Pongamos a prueba nuestra memoria y pensemos qué recordamos de Tango feroz (Piñeyro; 1993), a más de treinta años de su estreno. Con ligeras variantes, la mayoría recordará alguna escena –en particular la del baile de los protagonistas desnudos que ilustraba el poster y que remedaba sin demasiada sutileza alguna escena similar de The Doors (Oliver Stone, 1991)-, alguna canción –especialmente esa que fue omnipresente durante largos meses, “El amor es más fuerte”-, alguna frase suelta –“No todo se compra, no todo se vende” que fue utilizada en su campaña de promoción- y algunos hechos externos –la polémica por la negativa de varios músicos de la época para ceder sus temas; el millón y medio de entradas vendidas; el éxito de la banda de sonido-. Poco más o poco menos que eso. El valor de la película estará en función directa con el impacto emocional que produjo en cada espectador en aquel momento y en la persistencia de ese valor a lo largo de los años, como una cristalización.
El valor emotivo de la película, sin embargo, no es –no fue- una consecuencia directa de la profundidad con la que podía abordar el clima de los inicios del rock argentino. Por el contrario, su formulación tendía justamente al recuerdo fragmentado, a la postulación de una serie de sentencias arrojadas como verdades juveniles que venían del pasado y que terminaban reducidas a un eslogan por sus dificultades para entroncarlas en una trama que las sostuviera. Tango feroz, situada en 1993, está apenas un par de años antes de la renovación que supuso la irrupción de jóvenes cineastas en las Historias breves. Pero está más cerca del modelo declamatorio de las películas de la posdictadura –o incluso del modelo de las películas musicales de los 60 y 70- que de las intenciones de plantear una visión diferente sobre la juventud –como ya habían intentado desde cierta marginalidad Martín Rejtman o Raúl Perrone-. De hecho, unos años más tarde, el modelo instalado por la película, se repetiría con menor éxito –y estableciendo una relación de complicidad con algunos sectores del mundo adulto que aquí todavía eran “el enemigo”- tanto en Caballos salvajes (Marcelo Piñeyro, 1995) como en El dedo en la llaga (Alberto Lecchi, 1996). Si bien hay algo de verdad en el planteo que hace Marcelo Piñeyro en Leyenda feroz (Urfeig, Frigerio; 2024) respecto de que en las películas argentinas, los jóvenes eran interpretados por actores de 40 años, el reemplazo por jóvenes “auténticos” (en el sentido de la correspondencia entre la edad de actor y personaje) no implicó una mirada demasiado diferente sobre el universo juvenil.
En todo caso, la película ofrecía un cambio cosmético, que combinaba –y ahí quizás parte de lo que generó en el público- un lenguaje que traía elementos de la publicidad, de la estética del videoclip –que se encontraba en su punto álgido de desarrollo y promoción- y que aprovechaba el cruce entre actores de la nueva generación tanto de lo televisivo (Dopazo, Sbaraglia) como de lo teatral (Mirás) con actores consagrados que eran íconos de ese cine de la posdictadura (Alterio, Imanol Arias). El problema quizás había que buscarlo en que esa estética, esa combinación, chocaba con la concepción del beat argentino de los comienzos –a los que se alude en la figura de Tanguito, aunque no se tratara de una biografía oficial- y se parecía más a la del pop-rock de los ochenta y los noventa (Cain Cain, encargado de los temas principales de la banda de sonido se convirtió en éxito de ese momento). O como lo señala, de manera más virulenta en el documental Javier Martínez en que “esa gente no sabe lo que es el rock porque lo desprecia”.
La cuestión es qué es lo que tiene para ofrecer Leyenda feroz. Y en ese punto se entiende que no pueda despegarse del imán que la película original ejerce en un público, aunque el riesgo que corre es convertirse, a partir de la idea de reflejar la leyenda, en un documental oficial sobre Tango feroz. Y es que aquí lo que se narra es la historia de la gestación y la concreción de la película, matizada por dosis de anecdotario, pero desde adentro. Ese efecto hipnótico de la película hace que no se pueda –o no se quiera- tomar distancia para tratar de entenderla desde algún aspecto que no sea la recuperación de detalles de la filmación, que la colocan demasiado al borde de convertirse en una suerte de “making of” tardío. No es que no haya momentos en los que esa distancia parece una dirección posible, como cuando el boom provocado desde el estreno entra en tensión con una serie de críticas adversas a las que el director todavía parece sentir como heridas profundas. Pero el documental no se detiene demasiado en ellas –en especial la de Marcelo Figueras en Clarín o la de Augusto Torres en La Nación-, como tampoco parece dejar demasiado espacio para el recuerdo de Quintín y su crítica en El Amante. El riesgo de ingresar en una zona pantanosa de cuestionamientos se diluye en lo enunciativo de la crítica y en la contraposición que el documental efectúa con otros críticos que hacen una valoración positiva (Battle, Nuñez, Morelli, Gallego).
De esa manera, Leyenda feroz se sitúa en el lugar de la celebración del hecho del pasado. Lo curioso es que la película original era una postulación de la ahistoricidad habitual del cine argentino, en este caso, a partir de un trasvasamiento que se explicita en lo musical (contar la música de fines de los 60 con un sonido actualizado en los 90, anulando las marcas de lo temporal). El documental procede replicando el modelo. No sitúa a Tango feroz en el momento histórica en que se produjo –salvo esa mención en el final de que la película se estrena en los tiempos más exitosos de la dupla Menem-Cavallo, en el que su mensaje podía sonar hasta revulsivo-, ni en el momento en el que irrumpe en el paisaje del cine argentino, trazando alguna línea genealógica que lleve hasta ella. Tampoco puede postular una mirada que la observe treinta años después: por el contrario, actualiza el presente de 1993 para repetirlo, como si el tiempo no hubiera transcurrido (a pesar de lo que muestra no solamente la transformación de quienes participaron, sino y sobre todo, la comparación entre las escenas de la película original y los mismos escenarios en la actualidad) y nada se hubiera modificado.
Pero en verdad, son esas imágenes las que revelan lo que ya no está. Como la película original escondía en su intento de actualizar el presente de los 60 que aquello no existía más, el documental no puede –aunque lo intenta- disimular que practica la misma estrategia. El mundo en el que se parió Tango feroz tampoco existe más y el intento se reduce a una nostalgia que solo puede recuperarse en los comentarios de los asistentes a la función por los 30 años. La diferencia entre Leyenda feroz y otro documental que se apoya en el culto popular por otra película argentina –Carroceros, de los mismos directores, sobre Esperando la carroza) es que mientras éste entiende que el ejercicio de nostalgia y actualización es el que practica el público fanático y que al documental le corresponde observar ese efecto prolongado en el tiempo, en éste es el propio documental el que se sumerge voluntariamente en el pasado para regenerar el culto desde su mirada celebratoria e indulgente.
Leyenda feroz (Argentina; 2024). Dirección: Denise Urfeig, Mariano Frigerio. Guion: Mariano Frigerio. Fotografía: Aylén López. Edición: Karina Expósito. Elenco: Marcelo Piñeyro, Fernán Mirás, Cecilia Dopazo, Leonardo Sbaraglia, Imanol Arias. Duración: 75 minutos.
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