de irse del país en 1979 cuando amenazaron a su familia, hubiera alcanzado y sobrado para construir una película de tintes elegíacos. A fin de cuentas, el personaje Cox tiene en sí mismo una suma de elementos como para convertirlo en una especie de superhéroe cotidiano de los tiempos difíciles. Cox pudo ser, para el documental, una figura unidimensional: un compendio de lo que un periodista, un editor, un hombre comprometido con sus ideas puede y debe ser. Pero no.
Si hubiera sido ese el recorrido, no hubiera sido Cox el que hubiera estado en la pantalla, sino una especie de esbozo trazado de manera gruesa. A cambio, El mensajero elige ampliar el campo de observación. Instala el eje en la década del 70, poniendo a Cox en el centro de un relato que involucra a un país sometido a una espiral de violencia sin fin. A partir de allí, ni la historia ni el personaje pueden ser reducidos al achatamiento, al aplanamiento generado por anteponer la ideología al relato para que lo condicione. Esos 70 y ese Cox al frente de un diario escrito en inglés se desarrollan en dualidades que no pretenden resolverse ni explicarse. Por el contrario, son expuestas ante la necesidad de complejizar el escenario político de un lado, y las dudas y planteos que atraviesa el personaje por el otro.
Hay, en ese sentido, un punto de quiebre que el documental enfatiza (y esa es una enorme virtud porque otros posiblemente lo hubieran obviado para no exponer al personaje): Robert Cox se presenta para declarar durante el Juicio a las Juntas Militares. Ante una pregunta de los jueces sobre los contactos que había tenido, como editor del periódico, con las autoridades militares, Cox se queda en silencio, parece no encontrar las palabras, como si en ese punto entendiera la dimensión de lo que había ocurrido y de lo que estaba ocurriendo (sus propias acciones, ese juicio). Desde el presente del documental, Cox evoca su pensamiento en ese momento, resumido en una frase que resuena, inesperada: “Eres un mentiroso” dice que pensó en ese momento. Como si no hubiera alcanzado con lo hecho, Cox se cuestiona hacia el pasado, examina su responsabilidad. De alguna manera, el personaje se desgarra en esa constatación, permite que se vean sus rajaduras, sus contradicciones.
La figura de Cox no volverá a ser la misma para el proceso constructivo del documental. Pero esas grietas del personaje no son más que la representación de algo que lo excede y que a la vez lo envuelve. Ese enfermizo pasaje de ser considerado un imperialista por la guerrilla de izquierda a ser visto como un comunista por el gobierno militar. Ese punto en el que se espejan los secuestros de empresarios por parte de Montoneros o Erp con los secuestros, asesinatos y desapariciones perpetradas por los militares. Cox está en ese relato como un vértice, pero sobre todo como era su padre, como aquel que lleva la información a través de cada uno de los frentes de batalla.
Es notable que el documental logre poner esa lectura de la responsabilidad de Cox en esos tiempos en imágenes y en palabras, pero sin subrayados. El contraste de ese Cox que en 1977 pensaba que el gobierno de la Junta Militar no era brutal, con el que se creía capaz, con toda su ingenuidad, de convencer a Videla o a Harguindeguy de que los secuestrados fueran enjuiciados, con el que se acerca a las primeras rondas de las Madres en la Plaza de Mayo, con el que pone en la tapa del diario las historias de los desaparecidos y de las Abuelas que buscan a sus nietos, es el pasaje crítico de un hombre sobre sí mismo. Es el producto de una mirada que inquiere por lo que está ocurriendo alrededor y por cómo operan los hechos sobre su persona.
Esa dimensión del periodismo que aborda el documental lo pone en diálogo directo con Si los perros volaran, el documental sobre Rafael Perrotta. No solo porque ambos trazan una radiografía sobre cómo era hacer periodismo en esa época desde espacios marginales (ni El Cronista ni el Herald tenían tiradas masivas sino que se dirigían a públicos acotados), sino porque en ambos la práctica periodística va más allá del relato de los hechos. Está indefectiblemente enlazado con una ética que va más allá de la escritura y que se sustenta en la solidaridad, en el apoyo a las causas justas. “Era nuestro trabajo intentar salvar vidas” dice Cox en retrospectiva, y ahí están para certificarlo las voces de los sobrevivientes de los campos de detención que deben su vida a los artículos que Cox escribió en el periódico.
A diferencia del documental sobre Perrotta, articulado cobre un portentoso entramado de voces, el de Jayson McNamara se sustenta en un archivo visual que deja entrever un trabajo de búsqueda superlativo. Cuando aún hoy la mayoría de los documentales sobre la dictadura vuelven una y otra vez sobre las mismas imágenes ya vistas (muchas de ellas directamente tomadas de Prohibido de Andrés Di Tella) o sobre los mismos motivos sonoros (la eterna repetición del Comunicado N° 1 de la Junta Militar), El mensajero es el producto de una investigación consistente y profunda. El hallazgo de las entrevistas televisivas realizadas a Cox en diferentes momentos de esa década, incluyendo un programa de la TV inglesa en el que participó en 1977, las imágenes de la redacción del Buenos Aires Herald en esa época, permiten establecer un diálogo entre el Cox del pasado y el del presente, que no requiere de la construcción de la idea desde afuera. Pero donde se advierte la determinación en el uso del archivo es en la manera en que se transforma una secuencia que ha sido utilizada repetidamente en documentales y programas televisivos. Esa imagen de una Madre de Plaza de Mayo diciendo con una angustia que va creciendo con sus palabras, que quieren saber dónde están sus hijos, si están bien o enfermos y que termina diciendo al periodista que “ustedes son nuestra última esperanza” revela la forma en que se la ha recortado. Porque aquí no solamente vemos el testimonio –quizás sea la primera vez que vemos esa secuencia en colores- sino puesto en el contexto de una nota más amplia, que involucra a otras Madres que hablan con la misma desesperación, cuyas voces parecen condenadas a superponerse por la necesidad de expresarse, hasta que se cierra con un par de policías instando a unos y otros “a circular”. En ese punto, en el que el contexto se revela en toda su dimensión, es donde el documental se constituye en un ejemplo de cómo trabajar con los archivos, evitando repeticiones –incluso en los materiales que muestran la vida cotidiana- y ampliando la visual sobre la época: hay una construcción de un discurso pensado, concreto, que no omite, sino que incorpora en la puesta en escena, las imágenes de asesinatos, de cuerpos muertos en las calles, de las primeras marchas de las Madres, que otros han ignorado por pereza o por una visión restringida. Y que se expande incluso a la manera inhabitual en que utiliza los titulares de los medios gráficos para narrar los momentos finales del gobierno de Isabel Perón y el comienzo de la dictadura, en una puesta en relación que deja en evidencia el proyecto ideológico que animaba a esos diarios.
Si El mensajero trasciende el lugar del documental biográfico es porque comprende que un personaje es producto de su tiempo. Y que esos tiempos, como un continuo, no implican la ausencia de contradicciones. Las imágenes de Cox se superponen hasta crear un cuerpo complejo y multidimensional, tanto como lo fue la década del 70 en la Argentina. Ese cuerpo es el que llega al final del recorrido, en ese acto emotivo en el que se recuperaron los restos de Lila Epelbaum, la hija de una de las primeras Madres de Plaza de Mayo. Ese cuerpo que, una vez terminado el acto, se va caminando entre la gente que en las escalinatas y en la vereda parece no reconocerlo. Gente que no sabe que a su lado acaba de pasar un héroe de la vida cotidiana.
El mensajero (Argentina/Australia, 2017), de Jayson McNamara, 101′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: