“…El terror insta a recuperar la catarsis como experiencia estética inmediata, apelando a la irrupción de lo terrible en la vida cotidiana en el mismo grado en que el melodrama apela a lo sublime para representar el sufrimiento que causa el amor (esa dimensión exime a lo terrorífico de la totalización paranoica propia del suspenso o del thriller). Son los géneros por excelencia de lo irrepresentable. Lo sublime y lo terrible son experiencias totalmente ausentes en la vida cotidiana…”
Silvia Schwarzbock, Más grande que la vida. Notas sobre el cine contemporáneo.
Engañoso por sobre todas las cosas. El primer estímulo que recibimos es el de una especie de sirena de barco, como ya la describió Marcos Vieytes en su diario crítico virtual, signo de alerta grave y profundo separado por breves espacios de absoluto silencio que da pie a los títulos de la película. La clave entera de la puesta en abismo que nos espera ya se encuentra en el único número del título, elemento discordante como el color rojo que lo singulariza y escinde del resto de la escritura en letras blancas. Tal como aparece en pantalla, la palabra coeur tiene dos letras unidas: la o y la e, separadas a su vez del 3 por una enorme C. La C de Charlotte (Gainsbourg), también de Chiara (Mastroianni), pero sobre todo de Catherine (Deneuve) en el papel de Madame Berger, madre que todo lo mira y nada lo puede.
El elemento que mueve ese ruido incidental molesto, incómodo, alarmante es el estado pasional indómito (de ahí el color rojo) mientras que en el centro se encuentra el corte u orden fálico representado por la madre (cuyo apellido traducido al español es pastor) y del otro lado, empequeñecida, la pareja, el par unido ya no individual: la institución matrimonial.
La primera imagen que vemos es la de un hombre con un maletín en sus brazos corriendo agitado hacia una estación. La pérfida alarma permanece así como la necesidad de algo que justifique nuestra intranquilidad. Mientras se apagan las luces del hall de la estación, la gesticulación frustrada del protagonista tras la pérdida del tren indica el nivel de ansiedad e irritabilidad en el que se encuentra y que la puesta inscribe. Así se presenta Marc (Benoit Poelvoorde), funcionario de la agencia impositiva, anti-héroe por excelencia, hombre medio, gris, de traje marrón, andar agitado y levemente encorvado.
Dos carteles que pertenecen a distintos locales del escenario que lo rodea explicitan advertencias que el protagonista ignora. Uno se llama Attente (espera), el otro Relay (parada). Corte. En primer plano lo vemos dirigirse hacia la salida mientras sus ojos recorren el espacio contrario que el contraplano esperado, por lógica, debería completar. La superficie veleidosa sobre la que Jacquot va a manipular nuestros procesos de identificación empieza a cristalizarse en esta sencilla operación de montaje. Lo que suponemos un plano subjetivo puro de la mirada del personaje -suposición para nada caprichosa en virtud del plano precedente- nos muestra a una mujer de espaldas, vestida con un abrigo negro, paseando a su perro por una calle nocturna tenuemente iluminada. Pero esta “mirada” es literalmente cortada por el propio Marc que atraviesa la pantalla de izquierda a derecha transgrediendo la lógica subjetiva. Semejante maniobra a menos de dos minutos de comenzada la película es de un nivel de sofisticación elevado. El rompimiento de tal convención exhibe el espacio incómodo e inestable que vamos a ocupar y que es el de cualquier tercero en discordia.
La autoconsciencia de la película se materializa sin abstraernos por completo del verosímil de su ficción. Jacquot no disimula la previsibilidad del género y parte desde la imposibilidad intrínseca del melodrama (por ej: la de abordar una relación, simbolizada en el tren que Marc pierde y que no casualmente lleva el número 2) ahorrándonos futuros malos tragos y golpes bajos, ya que las distintas perturbaciones condensadas en el prólogo deberían alcanzarnos para impedir albergar la esperanza de un posible desenlace feliz. En definitiva, si nos gusta el melodrama es porque allí nada se concreta, posibilitando la permanencia o expansión del deseo o la idealización ad infinitum.
Lo siniestro y lo sublime. El nombre de la película es el único indicio inequívoco de su propiedad melodramática, dado que los recursos visuales y sonoros del comienzo parecen refractarios a esta idea por hallarse más cerca de los procedimientos del thriller o incluso el terror. Negar la coexistencia de ambos registros es rechazar con obstinada ceguera los síntomas indubitables de su maridaje presente desde el comienzo de la película.
Luego de perder el tren, el protagonista entra en un bar y pide un agua mineral. La cámara dirige nuestra mirada hacia su reflejo en el enorme espejo que se encuentra del otro lado de la barra. Podría parecer un lugar común y accesible señalar los alcances significativos que tiene el uso de este atrezzo, pero lo cierto es que Jacquot se vale del mismo otorgándole todos los significantes posibles, más evidentes luego gracias a la particular compra de un espejo antiguo que adornará el futuro hogar familiar del protagonista. Sin amedrentarse por la voluptuosidad constitutiva del cine de género y su carácter moral, empleará las convenciones necesarias para formularlo, mediadas por una estética de inflexión naturalista.
No es casualidad que el director utilice el lenguaje cinematográfico de esta forma teniendo en cuenta que su carrera se inició con un documental para televisión sobre la obra de Lacan. El acierto de esta película es que, pese a su metódica simbología y hermenéutica, no vacía a sus imágenes, personajes ni escenas de lirismo.
Té para tres. Sylvie (Charlotte Gainsbourg) es la fuerza femenina arrolladora que se cernirá sobre el debilitado Marc. Se presenta como una voz fuera de campo que encarga cigarrillos en el bar donde este se encuentra. Él disimula su curiosidad observándola a través del espejo, mientras la cámara nos brinda la posibilidad de mirarla directamente mediante un brusco paneo. Por su vestimenta suponemos que se trata de la misma mujer que aquella subjetiva falseada nos enseñó, idea que se replica cuando Marc le pregunta sobre su perro luego de abordarla en la calle. Ella se sorprende ante el interrogante como a nosotros nos sorprende su reacción y negativa.
El encuentro entre ambos se desarrolla en silencio, aquella sirena desaparece pero es suplantada por irrupciones violentas de otra índole que alteran el ánimo amoroso de la conquista. Autos que pasan a gran velocidad, motores que arrancan sorpresivamente y otros sonidos que se perciben a lo lejos desacralizan el instante. Estas señales de alerta que recibimos, ya sea mediante movimientos bruscos de cámara o a través de la banda de sonido incidental, nos anticipan el potencial riesgo de la unión de estos inconscientes amantes. Pero, como buenos románticos, ni Sylvie ni Marc podrán evitar su voluntad de amar y morir, anhelo revelado en el dulce arpegio para piano -y leitmotiv sentimental- que la alarma grave del inicio empieza a contaminar con insistencia. Reuniendo apenas los componentes mencionados queda claro que la lógica programática de la puesta consiste en desnudar el punto de confluencia entre los sentidos diametralmente opuestos que se explayan.
Que Sylvie no sea la mujer que creímos haber visto cuando también creímos ser los ojos de Marc, no implica que la unión entre ambas pierda validez; más bien al contrario, la confirmada división intensifica su significado, lo resemantiza y hasta introduce la fantasmagoría del doppelganger o doble andante. Pocas actrices pueden corporizar la imponente esencia de lo sublime y el oscuro atractivo de lo siniestro como Charlotte Gainsbourg. Su cara irradia una luminosidad que no recuerdo haberle visto antes sin necesidad de recurrir a maquillajes y otros artificios de la estética. Sin embargo, la palidez, los rasgos aristados y la complexión huesuda de Charlotte, adornada por su larga y suelta cabellera negra, revisten a Sylvie de un semblante gótico y vampírico. Predestinada a la soledad y a la pérdida es pronto convertida en presencia ominosa pero viva, latente.
Será la diáfana y creyente hermana menor de Sylvie, que paradójicamente carga el nombre de la sabiduría, Sophie (Chiara Mastroianni), el contrapunto que la destaque en el panorama cada vez más impostado de la vida regulada por el “buen amor”. Su aparición es radiante y colorida. Contra los taciturnos procesos de Sylvie, los de Sophie estarán colmados de ingenua teatralidad. Marc pivoteará entre ambas haciendo malabares con el corazón más dispuesto pero menos resistente de la tríada. El amour fou surgido entre Marc y Sylvie se sustituye por el pragmático ascenso social y la cercanía a ciertos espacios de poder que la accidental unión matrimonial con Sophie conlleva. Si el desesperado afán amoroso que lo empujaba a encontrarse con Sylvie lo llevó a perdonar a unos evasores asiáticos que fingían no entender el idioma, el hartazgo de la vida conyugal y la consciencia de lo perdido lo encabalgarán en una cruzada contra el candidato a Alcalde, íntimo amigo de Madame Berger, eximiendo a este gesto de verdadera carga política por el fin íntimo que persigue.
Aquí puede leerse una discusión entre Gabriela López Zubiría y Marcos Vieytes sobre la misma película.
3 corazones (3 coeurs, Francia/Alemania/Bélgica, 2014), de Benoit Jacquot, c/Benoit Poelvoorde, Charlotte Gainsbourg, Chiara Mastroianni, Catherine Deneuve, 106’
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