La vida no le sonríe demasiado a Franck, un guardia de seguridad que pasa sus noches deambulando por el estacionamiento vacío de un hipermercado, y sus días sumergidos entre sueños y alcohol. Franck tiene 52 años y visita a menudo las oficinas de los servicios sociales para seguir de cerca el trámite de su jubilación. En el pasado fue despedido de su trabajo en una fábrica por ser delegado sindical y durante diez años no registró aportes. “Voy a tener que trabajar hasta los 70 años y cuando cobre la pensión sólo me va a alcanzar para medicamentos y subsistencia”. El presente de Franck es desolador. No sólo vive miserablemente, sino que ha visto pisoteado todos sus ideales. Ya no tiene amigos, mantiene un desencuentro absurdo con su hermana porque ella engaña al marido que a él le ha dado trabajo, y en algunos ratos de lucidez arregla aparatos electrónicos de contrabando que luego vende por unos euros. Lo único que parece despertar su interés es una empleada divorciada que lo atiende cada vez que vista la dependencia estatal para hacer trámites, con la que intercambia algunas palabras y medias sonrisas.
Jamais de la vie (aka El vigilante nocturno) tiene la tenue apariencia de un polar, con esos ambientes fríos y nocturnos por los que Franck se mueve pesadamente, casi arrastrando su vida y sus pies. Pero los escenarios rústicos y despojados de Othis, en los suburbios de París, se tiñen de un presente ineludible, reverso candente de esa mitología que había consagrado al género. La figura de Olivier Gourmet, hombre clave del cine de los hermanos Dardenne (el famoso padre de El hijo), aporta a su Franck la pesada carga de un hombre acabado, muerto en vida mientras busca los restos de una dignidad que se ha visto reducida a sus más oscuras cenizas. En su casa guarda algunas fotografías, de sus compañeros de militancia, de los años en los que se sentía de pie; luego de una de sus borracheras de desesperanza, las observa desde sus binoculares, como si apenas pudiera vislumbrar ese pasado que el presente ha destinado al definitivo ostracismo. Pierre Jolivet (guionista de los primeros tiempos de Luc Besson) ata los hilos de su relato con notable precisión, dando aire a cada una de sus escenas, a los personajes que las habitan, a los tiempos de sus dormidas emociones.
La vida de Franck se ve afectada por un pequeño desvío el día que repara en una camioneta negra que anda dando vueltas por el estacionamiento, a la salida de su turno. Presta atención a la patente y la anota. Otro día, el mismo vehículo hace su ronda sospechosa con otra placa, y Franck tiene un pequeño altercado con uno de sus ocupantes. Sutilmente ese delito en ciernes se conecta con la vida precaria de Ketu, un compañero de trabajo, inmigrante africano, que necesita dinero para traer a su familia a Francia. Jolivet concentra su relato en el rostro ajado de Gourmet, su barba crecida, su agotamiento moral que apenas lo mantiene en pie. Y utiliza la iconografía del policial para despojarlo de cualquier heroísmo y sumergirlo en un presente asfixiante y devastador. La búsqueda de Franck, en ese límite entre la vida y la muerte, es el retrato vivo, crudo y doloroso, de un presente atravesado por la desidia y el desinterés de quienes han impuesto con su poder omnívoro el más cruel de los silencios.
Sami Blood (Sameblood, 2016) también es un relato de búsquedas e identidades. La historia comienza con una anciana que asiste, a regañadientes, al funeral de su hermana. Nada sabemos de ella, salvo que se llama Christina y que debe trasladarse a otro lugar para la ceremonia. Todo ese pasado la incomoda, la pone de malhumor. Su hijo, y esa familia que transita el duelo, no parecen importarle tanto como ese incierto malestar que la invade. Christina camina por los espacios abiertos que definen la ópera prima de Amanda Kernell con el peso de su dolor a cuestas. Esa tenue luz de la aurora boreal sigue sus pasos sobre el suelo árido, se mezcla con el viento frío, con la triste mirada de una culpa silenciada.
Lentamente el pasado se nos abre con una presencia concreta y dolorosa. Dos hermanas de sangre Sami (llamadas laponas) viven en los años 30 entre montañas y una bruma espesa, en las cercanías del círculo polar ártico, dentro del territorio sueco. Su convivencia con esa territorialidad, dominada por leyes y autoridades ajenas, en conflictiva e impulsa a su familia a afirmar su sensación de extranjería. Muerto el padre llega la escuela, lugar de socialización que se revela como escenario del maltrato y la marginación. Allí todo les será negado: su lengua, sus costumbres, su identidad. La mayor de ellas, Elle Marja (Lene Cecilia Sparrok), es el punto de entrada a ese mundo: su rostro luminoso y aniñado carga con el peso de todo primogénito, el deber de protección, la necesidad de liderazgo. Kernell dirige a su joven actriz con una sensibilidad admirable, escapando de cualquier estereotipo y haciendo de ella un personaje tenaz y ambivalente. Pronto Elle Marja será Christina, llevará el nombre de su maestra, la que la castiga con el puntero y le regala libros. La Christina original es alta y rubia; es sueca, educada y representante del orden institucional. Es todo lo Elle Marja no puede ser, más aún todo lo que la sociedad le recuerda que nunca será. Christina, nombre y destino, será la identidad nacida de la vergüenza y la negación.
Kernell esquiva los lugares comunes para retratar la xenofobia y el racismo internalizado en Suecia desde principios de siglo XX. De hecho su mirada recuerda los relatos de Ingmar Bergman, cuando con su padre recorría los templos protestantes de su país, y el apoyo al naciente nacionalsocialismo era algo lógico y esperado de esa comunidad. La percepción de los lapones como seres biológicamente inferiores, casi salvajes, responde a una forma de pensamiento extendida en Europa y que hoy no parece tan extraña. Inmigrante en su propio país, Elle Marja se hace pasar por sueca, atenaza su cuerpo y arranca sus raíces, porque debe sobrevivir en un mundo para el que su diferencia es intolerable. Su madre, su abuelo y su hermana se mantienen en una comunidad cerrada, que resiste los embates exteriores en el abroquelamiento, en el refugio que su propia cultura le ofrece. Elle Marja sale al mundo, lo padece, lo transita bajo ese árido viento que la desgarra. Toda su vida caminará a la intemperie, desnuda de los suyos, solitaria con su propia conciencia.
Jamais de la vie (Francia/Bélgica, 2015), de Pierre Jolivet, 95’.
Sami Blood (Sameblood, Suecia/Noruega/Dinamarca, 2016), de Amanda Kernell, 110’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: