Miércoles 24 de junio: Siempre me gustó la palabra estudio, que asocio a pintores y escribas dedicados minuciosamente a una tarea regular, al ejercicio de la creación según procedimientos, disciplinas dulces, voluntarias como elegido destino. En el instante de este jueves de junio con temperaturas bajo cero y cielo de madrugada cubierto en que apago la luz del mono ambiente y dejo sólo la del baño mientras miro una película y escribo la imagen compuesta de este posteo, me siento uno de ellos, disuelvo siglos, pongo el tiempo en suspenso. Enciendo el horno de la cocina, fotografío lineas de luz que atraviesan la oscuridad y saboreo de antemano la cena, el vino, el habano, eventuales palabras de un paréntesis al que no les hacen falta.
Jueves 18 de junio: La pomposidad de la declaración es irónica y la ironía con que Michel Piccoli se refiere a su boceto es ligeramente triste. Esta película de Jacques Doillon continúa su existencia en La bella mentirosa, de Jacques Rivette, en la que ambos son, si no padre e hija maridados como en esta, pareja atravesada por la aparición de Emanuelle Beart, modelo que cuanto más se desnuda menos es alcanzada por el ojo y la mano del pintor. Los dos primeros tercios de esta película de hora y media son fascinantes. Doillon filma cuerpos moviéndose en espacios reducidos que son prolongaciones de los mentales. Ese espacio, en este caso, es el del alma de una mujer de treinta años que actúa como una niña, deja a su marido y después de probarse incapaz de estar sola en su departamento siquiera durante un par de días vuelve a la casa de sus padres. La madre se va y la deja sola con el padre. La hija pródiga es el otro lado de La luna, de Bertolucci. La concentración espacial, como en La drolesse, donde un chico de 18 años – aparatoso como los modelos de Bresson- secuestra a una nena de 12 para someterse dulcemente a ella en el altillo de una casa rural de piedra, favorece la creación de un microcosmos artificial. Los personajes encarnan también un teatro de la palabra no tan abstracto como en varias de Rivette, por ejemplo, sino más encarnado. Hay un naturalismo de la patología en esa teatralidad, un anclaje a síntomas reconocibles para cualquier espectador que haya sentido en sí la disputa de los primeros y más intensos afectos. Si en La bella mentirosa era Piccoli quien manipulaba el cuerpo de una mujer con firmeza y brusquedad para encontrar en él la respuesta o el límite a su impulso, aquí es el cuerpo de Piccoli la materia maleable para una hija empeñada en constatar o conjurar en el acto una verdad biológica que es un viaje en el tiempo, una regresión que lo detenga o lo ponga por primera vez en marcha.
Martes 16 de junio: Ah, pero cómo duelen estas sillas vacías. Parece una gran película romántica con desencuentro de melodrama clásico. Dios quiera que me siga haciendo temblar de amor hasta el final así corro a verla al cine antes de que la levanten con el corazón a punto de estallar como el protagonista, un Donald Pleasence francés con palpitaciones, fortuitamente enamorado de Charlotte Gainsbourg, que es fabulosa y eso que no me gusta. A los 45 minutos reparo en un efecto de sonido parecido al que hacían los barcos de vapor al partir del puerto. No es la primera vez que aparece pero algo ligeramente ominoso causa en mí ahora que tengo conciencia de un malentendido y sospecho que también la tiene el protagonista. La grave sirena sonora coincide con la irrupción de un narrador en off inesperado, como en varias películas de Claude Sautet. Pistas de la memoria conminan a no enmascarar reconocimientos. El ritmo de la primera mitad es el de un corazón acelerado con miedo a frenar. La vida normal es una atenuación del desarreglo? La exaltación del cariño aparece como opción gracias a la vitalidad del vino que bebo mientras miro, virtuoso como intención enamorada? No hay mala intención sino trampas del destino, que también se llama montaje. Pero no mentirse a uno mismo, si eso fuera más o menos posible, parece absolver de la obligación de darse a conocer a los otros, por lo menos para un empleado de la agencia impositiva francesa en una localidad de provincias. «El dinero no es nada racional», dice el protagonista de 3 corazones.
Lunes 15 de junio: No se gana el derecho al reposo en el lugar común si no se ha atravesado la poesía de sol a sol, si no se ha segado su jornada incandescente.
Miércoles 10 de junio: La Salada es una película amable. El conglomerado comercial que le da título no es aquí un problema político, como lo era en la magnífica Hacerme feriante a la que esta película reconoce incluyendo su afiche en una pantalla de computadora, sino personal. Es el espacio que da soporte a las vidas de tres grupos de personajes: un joven taiwanés que vive solo, atiende un puesto de venta de películas truchas, está enamorado de una argentina que trabaja de uniforme en el lugar; un comerciante coreano viudo que invierte en un puesto, está interesado en que su hija se case con otro coreano porque esa unión le permitirá seguir ascendiendo socialmente a pesar de que la chica se está enganchando con un pibe argentino; y dos inmigrantes bolivianos, uno de los cuales terminará trabajando para el comerciante coreano.
La Salada tiene problemas de articulaciones, no porque sea una película vieja sino porque es joven. Las tres líneas narrativas avanzan un poco esquemáticamente, pivoteando sobre el eje del amor o de las relaciones que son capaces de establecer con otros pares los protagonistas más jóvenes y que implican un relativo conflicto con sus raíces, la apertura al país en el que viven y parece tener poco que ver con su cultura. Sin embargo, es imposible dejar de interesarse por ella porque los personajes y sus situaciones son afectuosos, el tiempo de planos y escenas se interesa tanto en mostrar como en narrar, la iluminación es cálida (inspirada en películas de Hou Hsiao-hsien como Goodbye, South, Goodbye y Millenium mambo), las actuaciones oscilan entre un naturalismo veraz y el extrañamiento producido por los distintos idiomas y costumbres.
Uno de los detalles más curiosos es la deliberación con que uno de los personajes, y a través de él la película, inscribe a la película en una tradición cinematográfica nacional. Bien distribuidos en el plano uno puede ver afiches de Aniceto, El aura, El hijo de la novia y hasta Nieblas del riachuelo, y ese mismo personaje mira en su televisor fragmentos de Rapado, Sábado y Juan Moreira, que más de una vez motivan sus acciones. Importa menos rastrear cada una de esas referencias en la confección de la película (más bien parecen una colección de gustos) que atender a ese sincretismo desgarbado como un reclamo de identidad, la búsqueda de un territorio propio que las reúne más allá de distinciones, juicios y prejuicios. Como Mauro o como Cuerpo de letra (de uno de los directores de Hacerme feriante), La Salada es una nueva película incipiente en busca de fisonomía propia, inestable, inacabada y genuina, que exhibe los horizontes limitados y los milagros modestos de un cine balbuceante.
Jueves 15 de enero: Los primeros minutos de Favula son bellísimos, de una belleza incluso decorativa, potencialmente videoclipera. Pero si fuera sólo esto último no dudaría, se consumiría en un vértigo de corto alcance, y eso no pasa al menos durante media hora, esa primera media hora de la película sin diálogos, que transcurre mayormente en una selva de papel sobre la que se imprimen las imágenes de los protagonistas: un hombre adulto, una mujer algo más vieja que podría ser la pareja de aquel, dos jóvenes (chico y chica) que parecen ser sus hijos o cumplir esa función y otra chica más a la que alojan en la casa. La instancia de presentación y toma de decisión acerca de la recién llegada, presumiblemente a instancias del padre de esa familia o adulto varón de esa casa, transcurre en un plano frontal faviano con la cámara a la altura de los ojos, los cuerpos de los personajes distribuidos sobre el telón de fondo de una pared descascarada, un techo de chapa y el ruido de la lluvia sobre ella, todo en el blanco y negro fantasmagórico, símil cine mudo (el afiche de Nosferatu incrustado posteriormente podría no estar, sólo se justificaría gracias al costado trash que la película no evita, aunque no sé si persigue a conciencia), que late simulando inestabilidad, que se oscurece en los bordes, que salta al ritmo del sampleado.
Después de esa primera media hora opaca en la que ni la selva filipina molesta y hasta el felino que aparece –animal de moda si los hay en la globalizada cinefilia “independiente” que no deja sin cazar cuanta presa legitimada por el consenso circula, asiática o de la procedencia que sea, cuanto más exótica mejor- y no parece tener simbolización clara se justifica en el ya mencionado costado trash de la película que, por esa vía, no anda tan lejos de lo que hace José Campusano, aunque este busca un régimen de transparencia que Raúl Perrone, por lo menos aquí, en principio no. Pues después de esa media hora, decíamos, aparece la palabra en forma de subtítulos que traducen un discurso deformado por la banda de sonido, efecto cuya materialidad estimulante –uno quiere adivinar palabras, uno pretende oír acentos que van del paraguayo al tailandés- se contrapone a la decepcionante funcionalidad de los diálogos que empiezan a denotar todo lo que hasta entonces no necesitaba de la significación verbal para ser elocuente y misterioso. Lo que allí empieza es la parte más convencional y tediosa de la película, una historia de comercio y de trata que aunque al final dice estar basada en un relato anónimo africano suena oportunamente traducible a nuestro presente.
Allí la película se empantana, se vuelve redundante, explícita, pobre, y si retoma el camino de la potencia poética opaca algo más de media hora más tarde, ya no lo hace con el ímpetu del comienzo, y deja lugar a dos instancias curiosas, no sé si efectivas pero al menos estimulantes, una más que la otra. Esta última corresponde al final en la sala de proyección, lugar recurrente y tópico no especialmente transfigurado en este caso y que suena a lugar común cinéfilo, a regresión indigna de la fulgurante expansión inicial. Antes de eso los tres jóvenes vuelven a hablar, gracias a los mismos procedimientos descriptos, pero esta vez su discurso no es el de los personajes que interpretaron para la película sino, suponemos, el de ellos mismos, o el de unos pibes que cuentan sus infortunios, su abandono real. El cambio de lugar de enunciación y de sus modos es más interesante como objeto de análisis discursivo que efectivo en términos dramáticos, pues esas caras magníficas sólo han sido para nosotros los personajes de una fábula y, como ni la escenografía ni el resto de la puesta en escena cambian de verosímil entonces, el efecto de reconocimiento de ellos en tanto personas no se profundiza. Serán, sobre todo, las hermosas máscaras usadas por Perrone para contarnos un cuento de fantasmas que no salen nunca del cine, que acaso encuentren su precaria salvación en la película los ha hecho prisioneros, en la mirada que se ha apropiado de ellos, les confirió el aura de papel maché que los rodea, sincretismo cinéfilo, crístico y kitsch, y los ha puesto en circulación en el mercado cultural.
Aquí pueden leer la entrega anterior del diario y aquí, la siguiente.
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