La imagen perdida. Tenía 20 años. Se me había dado por estudiar fotografía así que me anoté en un taller que dictaban en un estudio profesional ubicado en Caballito. Aunque ya se estaban empezando a usar las primeras cámaras digitales, predominaban las analógicas. En aquel taller aprendí todo el proceso, desde el armado y posterior revelado del rollo hasta la impresión de la imagen en papel. Amaba el olor avinagrado de los químicos, la densidad del rojo que iluminaba el cuarto y el instante milagroso de la imagen surgiendo sobre el papel que se mece bajo el líquido revelador. También aprendí sobre el tiempo, su transcurrir y permanencia. Su capacidad de nacer y morir al mismo tiempo. El que nos apremia en la finitud, del que buscamos adueñarnos eludiendo su naturaleza pasajera.
El estudio estaba repleto de libros temáticos. Leyendo y hurgando entre sus páginas me topé con una imagen que incluso con el correr de los años no pude borrar de mi cabeza. Desde chica tengo una relación especial con determinadas imágenes a las que no puedo hacer frente, que despiertan en mi cuerpo sensaciones similares a las del vértigo aunque más cercanas a una especie de ebullición en la que pierdo control sobre mis sentidos: la piel se eriza, los ojos se nublan, los oídos se aturden y mi cabeza retira la mirada de forma inmediata. En El nervio óptico, María Gainza describe una experiencia similar en su encuentro con el cuadro La caza del ciervo de Alfred de Dreux: “…Apenas verlo, empecé a sentir esa agitación que algunos describen como un aleteo de mariposas pero que a mí se me presenta de forma bastante menos poética…”. Luego cita a Stendhal: “…Saliendo de Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía que la vida se había agotado en mí, andaba con miedo a caerme.”
Recuerdo haber cerrado el libro de un golpe al aparecer la fotografía. Tal fue la impresión que no llegué a registrar la autoría de la imagen. Durante mucho tiempo estuve segura de que pertenecía a Man Ray por su perturbación surrealista, pero mi incesante búsqueda se vio frustrada y llegué a suponer que la imagen recordada había sido una transfiguración mental de uno de sus fotomontajes.
La imagen sublime. Un día, hace dos o tres años, mientras caminaba con mi novio le conté la experiencia y pude describir, a grandes rasgos, el patrón que había logrado determinar sobre el tipo de imágenes que me afectan: las enormidades situadas en espacios desolados. Me aterran las imágenes de los planetas y también las de gigantescas montañas en medio del desierto. Difícilmente disfrutaría visitando las pirámides de Egipto o el Gran Cañón del Colorado. El primer recuerdo que tengo de esto, y tal vez se trate de la génesis del asunto, fue durante mi encuentro con el mar. Tenía unos cuatro o cinco años. Mis viejos nos llevaron a Mar del Plata en pleno invierno. Llegamos de noche y no tuvieron mejor idea que hacérmelo conocer en ese momento. Mi viejo estacionó cerca de la playa, me agarró a upa y fuimos todos juntos hacia allí. No sólo me aterrorizó la infinita negrura y el ruido de las olas surgiendo como espectros sobre ella, sino el reflejo de la luna. La luna, que siempre me inquietó, se había duplicado y ahora estaba frente a mí.
-¿Leíste Lo sublime, de Kant? –preguntó Marcos.
-No.
-Creo que ahí describe algo por el estilo.
“…La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido al terror (…) Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado, son sublimes (…) La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve…”
En aquella foto me reencontré con la cualidad siniestra del mar, su manera de arrojar lo devorado. A la negrura va lo que regresa deshecho, desfigurado, maltratado, regurgitado por fuerzas que no podemos precisar y que asumen la forma de olas a veces pavorosas. Pienso que aquella foto me devolvió la pesadilla de mi infancia. Pienso que la foto graficaba lo que experimenté en aquel viaje, frente a la densidad lunar transfigurada por la agitación del agua. No fue simplemente una imagen, fue un arremetimiento sensual.
Un segundo bastó para registrar hasta el más mínimo detalle de la composición. Un segundo de ardor en el que todo, incluso el tiempo, se relativiza e intensifica. Dicen que algo similar ocurre al momento de morir. Yo puedo relacionar esa concentración de sentidos con un accidente automovilístico que sufrí a mis ocho años. En el microsegundo previo al impacto vi el otro auto, sus faroles, la mochila del colegio a mi lado sobre el asiento trasero, que terminé agarrando para cubrirme de los vidrios. Lo vi como en cámara lenta y con extrema nitidez. Después todo fue ruido, brusquedad, gritos. La foto se imprimió en mi cabeza con la misma claridad que la imagen previa al choque.
Una mujer vestida de época espera a la orilla del mar que un tren con cabeza de tortuga la devore. La criatura viene desde el océano, trazando una feroz diagonal desde el borde lateral izquierdo del encuadre. La boca abierta y desdentada del cavernoso animal en primer plano fue uno de los detalles que más me impresionó. En el otro extremo, y en leve contrapicado, la mujer evidencia con sus manos un acto reflejo de autopreservación.
Tardé un segundo en cerrar el libro y quince años en reencontrarme con la imagen.
La imagen vuelve. Marcos escribe preguntando si me interesa ver un documental acerca de la fotógrafa Grete Stern, y adjunta la gacetilla de prensa de la película. La primera y muy grata sorpresa fue reencontrarme con el nombre de Matilde Michanie (que en este caso dirige junto a Pablo Zubizarreta), dado que mi debut como crítica de cine fue con otro documental de su autoría, Judíos por elección, en el 2011. Pero, además, buscando información sobre Stern descubro entre sus trabajos aquella fotografía. O debería decir que finalmente ella me encontró, ahora que volví a tener una cámara entre las manos y me dediqué a escribir. Como si hubiese esperado que tuviera la edad, la experiencia y las herramientas necesarias para poder describirla y darle sentido.
Ahora puedo verla, como ahora también suelo buscar la luna en el mar cuando viajo, y reafirmo su contundencia al comprobar que nada fue corrompido por la memoria. Cada elemento estaba en el exacto lugar que recordaba. La función de esa imagen fue la de materializar una pesadilla para la revista Idilio, cuya columna El psicoanálisis le ayudará contaba con especialistas en la materia que decodificaban los signos inconscientes manifiestos en los sueños de las lectoras. A Grete se le encomendó graficar dichas lecturas mediante el fotomontaje. Ese dato me ayudó a comprender todavía más el efecto que me provocó verla.
El documental de Michanie y Zubizarreta habla de Grete Stern de la misma manera en que se definen los retratos realizados por la fotógrafa: con transparencia. Importa la mirada, pero sobre todo el objeto que la cautiva. La suavidad de la voz en off, el piano grave y la guitarra arpegiada, que acompañan el montaje de imágenes entre las entrevistas, abren paso a la intensidad de las fotografías de Stern, que van desde el montaje simbólico de las pesadillas de mujeres de clase media, por encargo para una revista de moda, hasta el registro de la vida de los últimos indígenas.
Así como involuntariamente el documental me reencontró con la imagen más buscada de mis pesadillas, Michanie y Zubizarreta vuelven tras los pasos de Stern hacia el gran Chaco, llevando sus retratos para que los habitantes se reconozcan. Esta suerte de intervención me recordó al corto Ulysse de la también intensa e imborrable Agnès Varda, en el que ponía a un hombre adulto frente al curioso retrato de un instante de su infancia, que dice no recordar. Los aborígenes de Stern dudan al momento de reconocerse, e indagan en los rasgos. Tal vez por la forma de la nariz, o por la presencia del resto de la familia o cualquier otro detalle, pero lo que se examina es el rastro del tiempo en el cuerpo. Soy yo, pero ya no.
Puedo citar una serie de datos: que es una fotógrafa alemana que se enamoró de un colega argentino y que juntos escaparon de los nazis, primero hacia Inglaterra y luego hacia estas tierras; que viene de la Bauhaus; que fue alumna predilecta de Walter Peterhans; que decidió nacionalizarse argentina como su corazón; que cambió la fotografía publicitaria por una mirada libre y personal del mundo, y muchos otros que pueden sacar del documental o de cualquier sitio en internet que recoja información detallada sobre su vida. De hecho, recomiendo que lo hagan. No es lo que pretendo con este texto.
Sobre Grete Stern hablan sus fotos.
Grete Stern: la mirada oblicua (Argentina, 2016), de Matilde Michanie y Pablo Zubizarreta, 65’.
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