Ojo que este duele. Mucho. ¿Por qué? Varda hace lo que hizo siempre: mixturar foto y cine. O hacer fotografía con el cine. Vale decir, disponer el plano como si se tratara de una foto, planicie en la que el tiempo se detiene junto con el movimiento. Sólo que es imposible imponerle a la imagen cinematográfica la inmovilidad de la imagen fotográfica. Esa tensión entre figuras fijas que posan para una cámara -que por más fija que se mantenga a veces (porque Varda adora el travelling), no puede hacer otra cosa que garantizar el movimiento, tanto más ostensible cuanto más esfuerzo se destina a disimularlo- define los contornos lábiles de una experiencia sensible que desgarra y corresponde a la continua toma de conciencia del paso. Varda sabe lo intolerable de ello y cultiva el hábito de la voz off amable, que abraza y acaricia, así como el de cierto humor que aligera el peso de aquello a lo que estamos siendo sometidos. En los veinte minutos de Ulises, vuelve a una foto que tomó hace décadas. Vuelve al hombre desnudo frente al mar, al nene sentado sobre las piedras, y a la cabra muerta en la playa con los que compuso el encuadre. El primero, de nuevo desnudo, recuerda parcialmente; el segundo, ya grande, se niega a recordar, pese a que un dibujo de su infancia delata las huellas de la memoria retenida, y la tercera es menos recuerdo que reencarnación.

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