Domingo 14 de junio: Pongo en Facebook que la última Jurassic Park es el Mal y, como siempre que exagero, digo la verdad. Varios acuerdan, algún sensato relativiza y como se me ocurre decir que quizás escriba sobre Ello, puede que para obligarme a hacerlo, un amigo me pregunta si leí un libro de Rudiger Safranski sobre el asunto (del Mal, no de Jurassic World). Ni siquiera conocía al autor, encuentro el libro en PDF, lo bajo y me entusiasman dos títulos del índice: «La advertencia de Einstein sobre la perversión de la ciencia» y «La respuesta de Shopenauer al Mal: desaficionarse del mundo. Pensar en lugar de actuar», pero creo que no voy a leerlo, al menos de inmediato. Ya no leo filosofía porque después sueño. Prefiero mirar películas de terror. Lo más probable es que publiquemos una discusión que venimos manteniendo con Paula Vasquez Prieto desde anoche sobre Jurassic World. Hace una semana vi por primera vez Diario de un hombre invisible, de John Carpenter, que, como Fearless, de Peter Weir, había pospuesto porque nadie me había hablado bien de ellas. Las dos son buenas porque a esos tipos no les sale mal una película ni aunque quieran. En un momento Chevy Chase dice que cuando era chico siempre soñaba con ser invisible porque iba a poder hacer cualquier cosa, y ahora que lo es se da cuenta de que ese es justamente el problema (a mi nunca me llamó demasiado la atención el hombre imvisible, siempre sentí preferencia por los vampiros, o quería tener el don del personaje de una película italiana que era capaz de ver desnuda a la gente). Mientras la voz en off del protagonista invisible de la película de Carpenter nos revela ese recuerdo de la infancia lo vemos mirar con ganas un pancho que no se afana y caminar por la ciudad sin que nadie lo registre, como los desclasados de They Live o de El príncipe de las tinieblas. A Carpenter el acto sexual siempre le interesó menos que la visión política capaz de incluirlo. Un año después de esa película llena de efectos especiales anacrónicos, Spielberg estrenaba Jurassic Park, fundaba el reino del todo vale digital y volvía a invisibilizar a Carpenter como ET a La cosa diez años antes.
Viernes 12 de junio: Cada vez que paso delante del afiche de La patota desde que conozco el delito central de la película pienso en una sola cosa: Dolores Fonzi violada por cuatro o cinco misioneros (estuve a punto de escribir “negros” pero como no sé si corresponde ponerle o no comillas preferí usar el gentilicio, cuya ambivalencia tiene relación directa con las nociones de paternalismo y asistencialismo que la película promete poner en juego). Todavía no la vi pero, conceptualmente, La patota es una película de explotación. Dolores Fonzi es una de las minas más fuertes de este país, su imagen está ligada a la burguesía intelectual porteña e internacional, salió desnuda en Playboy, es una gran actriz, un aire de misterio rodea sus rasgos: ideal para encarnar una fantasía sexual anclada en la diferencia de clase social como la que Daniel Tinayre realizó a través de Mirtha Legrand hace cincuenta y cinco años. No descarto que la más que correcta dirección técnica de Santiago Mitre y la verba inflamada de Mariano Llinás añadan fronda a ese tronco, pero dudo que debajo de ese follaje -que ambicionará ser el de un bosque- deje de estar el árbol pelado plantado en mi imaginación. No descarto que el personaje de Fonzi sea una actualización del protagonista de El matadero de Echeverría, así como de las víctimas de La refalosa de Ascasubi y La fiesta del monstruo de Bustos Domeck. Algo más interesante puede llegar a ser analizar cómo se las arreglan para actualizar, sin transformarla en una virgen liberal desatanudos de lo sagrado, a la Ingrid Bergman de Europa 51, mujer de clase alta a quien se le muere un hijo y comienza una vida de militancia social influenciada por un amigo comunista (sugerente tipología) hasta que su burguesa familia y Rossellini la santifican mediante un encierro con forma de retiro espiritual. Pero yo, que soy un mal pensado, sigo fantaseando más con la violación ficticia de esta chica blanca (¿una nueva cautiva?) que mejor hubiera sido pensarla como un gang bang para que la pornografía no quedara del lado de los espectadores sino de los productores de este cine que no osa decir su nombre. Veremos qué le agrega a este pre-juicio, por otra parte inevitable ante un producto con tan extensa genealogía, la experiencia de ver la película.
Miércoles 10 de junio:
“Hay mucho dolor adentro, y adentro es cualquier lugar,
sólo el dueño con su encuentro sabe ande le duele más.”
Como pa’echarse a opinar, José Larralde.
Hay pocas cosas más desnudas que el alma de Harry Dean Stanton en Harry Dean Stanton: Partly Fiction. Es el retrato de un actor, pero en el presente de la mayoría de sus planos en blanco y negro es el retrato de un hombre que canta baladas sureñas, mexicanas e irlandesas y se cuenta a sí mismo a través de ellas. Un tango y una zamba no hubieran sobrado en su repertorio. No hay mucho más que eso pero eso es incluso demasiado. La cara de un hombre de 80 años lo dice todo. La mirada de un hombre solo de 80 años que ya no quiere hablar demasiado porque sabe que las palabras no sirven de mucho, o duelen por demás en lo que invocan, es la evidencia amorosa y terrible de una vida ya vivida que, con su felicidad y su oprobio, le transfiere a la nuestra una especie de responsabilidad. Hay algo de sabio de la tribu en el silencio cortés de Harry Dean Stanton que expresa mucho más de lo que se propone. Un barman que le sirve tragos desde 1968 en un bar de Santa Mónica le dice que habla poco, pero que todo lo que pronuncia tiene mucho significado, y Harry Dean Stanton le agradece resignado la observación como se constata un destino ineludible, una fatalidad de la que ya quisiera ser capaz de desembarazarse. La voz de la directora es una presencia fundamental. Insiste con el rigor de su sexo cuando cree que en el silencio de su objeto hay espacio para seguir puliendo la materia prima espiritual del retratado, seductor de sirenas con el corazón más roto que debilitado. Roto de antemano, de movida. El camino, que no se cuenta en kilómetros sino en años, sólo existe para darle fisonomía carnal a los baches congénitos. Un corte cercano a la comisura izquierda del labio superior, ya presente en un primer plano de El indomable, se irá disimulando entre otras marcas de la cara con el paso del tiempo. Las arrugas son heridas, marcas en el molde original del espíritu. «Uno no se reforma, se cansa», le dice Brigante al sueño rubio de Penelope Anne Miller vestida de bailarina clásica en Carlito’s Way.
Martes 9 de junio: Esta página me llevó directamente al 84-85, yo estaba en la secundaria, compraba El Gráfico, veía la final intercontinental que el Rojo, cuadro de mi abuela del campo, le ganó al Liverpool, otro rojo, con gol de Percudani; admiraba a Palma, ese 10 morocho, petiso y genial parecido a Ricky Maravilla; me asombraba ante los últimos trucos del Bocha que, como en las películas de Fairbanks, solía desaparecer rodeado por quince marcadores pero se las ingeniaba para que la pelota saliera del tumulto como un animalito escabulléndose de los cazadores, o un nene jugando a las escondidas que pica para todos los cumpas, y le llegaba limpia a un compañero que la corría hasta quedar sólo frente al arquero (eso que hizo el Diego con Burru en la final del 86 contra Alemania). El sol de esas tardes narradas por Mauro Viale y comentadas por Macaya Márquez en ATC recuerdo, el mismo sol que iluminaba mis goles de pescador en los picados de Martínez o Rincón de Millberg según el lugar al que mi viejo, ministro religioso por no decir pastor o «anciano de congregación de los Testigos de Jehová», hubiera sido asignado para arreglar entuertos político-teológicos. Ese mismo sol, ahora de papel de diario, que entonces imaginaba alumbrando mis goles en la Bombonera o en un estadio con las tribunas de madera llenas y una multitud coreando mi nombre como coreaban el de Gareca o Alzamendi. Y que ahora pasa a través de la espesura de las islas del delta al que fuimos con mi viejo a buscar troncos quién sabe para qué una mañana bañada en rocío, fresca, helada, con el correntino Silva y otros de esos «grandes» que me dejaban jugar al fútbol con ellos a pesar de la diferencia de edad pero cuyos nombres ya no recuerdo, que no he vuelto a ver en treinta años y seguramente nunca vuelva a ver, que vaya a saber qué eran exactamente para mí además de malabaristas de la pelota, fibrosos trabajadores, jodones hospitalarios y recién después, si acaso, feligreses tal vez tan precoces e ignorantes como yo del significado de esa palabra y de tantas otras que uso mayormente porque me gustan cómo suenan, porque vuelvo a ser gracias a ellas el bebé con sonajero del que nunca tuve conciencia.
Lunes 8 de junio: ¿Qué hay más allá de la ventana final de Birdman? La esfera virtual. No importa si Michael Keaton era un hombre que soñaba con ser un súper héroe y entonces se mato intentando volar o si era un súper héroe que soñaba con ser un hombre hasta que se dio por vencido y volvió a surcar el cielo. No hay cielo fuera de la clínica sino la «nube» a la que su hija acaba de subir una foto de él en su postoperatorio como antes habían subido a youtube el vídeo de él andando en calzoncillos. Birdman es una película sobre la virtualidad contemporánea que no es de género, es el avatar del Avatar de James Cameron, mito trucho. No lucha contra el narcisismo como los personajes y la puesta en escena de Opening Night, de John Cassavetes, su matriz material, sino que se entrega a él como signo de cambio generacional, como sobrevida tecnológica inevitable.
Domingo 7 de junio: El plano-contraplano existe, entre otras razones, para poner a este tipo enfrente de Drew Barrymore en Letra y música o de Marisa Tomei en la inminente The Rewrite. Cuando eso pasa uno se da cuenta de que puede ser feliz con poca cosa y que eso es grandioso. El director de ambas películas es el mismo tipo y debe ser bastante amigo de Hugh Grant, así como de Sandra Bullock, porque ya hizo varias con ambos. Son chiquitas, están bien hechas y uno la pasa bárbaro mirándolas. Marc Lawrence es uno de los pocos tipos capaces de hacernos creer que la comedia romántica contemporánea puede no ser la porquería que es en líneas generales, y eso quizás se deba a que en ellas suele haber un elemento fuera de moda o de lugar, ya sea un hit de los 80, un cincuentón langa, un británico en el país de los pieles rojas, una machona que sueña con el hombre de su vida o una mina que riega plantas de plástico treinta años después de romperle las bolas a ET.
Sábado 6 de junio: Los chongos de Catherine Breillat en Abus de faiblesse. El de la izquierda parece sacado de un polar de los ‘50, el de la derecha Esteban Lamothe en El 5 de Talleres. Le creo al primero, pero el protagonista es el segundo. De este lado del plano está Isabelle Huppert haciendo de una directora de cine que sufre un ACV en el primer plano de la película -paneo que duplica con su movimiento la torsión del cuerpo en crisis sobre una cama- y ya recuperada se encajeta con un estafador de clase baja devenido figura mediática al que quiere tener como protagonista de su próxima película. Huelo impostación en el actor que hace del tipo de los bajos fondos. Habrá que ver si obedece a mala dirección de actores, mal casting o disonancia deliberada para acentuar diferencias sociales mediante el grotesco. Lo inconvincente del actor que hace de reo se comprende a la luz del uso del cuerpo por parte de Huppert. Breillat no tiene empacho en valerse de la hemiplejia de ella a través del humor y, como ese cuerpo dañado es el protagonista, un actor no profesional o una actuación naturalista a la hora de representar al delincuente quedarían opacados por la enfermedad. Además, ese hombre no deja de ser la fantasía sexual clasista de una artista burguesa con dinero a quien le calienta el exotismo y el riesgo que podría correr junto a ese tipo (sin embargo, es las diferencias de edad y salud lo que se imponen; Huppert no hace sólo de una directora -encarnación de la autoridad- disminuida por el ataque sino por los años; las manchas en la piel, ya casi una película translúcida sobre los huesos, son el espectáculo). Es imposible no pensar en Loulou de Pialat, que también tenía a Huppert como burguesa enganchada, en ese caso, con el animal de Gerard Depardieu. Pero no hay sexo sino cheques entre ellos, solamente los cheques que ella le da ¿a cambio de qué? ¿Seguir manteniendo la ilusión de un poder sobre el otro que ha cultivado como directora de cine y seguramente también como amante? Le sale mal, por supuesto, y lo fascinante no es constatarlo sino aceptar que ella ya lo sabía y que aunque al final no sepa explicar por qué lo hizo era justamente eso lo que quería, lo que no deja de ser un triunfo en la derrota. ¿El trofeo son las lágrimas? Esas lágrimas en primer plano, tan herederas de Antonioni como las de la protagonista de Viva el amor de Tsai Ming-liang, no rinden culto a la razón familiar o social, por más que pueda parecerlo, y puede que hasta sean su refutación.
Aquí pueden leer la entrega anterior del diario y aquí la siguiente.
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