Jueves 9 de junio: El señor en cuestión, del que se ríen las chicas de Carol, tuvo el honor de ser asesinado por un anarquista.
Wikipedia añade esto: «Los Estados Unidos tenían interés en Cuba, Filipinas, Hawái y China. McKinley no pretendía anexionar Cuba sino mantener un control comercial sobre ella. En Filipinas pretendía instalar una base para negociar con China y posicionarse dentro de la política asiática. McKinley llegó a decir: ‘Yo caminaba por la Casa Blanca, noche tras noche, hasta medianoche; y no siento vergüenza al reconocer que más de una noche he caído de rodillas y he suplicado luz y guía al Dios Todopoderoso. Y una noche, tarde, recibí Su orientación, no sé cómo, pero la recibí: primero, que no debemos devolver las Filipinas a España, lo que sería cobarde y deshonroso; segundo, que no debemos entregarlas a Francia ni a Alemania, nuestros rivales comerciales en el oriente, lo que sería indigno y mal negocio; tercero, que no debemos dejárselas a los filipinos, que no están preparados para auto-gobernarse y pronto sufrirían peor desorden y anarquía que en tiempos de España; y cuarto, que no tenemos más alternativa que recoger a todos los filipinos y educarlos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos, y por la gracia de Dios hacer todo lo que podamos por ellos, como prójimos por quienes Cristo también murió. Y entonces, volví a la cama y dormí profundamente, y a la mañana siguiente mandé llamar al ingeniero jefe del Departamento de Guerra (nuestro creador de mapas) y le dije que pusiera a las Filipinas en el mapa de los Estados Unidos, ¡y allí están, y allí quedarán mientras yo sea presidente!’
En el Libro de los sucesos, de Isaac Asimov, se recoge la anécdota de que, cuando le fue anunciada la toma de Manila, la capital filipina, el presidente McKinley tuvo que buscar las Filipinas en un globo terráqueo, pues no sabía dónde se hallaban.
McKinley envió 110 000 soldados a Filipinas, y desató el Genocidio filipino (en pocos años murieron más de un millón de civiles filipinos).»
Miércoles 8 de junio: Hay mucho Hugo Del Carril por descubrir todavía. Recién el día que pueda ver en copias óptimas La quintrala y Más allá del olvido podré tener una idea cabal de su obra, pero tengo la impresión de que esas no necesariamente son sus mejores películas. Les veo algo del envaramiento de las películas nacionales que abandonaron sus particularidades -esas que hasta reemplazaron el voseo y el lunfardo- para adaptar materiales alejados de su realidad cultural. Eso no hace malas a las dos de Del Carril, pero sí me convencen menos que otras películas de él. Como no las puedo ver en copias óptimas, tampoco puedo apreciar con precisión cómo se despliega el lenguaje abstracto universal de las formas (cosa también bastante relativa). Además, siento que, quiérase o no, Más allá del olvido ha sido vista con el prestigio prestado de Vértigo. Las aguas bajan turbias sí está a la altura de su reputación.
Aunque carece del marco nacional que en Del Carril siempre era una base genuina para la transfiguración dramática, El negro que tenía el alma blanca me gusta mucho más que ambas, quizás porque el teatro justifica notablemente su artificio. La filmó en España durante 1951, y hay una coherencia notable entre la representación clásica asumida, cuya verdad es siempre autónoma (separada del mundo, al que alude) y falsa (en el sentido de inventada), y la decisión de filmar con un actor blanco pintado de negro la historia de un negro que nunca puede librarse de su condición de esclavo (como transcurre en España durante 1907 afortunadamente no corremos el riesgo de pensar en “cabecitas negras” ni “sudacas”). No creo que sean muchas las películas argentinas que siquiera tematicen la existencia de esclavos negros en el país, cosa que esta hace aunque más no sea lateralmente, además de proponerlo como sujeto de la acción con éxito mundano.
La cuestión racial, sin embargo, es opacada por la de género. Porque en este melodrama sin beso, lúcida carencia de un tópico que se vuelve brutal cuando la película termina y que arroja luz sobre las diferencias entre idealización amorosa, contrato social (el matrimonio –o la pareja- como sociedad económica) y concreción física, la verdadera historia de amor es homosexual, como prueba la inscripción tallada en el banco de una plaza sobre la que se concentra la cámara, creando una falsa subjetiva gracias a un travelling que pasa del plano general a un plano detalle guiado por la mirada de un personaje. El uso simbólico del color de la piel se vuelve entonces metáfora de otras identidades sometidas o ni siquiera reconocidas aún como actores sociales relevantes. Pero ese título, que parece adjudicarle a la blancura la primacía moral dominante, también puede ser interpretado de otra manera.
Alma es “psique”, de modo tal que el protagonista, cuya piel es negra, tiene implantada una psique blanca, el sistema de pensamiento de quienes primero lo esclavizaron y ahora lo han transformado en un artista –un asalariado- económicamente exitoso que, sin embargo, no hace otra cosa que perseguir el reconocimiento de los viejos amos, quienes siguen dictando los parámetros culturales. La fabulosa secuencia onírica de la película gira alrededor del deseo sexual de un personaje, pero el despliegue cinematográfico es manifestación del deseo expuesto en la puesta en escena, del placer de filmar del director, que en esa fantasía invierte la identidad del famoso “continente negro” freudiano, además de ser otra puesta en abismo más: al teatro propio del sueño le suma el hecho de que el soñador sueña con un teatro. Pero no es en el rito iniciático del sueño donde averiguaremos la identidad de la víctima del sacrificio que la película, como buen melodrama que se precia de ser, pondrá finalmente en escena sino en otro, musical y previo, en el que la estratégica ubicación de un personaje contra un telón de fondo la señala como quien no quiere la cosa gracias a un plano general y el ánimo festivo que nos distraen de la sugerencia (José Aldudo, el escenógrafo de esta película, también se ocuparía de diseñar los sets de El pisito, de Marco Ferreri).
Martes 7 de junio: El techo es una película de 1956 dirigida por Vittorio De Sica y escrita por Cesare Zavatini. No hay exceso sentimental ni énfasis cómico sino la descripción de unos días en la vida de una pareja, desde que se casan hasta que consiguen vivienda. Ella ha venido del campo y trabaja en Roma como empleada doméstica. Él es aprendiz de albañil. Se van a vivir a la casa de los padres de ella, donde hay nueve personas; cinco en el dormitorio que comparten recién casados. Alguien les dice que si levantan cuatro paredes en terrenos fiscales y alcanzan a ponerles puerta, ventana y techo antes de que los guardias vengan, no podrán echarlos. Ante la noticia del embarazo, él se decide a construir la vivienda con la ayuda de los compañeros de obra. El registro no es grotesco como el que elegirá Ettore Scola, pero esta pareja que levanta su casa en lo que ya parece eso que aquí llamamos «villa miseria» puede convertirse en aquella que protagoniza Feos, sucios y malos veinte años más tarde. Todo sucede rápido en términos narrativos, y demasiado veloz e insensato es el proceso que arrastra a los personajes. Menos mal, porque las dificultades que enfrentan y la falta de protección y estímulos políticos son desmoralizadores.
Viernes 27 de mayo: Van a estrenar Gemma Bovery con el título La ilusión de estar contigo. La náusea apenas si se desbarata cuando tal adefesio le permite a uno recordar que aquí estrenaron Nelly y el Sr. Arnaud, de Sautet, como El placer de estar contigo. Conmigo o sinmigo, el título es lo de menos, lo mismo que la dirección (de Anne Fontaine, no así la de Gemma Arterton, que se agradece informar en comentario al pie). El nombre de la actriz está en el de la película, que también es el del personaje, variación tan ligeramente deforme del de la novela de Flaubert como irónica es la adaptación. Lo excepcional es el guión, seguro que a causa de Pascal Bonitzer. Y está Fabrice Luchini, con un personaje similar al de En la casa, de Ozon, aunque aquí haga de panadero. Y el Adonis de Los amores imaginarios, de Dolan. Gemma Bovery es, también, un whodunit ridículo con final digno del mejor vodevil, además de reescritura sin pompa de un clásico, pero atenta a las circunstancias, por muy impermeables que parezcan al destino, ese bocado del azar.
Jueves 26 de mayo: Gloria eterna a Sacha Baron Coen (y a Mark Strong). Baste con decir que en The Brothers Grimsby hay un chico negro, paralítico, hijo de madre judía y padre palestino, que tiene sida (también Donald Trump y Harry Potter). Ojalá (o Yahvé) que la estrenen. No es políticamente importante, sino liberador. La escatología, el proletariado y lo lumpen como comunidades y funciones festivas a uno lo retrotraen a una especie de estado orgánico indeferenciado profundamente gozoso, siempre y cuando la cultura, el buen gusto y las bellas artes no hayan atrofiado del todo nuestros cuerpos vendiéndonos la ficción de la superioridad moral implícita en tales instituciones. Es una película carnavalesca, vale decir conservadora, pues el carnaval sublimaba la inversión del statu quo durante unos pocos días. Hubiera podido ir más allá si el objetivo de la agresión puesta en escena por el chiste tuviera de blanco a Hillary Clinton en vez de a Trump.
Miércoles 25 de mayo: No sé todavía qué lugar ocupan los hermanos Coen en la dialéctica Carpenter-Spielberg. Tarantino decidió seguir al primero y, en The Hateful Eight, reescribió La cosa. Como la «octava» de Tarantino, Salve César! también empieza con una imagen de Cristo. Datos sueltos que recuerdo: los Coen vienen de escribir Puente de espías, de Steven Spielberg. Estrenaron su opera prima ocho años antes que Perros de la calle. Desde la voz en off que abre Simplemente sangre se refirieron -política y estéticamente- al comunismo en sus películas. Cuando empezaron a filmar, la URSS todavía existía, pero ahora bien podríamos decir, simplificando, que todo el planeta consume Capitol Pictures.
Polisemia, ambivalencia e ironías al margen, que son muchas, en Salve, César! los Coen celebran el funcionamiento del cine clásico. Eso también puede significar muchas cosas, entre las que podemos señalar dos: aprecio cinéfilo por un grupo de películas notables y reconocimiento hacia un sistema de producción consolidado. Este último, reconvertido –posiblemente degradado- en audiovisual, se ha convertido en dominante, y ese dominio ha ido a la par con la progresiva difusión de una cultura única en todo el planeta. El imperialismo estadounidense no es una figura discursiva abstracta sino una realidad política concreta, lo que no significa que sea necesariamente peor que otros imperialismos previos. Tampoco es verso que no se asienta solamente en el poder militar, sino también en la comercialización global de productos culturales, muchos de ellos tan o más complejos que fascinantes.
Dicha relación, que incluye continuas negociaciones entre las productoras de las películas y el Pentágono, está implícita en el encuentro entre Brolin y el ejecutivo que quiere convencerlo para que cambie de trabajo. Cuando le muestra una foto del hongo producido por una bomba de hidrógeno plantea una distinción entre Hollywood y las corporaciones armamentísticas. Decir que son lo mismo sería como haber votado a Macri en las últimas elecciones, pero proponer una diferencia tan marcada entre Brolin –representante de Hollywood- y su interlocutor –representante de las corporaciones- como la que proponen los Coen sería como afirmar que teníamos confianza ciega en que Scioli defendería los intereses nacionales igual o mejor que el kirchnerismo.
Es obvio que la película de los Coen no es un estandarizado mainstream de consumo puro y duro, pero su protagonista no es nada simpático. Es una variación del profesional (vale decir, un soldado), del hombre práctico con sentido común que cumple con su tarea sin complicarse la vida con nada -ideología, política, religión- que pueda apartarlo de lo único que sabe hacer. Y la razón por la que tampoco me cae simpático es que en una película como esta es, ante todo, una figura plenamente discursiva antes que un personaje inserto en situaciones concretas. Menos simpática me cae la elección del gran Josh Brolin, un actor que vuelve convincente a esa entelequia incluso pese al despliegue irónico general de la puesta en escena de los Coen, del que no se libra pero que tampoco lo tiene como blanco principal. George Clooney, en tanto que actor y figura pública del Hollywood ingenuamente liberal o progresista, es divertida y fabulosamente ridiculizado.
El Dude de El gran Lebowski no dejaba de ser también un (anti)héroe, pero, a diferencia del protagonista de Salve, César!, no se preocupaba por construir o producir algo. Como el personaje de Tom Hanks en Puente de espías, el de Brolin es un hombre de familia, un asegurador, un mediador, un funcionario. El valor trabajo, lo usufructúe el capital privado o el Estado, le importaba tres belines a Jeff Bridges (que también fue Starman). Snake Plissken no está lejos de él (y ambos están más cerca de paradigmas latinos que de anglosajones gracias a la mediación del giallo y el spaghetti western en Carpenter, lo mismo que en Tarantino, y del grotesco y la escatología en los Coen: del emotivo pedo escuchado en Inside Llewyn Davis pasamos al pedo hablado (y no hablo de borrachera) de Johansson en Salve, César!): al final de Escape de Los Angeles desconecta todos los satélites del planeta. Si tuviera circunstancialmente que hacer el trabajo que hace Josh Brolin en Salve, César! sólo sería para destruir los estudios después.
Por suerte, El gran Lebowski se cuela en un plano del musical acuático. La ballena de la que emerge Scarlett Johanson no es una ballena, sino un palo de bowling. El Dude sueña, modestamente, con chuzas y conchas, motivos renovables. Snake, en cambio, con la destrucción del sistema único que ahora se transmite a todo el planeta. En las películas de los Coen, todo es información. En las de Carpenter, el plano puede prescindir de ella para que la percepción se solace en algo más que el desarrollo argumental. No en el tiempo en sí mismo -aunque este se materializa mucho más que en el cine de los Coen- pues Carpenter no se propone ser Tarkovsky, sino en el desajuste entre las expectativas –digo más, los reflejos- de recepción que las convenciones industriales estandarizan y lo que aparece en pantalla: decorados materiales baratos, malas actuaciones, clichés exagerados que, sin embargo, nunca desbaratan del todo la intriga pero sirven de soporte a procedimientos estéticos modernistas, deconstrucción ideológica y hasta consignas políticas prácticamente literales –contra el neoliberalismo reaganiano, por ejemplo- que agrietan el universo mítico aparentemente cerrado del género en el que se mueve inscribiendo el presente histórico del rodaje en la ficción.
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