El 2021 fue inmejorable para el director japonés Ryûsuke Hamaguchi, y la cinefilia global aguardaba expectante la obra que le continuara a sus consagratorias La ruleta de la fortuna y la fantasía (Gran Premio del Jurado en la Berlinale) y Drive my car (Oscar a Mejor Película Internacional, Mejor Guión en Cannes). Luego de películas tan ambiciosas, se entiende que, quizás, haya algo de liberar cargas y exorcizar los fantasmas del éxito en su último movimiento. A partir de la invitación de Eiko Ishibashi, compositora de la música de Drive my car, para registrar imágenes que acompañen su concierto en vivo, el cineasta realizó dos films: Uno, llamado Gift, sin diálogos y diseñado para ilustrar la presentación de Ishibashi; y otro, con destino de salas, despojado de las ambiciones formales y narrativas precedentes. Un hiato semejante podemos encontrar en 2016, cuando realizó un cortometraje bellísimo, que apenas gozó de un mínimo recorrido por festivales, llamado El cielo todavía está lejos (2016), separando su extensísima y maravillosa Happy Hour (2015), galardonada en Locarno, de su embriagante Asako I & II (2018), con la que desembarcó en Cannes. O quizás nada de lo especulado se acerque a la realidad y sólo se trate de un cineasta que, librado de cualquier cálculo, solo está atento al latir de su caprichoso y fecundo flujo creativo. Como sea, lo cierto es que en la última edición del Festival de Venecia se presentó El mal no existe (2023), estrenado el 1ro de mayo pasado en salas comerciales españolas. Un film singular, en el que su habitual voluntad poética se imbrica sobre una historia llamativamente simple, cuya trama central, además, se corre de la indagación en los vínculos personales y sus intersticios a la que nos tiene acostumbrados, hacia otro tipo de vínculo: el que mantemos como especie con la naturaleza. Pero Hamaguchi no deja de ser quien es y, poco a poco, lo que luce plano y directo, adopta formas esquivas y aquello que asomaba como una alegoría de la naturaleza en clave ecologista pasa a espesarse, retornando a su retrato brumoso y enmarañado del alma humana, inexpugnable e impredecible, como lo es el bosque que alberga el núcleo de este film.
Un travelling en plano nadir da inicio a la película. Avanzamos mirando hacia un cielo atravesado por las ramas semidesnudas de una arboleda invernal. La duración del plano, de más de cuatro minutos, y la música disonante de Ishibashi, nos van invitando a una contemplación no exenta de cierta cautela. En esa exaltación de una naturaleza arbitraria, caótica, interminable, la admiración y la alarma coexisten. Súbitamente, imagen y música se interrumpen. Ahora, en altura y angulación normal, vemos el bosque, con ese silencio seco que impone la nieve. Por debajo del cuadro asoma Hana (Ryô Nishikawa), una niña de 9 años, que se incorpora, mira hacia arriba y continúa su marcha entre los árboles. En un gesto formal, por corte directo, la película nos advierte, torna sensible, dos formas de explorar la naturaleza que continuarán conviviendo en la película: una ensoñadora y lírica, la otra llana y aferrada a lo real. ¿Era la niña quien miraba el cielo al inicio? Esa duda no se salda y es el vértice de dos tonos que continuarán escindidos. Mientras tanto, Takumi (Hitoshi Omika), el padre de Hana, realiza sus tareas cotidianas. Es el changarín del pueblo, hábil con sus manos y conocedor como pocos de la región, su flora y su fauna. Un tipo de pocas palabras pero de gesto amable, del que poco más podemos decir, pues al igual que el bosque en el que está zambullida su casa, no hay atajos que nos aproximen a sus secretos. Sólo quizás que, en su silencio, parece exudar el dolor y la soledad por una esposa y madre ausente desde algún tiempo.
La forma en la que la película observa a Takumi y Hana recorriendo el bosque, los emparenta a los ciervos que habitan allí y que avistamos de tanto en tanto. Ocurre que el bosque es el corazón espacial de la película y sus habitantes de todas las especies adotpan las cualidades de ese enclave enigmático. Bello y amenzante, representa lo puro, como también lo indescifrable y salvaje. La primera media hora está dedicada a la armónica convivencia de Takumi, Hana y sus vecinos con ese espacio, verlos trabajar amorosamente esa tierra y recibir en compensación sus frutos, todo desde una puesta naturalista y contenida, solo ornada con algunas pinceladas, en un gesto estético de respeto por la vida sencilla ahí representada.
Pero ese bosque, con su bucólico pueblo, es un espacio demasido bonito y cercano a Tokio como para que la predación capitalista no asome sus colmillos. Y si un disparo de cazadores furtivos anticipaba en off que la paz de aquel entorno estaba siendo asediada, el folleto que sositene en sus manos el jefe comunal durante la cena lo confirma en plano detalle. Una empresa adquirió terrenos forestales para la construcción de un “Glamping”, una combinación entre los conceptos camping y glamour que sintetiza patéticamente la mercantilización de nuestro vínculo con la naturaleza, o dicho de otro modo, la alienante mediación del mercado y sus amenities citadinas en nuestro vínculo con el orden del que provenimos y formamos parte.
Fiel a su nombre kitsch, el proyecto se presenta en una reunión en la escuela local, en la que dos sujetos de una agencia contratada para tal fin, apenas pertrechados con la información básica, intentan obtener el visto bueno de la comunidad. Durante este pasaje, la distancia con la poética de Hamaguchi crece y desconcierta. Si bien se exhibe de forma precisa y deliciosa el pudoroso respeto con el que se transita una contienda en la cultura japonesa, la historia se cuenta sin recodos y el mensaje llega directo: Frente a dos bufones al servicio de inversores que se reservan la impunidad del anonimato, un pueblo que interroga, cuestiona y no cede. Entre las voces más escuchadas, la de Takumi. Las promesas de prosperidad económica de la empresa colisionan contra un pueblo que antepone la defensa de la tierra, contra evidentes peligros de contaminación de sus aguas, incendios de sus bosques y perturbación de su vida rural. Durante la extensa reunión con la comunidad y las subsiguientes escenas metropolitanas en las que los agentes informan el fracaso de la negociación, la palabra adquiere un protagonismo pleno, pero no de la forma intensa e íntima en la que emerge en sus otras películas, sino una perorata extensa y fatigosa, ceñida a datos precisos y dimensiones, en un gesto donde la propia película pareciera expresar en su forma, el desfasaje que produce la inoportuna intromisión del discurso urbano y rentista en la dinámica silente, calma y amorosa de un pueblo que, de pronto, se ve forzado a escuchar, decir y reclamar más de lo que suele y prefiere.
Que la tragedia se cierna en la región por la instalación de un camping de lujo puede sentirse como un recurso tan irónico como nimio. Asimilable, si reposamos en los elementos alegóricos del relato, pero no tanto si nos dejamos llevar por el devenir de las acciones de litigio, algo que reclama cierta correspondencia. El tono zigzagueante y escurridizo de la narración deja allí un espacio abierto en el que vascular resulta inevitable. No es singular que un relato enlace lo onírico o poético con lo real y tangible, pero sí la forma en la que ocurre aquí, directa y desconcertante, sin solapamientos, hibridación o sobreimpresiones. El montaje enfatiza este recorrido sincopado, sacudiéndonos entre secuencia y secuencia con esos cortes directos en que súbitamente interrumpen imagen y música. Una música que en sí misma expresa esa colisión tonal, ese universo de contrapuntos que va desplegando el relato. Pero esas melodías disonantes también nos recuerdan el equilibrio mentado por Takumi y sus vecinos pronto a fracturarse y nos ayuda a ver la verdadera dimensión de la trasnformación en curso, del cual el “glamping” es sólo su parte visible y risible.
El uso sujerente del punto de vista puede funcionar como puente para hurdir las partes, o confundir a todas ellas bajo el mismo interrogante. Si ese pueblo rural nunca termina de sernos familiar es porque cuando acompañamos al insondable Takumi, lo hacemos a una sigilosa distancia, al punto de no terminar de descifrar el vínculo con su hija, de quien asoma próximo o distante en partes iguales. A su vez, a mitad del trayecto, saltaremos a acompañar a Takahashi y Mayuzumi, los representantes de la empresa, en su viaje de retorno al pueblo para conquistar la colaboración de Takumi y con ello, el beneplácito popular. Allí, en la intimidad del habitáculo, confesarán sus herráticos recorridos personales, como también sus dudas y ambiciones respecto de su porvenir laboral y sentimental. De modo que, cuando nos reencontramos con Takumi, el perfil de estos torpes emisarios del mal adquiere un carácter más tridimensional y rico en matices. Así podremos preguntarnos si la fascinación de Takahashi cuando logra hachar un leño bajo los consejos de Takumi es en verdad el mea culpa por su mirada despreciativa de la vida rural o la puesta en marcha de una estretegia de venta aprendida en la agencia. O acompañar las formas de recomponer el vínculo con el lugareño que ensayan ambos agentes. Respetuosa distancia y silencio por parte de Mayuzumi, desvergonzada obsecuencia por parte del expansivo Takahashi.
Pero, volviendo al punto de vista, son otros los planos que quizás contituyan el núcleo argumental del film, no los que no provienen de la perspectiva de un personaje, sino aquellos que representan la mirada de la naturaleza: los ciervos (vivos y muertos), una planta de wasabi silvestre, o el bosque en sí. Si nos asimos de esa persepctiva extraña a la especie humana, tendremos otra puerta de acceso a un relato que nos mantiene perplejos. Hamaguchi nos alerta de que somos observados por la tierra, vulnerando con esa posición de cámara, la maldita impunidad que blandimos los humanos cuando nos creemos libres de supervición de semejantes. Una forma lúcida de despabilar la conciencia de la nececidad de realizar sacrificios y religar nuestro vínculo con el orden natural del cual provenimos. Este elemento se refuerza con la belleza simple de las imágenes que exhiben el respeto, la dedicación y el esfuerzo que expresan en el acopio de agua, la tala de leña o la recolección de alimentos, aquellos que entienden el respeto y cuidado por la naturaleza como algo constitutivo de su propia existencia.
Si la película mantiene su deriva elíptica, sostenida en recursos que se encuentran, si no en colisión, por lo menos en singular maridaje, el final debería estar llamado saldarla en tranquilizadora síntesis. Pero esto ocurre solo en parte, porque, volvemos a lo dicho, estamos ante un cineasta amante de las duplicidades, lo especular y contradictorio. Cierto es que la denuncia social y la fábula culminan convergiendo, que en la violencia impropia de animales y humanos habitan tanto el latrocinio económico denunciado como la mera y aterradora arbitrariedad de la existencia. Pero lo que sucede bajo la bruma de ese anochecer es tan desconcertante y fascinante que resulta imposible sintetizar las múltiples formas en las que este desenlace puede sacudir a la platea, que culminará la película inevitablemente estremecida.
El mal no existe resulta una película inclasificable y cautivante. Ambigua desde su título, nos habla de un mundo que de tan bello y simple, hace que la imposibilidad del mal devenga en experiencia sensible. Pero también de que, si finalmente el mal sobreviene, debemos hacernos acusar recibo, pues él no nos precede, sino que es el saldo ponsoñoso del cauce enfermizo y vacuo que está tomando el ser humano contemporáneo.
Aku wa sonzai shinai (Japón, 2023). Guion y dirección: Ryūsuke Hamaguchi. Fotografía: Yoshio Kitagawa. Edición: Ryûsuke Hamaguchi, Azusa Yamazaki. Elenco: Hitoshi Omika, Ryô Nishikawa, Ryûji Kosaka, Ayaka Shibutani, Hazuki Kikuchi, Hiroyuki Miura. Duración: 106 minutos.
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