Más allá del ímpetu de la competencia y del desafío a la propia destreza que implica todo deporte, el tenis supone una relación. Una relación amorosa, podríamos decir. O ello es lo que piensa la joven promesa Tashi Duncan (Zendaya) cuando explica a sus colegas y admiradores, Patrick Zweig (Josh O’Connor) y Art Donaldson (Mike Faist), la esencia del deporte que practican. «Durante 15 segundos estuvimos jugando al tenis y nos entendimos perfectamente -aclara en relación a Anna Mueller, su aguerrida rival- como si estuviéramos enamoradas, como si nadie más existiera». Esa idea del tenis como un baile de a dos, un intercambio de energía en el que subyace el embrujo del amor, asienta la dinámica de la puesta en escena de Luca Guadagnino en Desafiantes. Una cámara que recorre el espacio que separa a los jugadores de la red, que en sus ajustados planos detalle captura el agarre de la raqueta, la caricia a la pelota, la gota de sudor que se desliza por los cuerpos tensos y fibrosos. Una idea visual que une la concepción de ese deporte de autodisciplina y concentración con el alboroto de hormonas que supone el descubrimiento del deseo y la pasión.

Desafiantes se estructura como un largo partido de tenis, en cuyos intervalos vamos a recorrer la compleja relación que une a un trío de amantes a lo largo del tiempo. Quienes juegan son Art y Patrick, el primero un tenista de élite, ganador de varios Grand Slam, que viene de algunos fracasos y ha decidido participar en el circuito Challengers de New Rochelle para recuperar la confianza con un triunfo fácil; y el segundo es una promesa fallida, un deportista intermitente que avizora en esa posible coronación en el paraíso de ricos de Rochelle, una segunda oportunidad para su carrera malograda. En la tribuna, con la energía y la tensión de una debutante, observa Tashi -ahora Donaldson-, esposa y entrenadora de Art, y principal artífice del rápido ascenso de su marido en el ranking ATP. No sabemos qué pero algo más que el puntaje de un set se juega en cada movimiento, arrastrando en cada respiración de la imagen, una carga de energía que viene desde el pasado, desde muchos pasados.

Estamos en el año 2019 y la pelota se suspende en el aire para llevarnos a unas horas antes. Art masculla las consecuencias de sus últimas derrotas, mientras Tashi toma notas frente al televisor y ante el balbuceo de los periodistas especializados. Están casados y tienen una hija, una vida de millonarios y un futuro todavía prometedor. Patrick, en cambio, intenta alojarse en un hotel pero finalmente pasa la noche previa al partido enroscado en el asiento trasero de su auto. Apartado de su familia (a la que apenas se menciona pero que parece ofrecer solvencia económica a cambio de archivar los sueños deportivos), intenta demostrar que todavía sigue en carrera. Dos imágenes opuestas para los competidores.

La película viaja hacia un pasado más longevo: 2006. Allí comienza a explorar la dinámica de esa tríada que exuda una corriente centrípeta en cada encuentro, aquel primero cuando eran juniors en una fiesta de celebración del éxito de Tashi Duncan, la ansiosa espera en la habitación con cervezas y besos compartidos, luego las apuestas por el destino de la chica, la corriente de deseo sublimado que une a los varones. Guadagnino se divierte y nos contagia el placer efervescente de ser testigos de esa emoción irrepetible, conjugada con la adrenalina del deporte, despojada de toda carga de tragedia cuando todos son jóvenes y el futuro es pura promesa. Pero el amor tiene sus oscuros recovecos, ese túnel en el que no todos salen indemnes.

La idea del túnel y el tenis recuerda otra película en la que ese deporte podría pensarse como un acorde amoroso con sombras en su anunciación. En su adaptación de Extraños en un tren (1951), la primera novela de Patricia Highsmith, Alfred Hitchcock convierte al arquitecto Guy Haines, el «inocente», en un tenista. Cuando Bruno, su doble e intérprete de sus más oscuros deseos, lo sumerja en la culpa de un crimen que él no se atrevió a cometer, deberá prevalecer en un reñido partido de tenis, un match que deberá ganar para no ser incriminado. Hitchcock filma esos interminables minutos de agonía con una dedicación pérfida pero amorosa, una relación que, aún a la distancia, une a la víctima con su perseguidor. Ese aire de incertidumbre que expresa la danza sobre el polvo de ladrillo -¿ganará el inocente para desenmascarar al culpable?- recoge las estelas de oscuridad que habían sobrevolado en parque de diversiones donde se cometió el asesinato: el túnel del amor. ¿Cómo es el túnel del amor que imagina Guadagnino? Su película prescinde de tragedias e integra los reveses de ese sentimiento de a tres, que atraviesa el tiempo y los torneos, como un juego fascinante, el que nunca se puede abandonar.

Así es como la historia va y viene en el tiempo, en distintas temporadas en las que descubrimos qué fue pasando con cada uno de los protagonistas. ¿Por qué Tashi dejó el tenis y se convirtió en una entrenadora rigurosa y exigente? ¿Qué pasó en la relación entre ella y Patrick fruto de una apuesta? ¿Quiere Art continuar como un deportista de élite o es el precio que debe pagar para conservar la vida que tiene, la esposa que conquistó? El rompecabezas del relato es eufórico y al mismo tiempo desgarrador, debajo de las decisiones adultas y los compromisos oficiales hay una corriente de constante resistencia, un deseo que desborda hacia todos lados, incluso hacia aquellos que implican la traición. El espejo podría ser el clásico de François Truffaut, Jules y Jim, con sus pinceladas del amor decimonónico desplegadas a los vientos de la nouvelle vague, con una febril euforia en la carrera por el puente que conduce la subyacente tragedia del libro de Henri-Pierre Roché a una ardiente liberación. Para llegar a «Le Tourbillon», de Serge Rezvani, la canción que canta Jeanne Moreau. Para Truffaut el amor implica el sufrimiento, es inevitable. Hay algo de ese deseo de perpetuidad que se estrella contra lo efímero de la vida, lo cambiante del tiempo, lo inevitable de la muerte. De hecho, la muerte final es una forma de inmortalidad, un amor que sobrevive a todo rastro de decadencia.

Guadagnino ya nos había anticipado su interés por esta concepción de lo amoroso en sus películas anteriores. En Io sonno l’ amore (2009), Tilda Swinton está dispuesta a sacrificar su vida familiar por una pasión compartida con el amigo de su hijo, un chef que le permite un disfrute impensable no solo del sexo sino de la comida, de la naturaleza, de ese pulso vital ahogado bajo el ceremonial de su villa milanesa. En Llámame por tu nombre (2017), el amor también supone la exploración y la memoria, una experiencia lúdica y al mismo tiempo devastadora que marca una vida para siempre. Su estilo de puesta en escena encuentra una conexión perfecta con esos recorridos por esa experiencia agridulce, algo que consagra en la extraordinaria miniserie We Are Who We Are (2020), donde la lectura política y el derrotero de iniciación se unen con soltura y sin admoniciones.

Las elecciones musicales, desde «Suspicious Minds» hasta «Pecado» de Caetano Veloso, ofrecen en Desafiantes una lectura abierta del amor, que no teme al goce ni al sufrimiento, que los abraza con decisión, sin normativas ni sanciones. Es una película llena de posibilidades para el amor, en todas sus formas. Los personajes tienen miedo, ansiedad, son a veces egoístas, pero nunca crueles. Persiguen lo que quieren con honestidad, y sus cuerpos lo demuestran, fuera y dentro de la cancha. La notable presencia de Josh O’Connor da a su personaje un atractivo fascinante, embriagador, exasperante por momentos, pero lleno de energía y carisma. Él arrastra y envuelve al mundo que lo rodea, como lo hizo también en la reciente La chimera de Alice Rohrwacher. Si bien Guadagnino tiene como epicentro a una estrella como Zendaya, demasiado autoconsciente de su brillo, y también por momentos se enreda en algunas extravagancias formales -estira al límite los tiempos, descompone excesivamente la imagen-, consigue una de sus mejores películas.  Una película sensorial como pocas, que apuesta a una materialidad cada vez más difícil de hallar en un presente de virtualidad, que asoma con una fuerza tan arrolladora que casi podemos tocar las vibraciones de la piel, el sudor de los cuerpos que se acercan.

Desafiantes (Challengers, Estados Unidos/Italia, 2024). Dirección: Luca Guadagnino. Guion: Justin Kuritzkes. Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom. Montaje: Marco Costa. Elenco: Zendaya, Josh O’Connor, Mike Faist, A. J. Lister, Hailey Gates, Naheem Garcia, Jake Jensen, Christine Dye. Duración: 131 minutos.

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