Sábado 9 de abril: Los sobreencuadres de El amor del capitán Brando no parecen formalmente excepcionales, pero su valor simbólico es notable. Este plano de una mujer frente al espejo aparece poco después de uno de Fred Astaire y Ginger Rogers bailando en una película que funciona como raccord para que un hombre de regreso a su pueblo natal después de treinta años y una joven maestra se conecten a través de un televisor. Esta otra mujer del plano, sola y amargada, hoy estaría ante la pantalla de una computadora (espejos y monitores son igualados en 3 corazones como portales mágicos y ominosos). En buena parte del cine español de los 70 que he visto la sexualidad se manifestaba como efecto de la represión, que se duplicaba en muchos de los adolescentes argentinos que miramos esas películas en los 80. Los cuerpos desnudos de mujeres de distintas edades, algunas de las cuales pronunciaban palabras tan familiares en el país como «babia», se combinaban con espacios, mobiliario y gestos cuya rusticidad construía un tipo de erotismo, entre ritual y desesperado, que no había vuelto a ver desde entonces pero sigue vivo en una escena como esta de la película de Jaime de Armiñan. Además, están Chus Lampreave, un chico que se llama Juan Duanel, la proyección de una película de terror barata como excusa para el contacto amoroso, unos planos cámara en mano dentro del aula que captan el asombro infantil como Pialat en La casa del bosque o Erice en El espíritu de la colmena, el cine de Hollywood como formador del deseo y proyección de la alegría y de la aventura. No sólo es un gran relato de iniciación, voluptuoso y tierno, sino también una de las más deliciosas películas sobre la sexualidad inherente a la relación entre un chico y su maestra. Tan deliciosa como Ana Belén por entonces, que al final del segundo acto aparece en plano frente a un espejo que refleja aquel otro de la madre del protagonista que acompaña este texto.
¿Qué son los urtubeys? Unos personajes malignos del folclore salteño que pueden verse en La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel. Todavía no ha nacido el Lamborghini que los describa.
Le hago caso a lo que Raúl Ruiz dice, aunque no siempre sea exactamente lo que él mismo hace, y elijo una imagen al azar de El dominio perdido para acompañar este comentario: esa película es, entre otras muchas cosas, una sobre desapariciones y entonces, también, sobre las llevadas a cabo por el terrorismo de Estado (no sólo) en Chile. La metáfora nuclear del vuelo como invención podría ser apropiada más o menos oportunamente por un ojo crítico argentino no desdeñoso de la Historia para referirse a otros vuelos nada vitales, siempre y cuando no hiciera de ella un culto hermenéutico. Entonces, ni bien materializada la asociación, convendría dejarla volar y hasta promover subrepticia pero intensamente su olvido, o más bien sostenerla, flotante, en una paralela dimensión fantasmal, por no decir virtual, para no desbaratar la fe en el libre azar de la invención con tan determinista sugerencia. La propuesta implícita en este párrafo de Adrian Martin sobre el director chileno, que no alcanzo a desentrañar aún del todo por su intrínseca opacidad y también por su poética audacia, me produce tanta curiosidad como perturbación: «Perseguir los secretos estéticos del movimiento en el cine -en todos los sentidos y en todos los niveles, como desplazamientos y circulación- a lo largo de un sendero de libre asociación crítica, nos conducirá inexorablemente a un secreto más oscuro y extático que el que nos impulsaba a movernos.» Me siento inclinado a pensar en ella como una estimulante declaración de principios crítica.
Viernes 8 de abril: Raúl Ruiz nueve años antes de morir: «Godel antes de morir: ‘He perdido la capacidad de tomar decisiones positivas. Sólo puedo tomar decisiones negativas’.»
En el sueño que acabo de soñar un hombre sale a la puerta de su casa justo cuando yo paso caminando delante de ella. Entre el umbral y la vereda hay un par de metros de terreno. Lo miro sin detener el paso, cinematográficamente. El me devuelve la mirada desde sus ojos saltones. Yo no sé cómo son los míos, pero supongo que no tan grandes, aunque están igual de abiertos. Recién cuando despierto me doy cuenta de que el asombro provino de un tardío reconocimiento. Yo sabía quién era él, y él también probablemente supo quién era ese transeúnte que lo miraba al pasar, pero algo distinto en su fisonomía me desconcertó. Entonces le escribo a quién reconocí en mi sueño, gran amigo virtual reciente a quien he visto cara a cara solamente una vez, y le digo que se apareció en mi sueño, aunque sin barba. «Por eso no pude identificarte de inmediato», agrego, casi disculpándome. «Pero yo no tengo ni nunca tuve barba», me recuerda.
Jueves 7 de abril: Santiago del Estero. Una mujer vestida de negro bate el parche que cuelga de un árbol, después agarra un hacha y camina hacia un hombre joven que está junto a dos montículos de tierra coronados con cruces. La mujer lleva los ojos tapados, «podridos de tanto llorar» a sus muertos, dicen los paisanos que comienzan contando la historia alrededor del fuego. La escena corresponde a Malambo, de Alberto de Zavalía.
Miércoles 6 de abril: Un hombre lee mientras todo explota. La guerra, que siempre es Grande, fulgura del otro lado de la ventana. Raúl Ruiz hizo películas para hipnotizarnos como cuando leímos por primera vez, todavía de Chicos, esos libros que nos volaron la cabeza. El hombre que, ya grande, sea capaz de seguir sosteniendo su libro mientras afuera todo es fuego, destrucción y esquirlas -y afuera siempre es fuego, destrucción y esquirlas para el chico que se olvida de sí en la lectura como ya nunca lo hará igualmente cuando crezca- es un piloto de la imaginación, rehén de la palabra poética, que es imagen sonora y tiempo virtual. El dominio perdido es la hora sin párpados en que yo, absorbido por el espejo, me veo desde el libro, cuadrante en llamas, y exploto. Presumiendo eterna la suspensión, vuelo y al aterrizar de nuevo en mí, ya pensamiento compaginado, descubro que yazco entre falanges, rescoldo de las cuencas en llamas que me vieron partir. Resulta que el cuerpo era, no más, ceniza de lecturas. Pero, incluso repartido, mancha.
Martes 5 de abril: Hace no mucho tiempo –creo que el año pasado, a lo sumo el anterior- estrenaron una película no demasiado sutil salvo por un aspecto: El capital humano. La novela es estadounidense y, aunque no la leí, sospecho que en la adaptación hay huellas de la aguda capacidad del cine industrial italiano, incluso tan devaluado como el actual, para ubicar a personajes y situaciones en el contexto socioeconómico en el que se mueven. Uno de los aspectos más interesantes de la película consiste en que es un “whodunit” a la vez que una película política. El asesino es un camarero, vale decir que un siervo, si aplicamos la nomenclatura de la comedia del arte, ingrediente fundamental del cine italiano en general y la comedia en particular, género que también cultiva esta película. Se impone, entonces, la pregunta por la identidad del asesino. No la voy a contestar, pero puedo asegurarles que no es el revelado finalmente por la película. Mírenla y después hablamos del portafolio que Fabrizio Bentivoglio heredó de Alberto Sordi, quien supo usarlo en Un burgués pequeño, pequeño; de Matilde Gioli; del fetichismo de la mercancía y de un “fuck you” cuyo sentido es idéntico al que le dio Lanata.
Jueves 31 de marzo: Por el Bafici baila el mono cinéfilo. Periodistas nacionales y populares hasta ayer hoy son carmelitas descalzas del statu quo por una sinopsis en el catálogo. Directores que se publicitaron a sí mismos como anarquistas se desviven por estar ahí. Se parecen a los senadores vendiendo el país por treinta monedas o a Lázaro manyando las migajas del banquete. El Bafici quiere ser a la cinefilia lo que Sur fue a la literatura o el puerto de Buenos Aires al país. Aquellos son patéticos y estos otros, imperdonables. Todos ellos, colonizados.
Miércoles 30 de marzo: Carol efectivamente es una reescritura excepcional de Breve encuentro. Volví a ver la película de David Lean y se entiende que hayan relegado del canon a muchas de estas películas porque no son vistosas en cuanto a movimientos de cámara, pero en el orden del relato tienen operaciones estructurales fabulosas. También en los guiones de Joseph L. Mankiewicz hay muchas de estas sofisticadas operaciones. Si a eso le sumamos la poco exultante circunspección inglesa… Por si fuera poco, a todo ello Todd Haynes le agrega esa dimensión intertextual que la hace una operación aún más intelectual que aquella, aunque simultáneamente ofrece una experiencia sensual notable, pero distante. A la de Haynes la definiría con el momento en que Mara toca el piano en lo de Blanchett y se oye a la vez la leña crepitando, el ruido afín del papel de regalo manipulado por Carol sobre el tren de juguete –atrezzo fundamental, puesta en abismo de la película y del cine todo de Haynes desde su temprana película sobre Karen Carpenter protagonizada por Barbies- y el propio instrumento, mezcla que tiende a pasar desapercibida. Carol podría haber sido un melodrama (y puede tomárselo como tal porque juega a serlo), vale decir un heredero de la tragedia, y sin embargo, al esquivar los lugares de la víctima y de la separación de la pareja, elige ser otra cosa. Por el protagonismo de la mirada deseante de Teresa y la estructura apoyada en el flashback que privilegia la subjetividad de quien recuerda, es una película lírica. Debajo del suntuoso vestuario dramático con que Haynes lo arropa hay un poema. Otro argumento a favor de la lírica, que originalmente era canto con arpa, además de la importancia de la banda sonora en la entera película, viene dado en el título de la película, que es el nombre del objeto deseado pero también el villancico navideño, un género musical. La relación con Lean se extiende a por lo menos un gran fragmento de La hija de Ryan. No sólo por la mano que Robert Mitchum apoya en el hombro de Sarah Miles, como Trevor Howard lo hizo en Breve encuentro, sino también por la mirada de ella que recorre la pared detrás de la cual está el hombre que desea. Allí late esa palpitación del enamorado por lo que ama pese a que no lo esté viendo, pues lo decisivo de la experiencia es lo que imagina, la imagen que se ha hecho de ese hombre para sí misma. Luego la realidad no sólo la decepcionará a ella sino también a los espectadores, que nos encontramos con Mitchum haciendo un papel que está en las antípodas de la imagen que el sistema de estrellas le había adjudicado.
Lunes 28 de marzo: El arte de entretener, sea cual sea su ideología, es un aspecto central de la historia del cine que nunca deberá ser soslayado porque allí se juega una de sus identidades formales básicas, al margen de la ideología implícita o explícita en cada película. Las películas de Gibson son en líneas generales muy excitantes y fluidas experiencias narrativas. Von Trier y Noé tienen otras pretensiones, lo que es sumamente loable, de hecho hay toda una dimensión del cine -casi diría que su otra mitad- abocada a sacarse de encima el modelo narrativo de la novela realista. Pero en ese terreno los dos hacen agua al lado de todos aquellos que definieron modelos antinarrativos de filmar muy especialmente a partir de la década del 60 con la irrupción del llamado cine moderno, luego del neorrealismo. Tanto Fellini, Godard, Paradjanov, Fassbinder, Herzog, Pasolini, Buñuel, Ferreri, entre muchos otros, todos ellos paradigmas del orden al que pretenden adscribir Von Trier y Noé, no solamente filmaron mejores películas y crearon mundos más complejos (esto puede parecer subjetivo) sino que, por añadidura, nunca manifestaron condescendencia hacia la institución narrativa cinematográfica, con la que decidieron establecer un diálogo que incluyó la refutación, sobre todo la deconstrucción, pero también la cooperación y casi siempre la inspiración en ella. Von Trier y Noé han asumido una publicitaria postura antisistema (narrativo cinematográfico) que no tiene nunca la radicalidad de aquellos, además de ser poco menos que enternecedoramente arrogante. No cito a esos grandes directores con pretensiones de autoridad sino porque son los interlocutores supuestos del cine de Von Trier y Noé en esta conversación. Mel Gibson es un bruto que asume sin pudor su lugar en la industria y desde allí consigue realizar experiencias notables, lo que quizás sea poca cosa en comparación con las conseguidas por aquellos otros, si es posible comparación alguna debido a que podría decirse que hablan idiomas distintos, o uno asume para sí todo el poder comunicativo de las convenciones mientras que los otros experimentan con ellas (ninguno consigue negarlas).
Sábado 26 de marzo: Qué gran cineasta de la fugacidad lírica inmersa en la circulación veloz es André Téchiné, lúcido observador de los efectos psicológicos y anímicos de los procesos políticos y económicos contemporáneos. Un solo plano suyo vale por películas enteras de Olivier Assayas, su sobrevaluado discípulo. Este es de Lejano: la fijacion de la captura realza la pasmosa belleza que el movimiento del paneo tiende a disimular. Porque lo que importa es lo que pasa, en su doble acepción de suceso narrativo y de lo efímero, incluso imperceptible para el ojo pragmático.
Otro chiche de Lejano: la imagen de la estela dejada en el agua por un buque persiste en pantalla y el fundido que debía meramente encadenar ese plano al posterior, de un chico andando en bicicleta, resulta ser una sobreimpresión, trance en el que la canción árabe -no casualmente a dos voces- nos arroja. La nausea y el mareo ya no son experiencias posibles de los personajes pura y exclusivamente de la diégesis sino percepciones desligadas de ellos e inducidas durante segundos por las exquisitas libertades formales que la puesta se toma a expensas de las convenciones narrativas clásicas y los géneros, en los que siempre se apoya (pocos han filmado más grandes romances). Puede que Téchiné sea el gran cineasta de la violenta velocidad virtual contemporánea, sin más necesidad de trucos que los analógicos del montaje y la relación física entre cámara y cuerpos en movimiento.
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