La ruptura de un eslabón deriva en muerte, hecho siniestro que recibe al espectador pintando el universo fílmico en el que este se adentrará: un cuento de hadas de tintes trágicos; dionisíaco en lo semántico, apolíneo en lo sintagmático.
La escena inicial corresponde al final de la historia. La tragedia muestra una inevitabilidad que a primera vista parece el acto de la divina casualidad, y tienta al espectador a encontrar una explicación en un flashback sosegado que describe las reglas que rigen ese universo. Pero al viajar en el tiempo del relato se revela que las reglas no responden al orden normativo moral, sino al de la reflexión ética, donde la vida se manifiesta en claves salvajes.
En medio de un bosque espeso se ubica el pequeño pueblito llamado “El escondido”. El nombre del pueblo dibuja el límite que se impone dentro de esa comunidad aislada, endogámica, donde la moral se ha herrumbrado en medio de la neblina del lugar, y donde sus moradores desparraman pasiones perversas hasta la locura. De esa forma dicho nombre actúa, a su vez, ironizando sobre la conciencia de sus habitantes, librados de tapujos que los lleven a esconder sus “bajos” deseos. El desenfreno de las pasiones profesa la animalidad que es puesta en escena constantemente, siendo remarcada por los sonidos del bosque: pájaros, abejas, el crujir de las hojas…; todos suenan ávidamente en primeros planos sonoros. Un bosque tupido los aísla, brindando un ambiente fatal ineludible que se construye en un plano agorero tras otro. Esa cerca delimitada por troncos hace del contexto algo inclemente, donde no hay espacio para los colores, estando estos condenados a las gamas terrosas y grises; donde el agua deja de ser cristalina y detiene su fluir, porque solo puede reflejar putrefacción. Esa sobriedad pesadillesca se engalana al morir la madre, representante del superyó, de la prohibición del incesto; autoridad devenida en leyenda. Luego de la muerte y la violación llega la electricidad, y con ella el color. A menor resistencia a la perversión, más color, más vitalidad en la pantalla. Como en el aria de La traviata, la vida se duplica en el placer.
La delicadeza en la composición del cuadro y el encuadre hacen que cada imagen contraponga su belleza al “horror” retratado, y las comillas se deben a que el mismo está retratado, además, con naturalidad. La cámara no se muestra renuente ante lo que captura, sino que se mantiene impávida, sin emitir juicios de valor condenatorios, porque en esa comunidad cerrada la moral se ha modificado o, si se quiere, se ha anulado la moral antigua reemplazándola por una nueva. De esta forma, las depravaciones son absueltas por la belleza de las formas que las enmarcan. Lo apolíneo en la forma agracia indulgentemente a lo dionisíaco del tema a mostrar. Gracias a ese manejo de los recursos narrativos ontológicamente trágicos, adaptados simbióticamente a los medios cinematográficos, la obra se recibe con satisfacción, a partir del momento en que la realidad decorosa se suspende y permite el ensimismamiento de perderse en la pantalla con libertad.
Esto es posible porque la película trabaja como una narración arquetípica del inconsciente y sus pulsiones dado que no se define el tiempo y el espacio, siendo esta indefinición la forma fílmica del “érase una vez”. Refugiada de la temporalidad, se interna en el bosque, locación por excelencia del cuento de hadas, donde habitan las bestias salvajes, donde el terreno se vuelve peligroso. El cuento de hadas proyecta el contenido del inconsciente colectivo, ese sedimento universal que escapa a la razón, y la fantasía es la encargada de satisfacer los deseos reivindicando la realidad. Ahí radica la importancia de este cuento de hadas que es El eslabón podrido: dentro de esa atmósfera brumosa, las situaciones maravillosas se escapan de la búsqueda racional, abandonándose a situaciones extrañas, donde una madre es, a la vez, bruja y oráculo, dando como resultado un misticismo aplicado a la casualidad erigida como entidad divina, que tiene al misterio como compañero fiel.
El happy ending del género literario también se ha trastocado. La algarabía no forma parte del conjunto. La escena del cumpleaños del protagonista es la que amaga con brindar la placidez de la alegría, no obstante, no existe la posibilidad del clima festivo. El ataque de la madre ahoga el festejo con la fatalidad, y el regalo de cumpleaños presupone el fin: guantes de un rojo premonitorio que contrasta con los tonos apagados, estáticos, de la tierra y el polvo. Pero la muerte no llega como castigo divino a las perversiones desatadas, sino como la última satisfacción de la pulsión de destrucción; liberación definitiva, redención catártica, verdadero final feliz.
Aquí puede leerse un texto de Darío Cosenza sobre la misma película, y la primera parte de la entrevista de Nuria Silva y Juan Pablo Susel con el director, Valentín Javier Diment.
El eslabón podrido (Argentina; 2015), de Valentín Javier Diment, c/Marilú Marini, Luis Ziembrowski, Paula Brasca, Luis Aranosky, Lola Berthet, 71’.
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