¿Cuántas veces en el cine de Scorsese los personajes se miran al espejo? ¿En qué momento lo hacen? ¿Qué encuentran cuando se enfrentan a sí mismos, cuando enfrentan a ese otro que se refleja?

En Boxcar Bertha (1972) es la propia protagonista la que se peina frente al espejo antes de matar a un hombre para luego huir. En Buenos Muchachos (1990), vemos a Joe Pesci reflejarse en el espejo del bar antes de asesinar a un tipo (luego será otro espejo el que se encargue de reflejar y duplicar la desmesura propia de la película al servir de base para cortar la merca que los «muchachos» en cuestión aspirarán una y otra vez).

El espejo en Scorsese es antesala de la sangre y de la muerte, pero también funciona como signo difuso del pasado para deformar, en el presente, lo pétreo e inmutable de los rostros de los personajes, aun cuando estos no logren percibirlo, y para borrar toda señal del porvenir: en Toro salvaje (1980), Jake La Motta (De Niro) se sienta frente al espejo luego de perder con Sugar Robinson. La imagen que encuentra de sí mismo le recuerda acaso el territorio del que fue despojado, esa tierra artificialmente iluminada que es el ring. Le recuerda lo que fue y lo que es, pero le impide conjeturar una imagen diferente del futuro, tal vez porque no la hay, tal vez porque tal imagen no es posible. El ingreso de la mano hinchada en el hielo, luego de quedarse a solas consigo mismo, le permite olvidar/quemar el recuerdo para volver, inevitablemente, a repetirse en la derrota.

En Pandillas de Nueva York, Liam Neeson se hace un pequeño corte en la cara mientras se afeita con una navaja frente al espejo: “la sangre se queda en la hoja”, le dice a un joven Di Caprio mientras éste atina a limpiarla. Ya de grande, y con su padre muerto en una pelea callejera, es Di Caprio quien se mira en el espejo y se toca la cara allí donde su padre se cortó; al buscarse la herida encuentra a su padre y recuerda la frase que éste le dijo. Luego va en busca del cuchillo que guardó de pequeño. El espejo, otra vez, le recuerda la infancia y la muerte, le recuerda lo perdido y lo pone en alerta. El cuchillo, de alguna forma, aún conserva la sangre de su padre asesinado.

Lo notable en The Big Shave (1968), tercer cortometraje de Scorsese, más allá de su función como metáfora política sobre las secuelas de la guerra de Vietnam en la sociedad americana, es lo invariable del gesto en la repetición del acto por parte del protagonista. ¿Es automatismo de la acción o es consciencia del ser? Como sea, en ambos casos prima lo terrible, lo fatal, lo trágico. Lo fatal de la repetición, lo trágico de no poder -o no saber- hacer otra cosa, característica central del destino circular de muchos de los personajes de Scorsese, signo de la fe pero también de la limitación personal, más allá de toda redención final, y lo terrible de mirar(se) a través del torrente rojo y espeso de la sangre que se pierde en la pileta de un baño reluciente, de un espacio que se nos presenta inmaculado desde los primeros planos y que ya no puede ser habitado si no es a través de la pérdida, tanto física como simbólica, y el olvido.

Los personajes de Scorsese sólo pueden retornar al pasado, nunca ir más allá, nunca salirse de esa espiral que los devuelve una y otra vez al punto de partida; y en ese retorno al pasado, su cine encuentra al menos dos precedentes que conectan a The Big Shave con el recuerdo de una conquista fallida del territorio y con el surrealismo más crudo: el disparo a cámara de Asalto y robo al tren (1903), de Edwin Porter, y la navaja de Buñuel partiendo un ojo en Un perro andaluz (1929): en ambos casos se trata de un acto de violencia hacia el otro; en ambos casos se atenta contra un reflejo, se ataca aquello que puede devolver una imagen del horror. Las dos películas son mudas, no requieren de la palabra dicha sino que prefieren, aun con sus diferencias formales y discursivas, asumir el riesgo de volcar en la pantalla las piezas sueltas de un mundo fragmentado: Porter le dispara al cine antes de que éste empiece a hablar; le dispara por las dudas, por miedo de lo que pueda llegar a decir. En su película, el territorio, que no es otro que el tren (acaso el mismo de Bertha) como símbolo de una maquinaria puesta a rodar sin rumbo claro y sin control alguno, es conquistado y perdido al poco tiempo, por lo que sólo queda ponerse a salvo, aun cuando esto suponga la muerte. En el 29, Buñuel ya sabe que el ojo de la cámara tiene más poder que cualquier palabra, que puede decir mucho más que cualquier parlamento, y es esa consciencia de lo visual como organismo desatado e independiente de las formas la que lo lleva a atravesarlo y partirlo al medio. La gran afeitada de Scorsese, en cambio, es un acto de auto destrucción. El cuerpo atenta contra sí mismo, contra lo que ya no puede ser, igual que el carnicero Bill al vaciarse un ojo por no poder mirar de frente al hombre que representaba -Liam Neeson- todo lo que él jamás sería, y es la pantalla –el espejo del baño-, así como la canción de Bunny Berigan –otro espejo, pero ahora sonoro- que suena de fondo y que no casualmente se titula I can’t get started –porque el autor no puede empezar nada nuevo, porque la depresión del presente lo hunde y le impide avanzar, porque ya no hay tierra a la que partir ni tierra adonde volver-, la que replica esta vez el vacío de la existencia, el horror de lo perdido e irrecuperable.

The Big Shave (EUA, 1968), de Martin Scorsese, c/Peter Bernuth, 6′.

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