Chinese Zodiac 12es una película para chicos. Ahora bien, precisar a qué clase de chicos está dirigida es algo más problemático. En principio, funcionó para el chico que jugué a ser anoche, poco después de haber cumplido 40 años, mientras la miraba recordando que conocí a Jackie Chan tardía e indirectamente. Antes de ver sus películas, leí sobre ellas, y no he visto tantas como para hablar con autoridad de su carrera, a pesar de lo cual me motivó a escribir hace años uno de los pocos textos críticos -a propósito de El mito, de Stanley Tong- que me siguen gustando, quizá porque fue lo bastante juguetón como para no aburrirme al escribirlo, y lo bastante personal como para comprometer emocionalmente al lector sin abrumarlo con tediosos detalles íntimos. Pero el tiempo pasa y escribir sobre cine ya no me sirve como coartada para escribir sobre mí mismo. Entonces me pongo a ver esta película pensando en el abrumador imperialismo de las últimas películas chinas. Desde el regreso de Hong Kong al dominio continental, la mayor parte de su sistema de estrellas cinematográfico, mucho más carismático que el de los EE.UU. durante la segunda mitad de los 80 y la primera de los 90, se aglutinó alrededor de un pesado cine oficialista de gran presupuesto y en buena medida histórico, al modo de los kolossalsde fines de los 50 y principios de los 60 con que Hollywood disputaba el dominio de la televisión. Basta navegar un poco por la web para encontrarse con que Jackie Chan, último gran acróbata de la historia del cine, heredero del héroe de aventuras a la Douglas Fairbanks, del héroe cómico perplejo a la Buster Keaton, y del héroe cómico sentimental a la Charles Chaplin, es uno de los más alineados con el discurso del estado central chino.
Esta última película que dirige y protagoniza no sólo es hasta el momento la segunda más vista en la historia del país, sino que también ha sido foco de una disputa política feroz. Ante declaraciones de Jackie Chan a favor de una regulación más estricta del derecho a protesta, y uno imagina que las regulaciones del Comité Central no deben ser excesivamente liberales al respecto, el reconocido activista Wang Dao, detenido durante la masacre de Tian’anmen en 1989, llamó a boicotear la película, a causa de lo cual en Hong Kong recaudó mucho menos de lo esperado. Si a esto le agregamos las recientes declaraciones de Jackie Chan en las que afirmó que Estados Unidos es el país más corrupto del planeta, es imposible ver Chinese Zodiac 12 sin el más mínimo prejuicio. Alguien me dirá que un espectador argentino no tiene por qué saber estas cosas a la hora de verla, lo cual es bastante probable, a lo que yo añadiré que lo menciono, además de porque me interesa, porque la propia película exhibe desde el principio un discurso abiertamente político que le disputa primacía al del género. El título alude a doce reliquias chinas robadas por las potencias occidentales durante la Guerra del Opio que el personaje de Chan, un mercenario menos cultivado, más hábil y menos payasesco que Indiana Jones, se propone recuperar sin mejores motivos que el dinero que piensa pagarle Oliver Platt, quien se suma a la lista de actores occidentales encabezada por Christian Bale a los que se ve participar en las grandes producciones chinas cada vez con más asiduidad, y estuvo magnífico en las magníficas Los impostores y El cocodrilo, entre otras.
No cuesta adivinar la parábola dramática mediante la cual el personaje tomará conciencia política alrededor de las nociones clásicas de tradición, familia y propiedad. Puede resultar hasta cierto punto simpático que después de dos décadas de atomización nacional surja incluso en manifestaciones culturales masivas como esta una idea de estado-nación más o menos fuerte y que este resurgimiento de la identidad comunitaria no provenga de los tradicionales estados occidentales que detentaron el poder mundial durante los último siglos, sino de países colonizados por aquellos, así como también produce placer observar que los arquetipos heroicos de las ficciones cinematográficas europeas y estadounidenses hayan sido degradados al rol de estereotipados grotescos, pero esa inversión sin duda gozosa en tanto evidencia de cambio geopolítico, no altera la lógica de explotación general de las masas a manos de corporaciones transnacionales ni permite olvidar que producciones chinas como estas se afirman sobre la violación flagrante y sistemática de derechos humanos que las democracias contemporáneas consideras innegociables, en tanto y en cuanto no se vean obligadas a negociar dichos derechos en función del equilibrio financiero y otros condicionamientos, e introduzco la dimensión temporal tanto para señalar que China es una de las sociedades con códigos culturales más desiguales y anacrónicos de la actualidad, lo que vuelve complejo querer aplicarle livianamente estándares democráticos y occidentales, como para afirmar que el exhibicionismo obsceno de la tecnología en la película condena el control que el Estado chino efectúa sobre la información y que películas como esta prolongan en tanto aparato de propaganda. Por otra parte, el énfasis por mostrar infinidad de artilugios tecnológicos e informáticos recuerda los desfiles militares durante la Guerra Fría, en la que los estados ubicados a uno y otro lado de la cortina de hierro ostentaban su arsenal y poderío para amedrentar al enemigo tanto como para engordar simbólicamente la autoestima.
El vehículo de todas estas consideraciones es, como decíamos, una película de aventuras en las que unos cuantos grandotes juegan a ser chicos. Y más allá de que Jackie Chan está grande (dijo que esta es su última película de acción, lo que condice con la gran cantidad de artefactos que funcionan –muy efectivamente– como prótesis de la agilidad decreciente) y de que el discurso oscila entre lo didáctico y lo falsamente ingenuo, funciona en al menos dos sentidos. Uno es político, discurso cuyo análisis no agoté pero sugerí hasta recién, y el otro regresivo, por decirlo de alguna manera. Quiero decir que es fácil sentirse chico otra vez viendo esta película, pero tal vez sea fácil para alguien que, como yo, soy parte de una generación que todavía descubrió los poderes mágicos de la ficción a través de las novelas de aventuras del siglo XIX, las series de televisión, los juegos de roles en la calle y los últimos productos culturales de un mundo patriarcal, analógico y políticamente bipolar. Esta es una película en la que no sólo hay un tesoro, una isla desierta, algo parecido a una princesa, un grupo de aventureros que funcionan como sustituto de la barra infantil, villanos y hasta piratas, sino también un discurso oficial sobre el saber que parece la reducción al absurdo, por la vía de la denotación pueril, del espíritu de la Ilustración expuesto por esos largos monólogos en los que muchos de los personajes de las películas de Manoel de Oliveira, con Una película hablada a la cabeza enumeran el patrimonio cultural de Occidente con dosis parejas de amabilidad, nostalgia e ironía.
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