«Me produjo una impresión mediocre: tenía el aspecto de un granjero inglés, atuendo negro, bastante tosco, gruesos zapatos y expresión dura y fría»
Eugene Delacroix, Diario, 25 de marzo de 1855
Imaginen un hermoso palo borracho gordo con dos ramas colgando a los costados como brazos y tendrán ante sí al pintor de Mr. Turner. En sus mejores películas Mike Leigh se valió de fisonomías y técnicas actorales grotescas para construir a sus personajes, muy a menudo obreros, desclasados, inestables. Lo mejor de que vuelva a hacer lo mismo, aunque algo más atenuado por los años, es que esta vez el personaje sea histórico, célebre, y que se trate de una película biográfica de época, esas generalmente tan envaradas, tan de museo. Encima la dan en el Bellas Artes y eso podría alimentar la confusión, pero ni la película ni la programación inicial de la sala -que ya anunció ciclos de policiales franceses y melodramas mexicanos- adolecen del academicismo de Leviathan, una que está en la cartelera comercial, o el abiertamente declarado de La princesa de Francia (Matías Piñeiro) filmada en parte allí, ganadora del Bafici, favorecida por el círculo áulico festivalero, que ya da para todo. Pero esta película biográfica de época es desproporcionada y arisca como un palo borracho con la corteza cubierta de espinas. Si la identidad del Señor Turner del título era ligeramente equívoca no hay lugar a dudas sobre cuál es el personaje que funciona como eje político: aquel al que Leigh le da el último plano, aquel ante cuyo destino la búsqueda de lo sublime metafísico empequeñece tanto que corre el riesgo de volverse tan insignificante como imperceptible era el tamaño del increíble hombre menguante. No por nada ese personaje es mujer (el de Benjamin Haydon es otro sujeto económico fundamental de la película). El busto de Marx sonríe desde su tumba visitada por la pareja de High Hopes. El Turner de Leigh es un punk en la Academia, me silva al oído una payasa, mientras Spall se luce interviniendo de rojo su tela y la cámara parece boyar sin rumbo por los rimbombantes salones donde el establishment pictórico británico, del que Turner formaba parte a su manera, asignaba espacios y repartía premios y castigos con la ridícula petulancia habitual de las instituciones culturales. Leigh no eligió filmar la vida de un artista infantil, caprichoso, maldito. Su Turner no es una víctima, sino un hacedor de su destino, un bulldog gruñón, trabajador y acaso maloliente, pero lúcido, que donó sus obras al Estado en vez de continuar incrementando la fortuna personal.
El protagonista de Mr. Turner es un hijo. No importa que sea un pintor famoso. Mike Leigh, el director de Secretos y mentiras, filma su vida a partir de 1829 (a lo sumo, tres o cuatro años antes), fecha clave de su biografía porque ese año escribe la primera versión de su testamento, y aunque todo indica que el título se refiere al pintor hay un detalle que desmiente esa hipótesis: la primera vez que se lo menciona va dirigido al padre del pintor. Mr. Turner es una historia de amor entre padre e hijo. En Secretos y mentiras hay un personaje que aparece una sola vez, luego de haber estado varios años en Australia sin que nadie supiera nada de él. Ya no está casado y su madre ha muerto. Parece un vagabundo deprimido. Discute con Timothy Spall, que casi veinte años después sera el hijo del señor Turner, pero se marcha un poco más tranquilos sin llevarse nada más que un rato de atención. El protagonista lo mira alejarse mientras expresa en voz alta, pero para sí mismo, su deseo de no acabar sus días convertido en esa sombra de un hombre que acaba de pasar por su vida como un fantasma. Dicen que cuando a Mike Leigh se le murió el viejo rumbeó para Australia primero y el sudeste asiático después, de donde volvió cuando pudo. Dicen que cuando el señor Turner murió, el pintor se pescó una depresión sólo menos fuerte que la neumonía que lo dejaría sin aliento veintidós años más tarde.
Timothy Spall se pone a cantar El lamento de Dido, de Henry Purcell y no se la acuerda. Desafina con ganas y tristeza acompañado por una mujer en el piano que se parece mucho a Katrin Cartlidge, una de las protagonistas de Simplemente amigas. No siente la vergüenza ni el dolor de equivocarse, de otro modo no habría podido llegar a ser Turner. Se deja llevar por el sentimiento, que va más allá de la correcta ejecución, y en el cine de Mike Leigh es siempre un sentimiento exacerbado, de modo que en sus películas se reúnen inesperadamente el grotesco y lo sublime. Esa reunión sucede en las equivocaciones, el dolor, la ignorancia y el miedo, ante los cuales el director y los actores avanzan con el cuerpo como vanguardia. Escuchamos a la garganta con arena de Spall arrastrarse como si un viejo nuestro porfiadamente tarareara un tango en falso. Más lo quiere ocultar y más se emociona uno. ‘Acordate de mí’, dice su Turner, ‘que yo olvidé mi destino’, la casita de los viejos, Itaca, el barrio, su naranjo en flor privado, Buenos Aires querido.
Al margen de los condicionamientos del mercado cinematográfico, cada vez con más películas a exhibir en un número reducido de salas, Mr. Turner tiene otras dos características que comprometen su difusión. Para el público culto, en el sentido más superficial del término, es una película de mal gusto cuyo valor se circunscribe a las virtudes fotográficas. En el mejor de los casos la suponen una valiosa reproducción con movimiento de los cuadros del pintor cuando está más cerca de los holandeses o un romántico como Friedrich (Mr. Turner es una película popular que administra lugares comunes de modo tal que los vuelve poéticos sin que dejen de ser didácticos y accesibles, además de molestos), porque uno de los principios que guiaron a Mike Leigh es el de privilegiar a Turner mirando antes que la mirada de Turner. La evidencia más explícita de esto es la ausencia de contra plano cuando Turner se hace atar al mástil de un barco durante una tormenta. Leigh no nos muestra lo que Turner vio porque para ello están sus cuadros más abstractos y arrebatadores. El mal gusto en cuestión es la célebre presencia grosera del cuerpo en el cine de Mike Leigh que quiebra toda idea estéril de armonía etérea. Es, también, el costado más político de la película. Para la pendejada cinéfila, que sólo consume aquello que tenga algo que ver con las coordenadas del cine industrial estadounidense y su naturaleza inconfundible, esto huele a rancio. Por si fuera poco ¡la dan en un museo, usan trajes del siglo XIX y son europeos! Dicen que la dueña de los derechos de distribución de la película en Argentina declinó estrenarla porque era muy británica, lo que coincide con la uniformidad buscada por el mercado global, que cuenta con los pibes como sus mejores clientes, además de ser una soberana boludez, muy hija de puta, eso sí. La posición de los pibes es más comprensible que la de los primeros porque tienen tiempo para cambiar, siempre y cuando empiecen a ver otras cosas que las diseñadas para ellos por computadora. Como el cine de Leigh, que en los 80 fue punk y marxista, no dejó en paz al gobierno de Thatcher y les dio un lugar en la representación a quienes no lo tenían socialmente en películas bestiales como Naked y La vida es formidable, entre otras, y sigue dando pelea en el seno de un formato proclive al academicismo. Esa es su audacia y una de las razones del tamaño de su triunfo. El Mr. Turner de la película es miembro de la Academia desde siempre como el real, que llegó a ella siendo el hijo de un peluquero, y la usa como órgano de difusión de su obra, pero no se conforma a ella. Sigue siendo un bufón para el establishment, tanto más molesto cuanto insuperable, que pinta con gargajos y haciéndolo les escupe el asado recocido a los colegas. Más y mejor aún, no es un héroe ni un antihéroe, no es un apocalíptico ni un integrado puros. Se debate consigo mismo porque tiene unos conocimientos que lo acercan a la alta sociedad y una voluntad y unos apetitos no domesticados de los que no reniega, pero a los que tampoco puede ceñirse exclusivamente. Por eso también es victimario, y Leigh encarna en su persona los más brutos defectos de clase, época y género sin corrección alguna. Timothy Spall gruñe, como Clint Eastwood cuanto más viejo se hace, y ese gruñido no es manifestación cultural rudimentaria sino signo mayor de elocuencia estética del actor y psicológica del personaje. Son como los versos interrumpidos de los poetas que prefieren mostrar el muñón, las ramas hachadas del poema, según Leónidas Lamborghini.
El Mr. Turner de Mike Leigh también encarna al Imperio Británico a punto de alcanzar su máximo apogeo, revolución industrial mediante, y eso no es poca cosa ni siquiera para las anchas espaldas de Timothy Spall que, de entre todos los animales con el que su personaje podía identificarse Mike Leigh escoge el chancho, como bien lo indica la compra de una cabeza que será rasurada de igual modo que el pintor poco más tarde. Turner es un cerdo burgués hecho y derecho que refleja lo mejor y lo peor de su clase en contraste con la aristocracia. Unas cuantas escenas privadas echan luz sobre la sociedad y la política británica de entonces. El padre va a comprar pinturas para su hijo a un comerciante italiano -Leigh es el más italiano de los directores ingleses- y hablan del azul ultramarino de Afganistan, por entonces colonia británica y desde hace décadas campo de batalla geopolítico. Más tarde se sienta a conversar con el dueño de la casa en la que alquila una habitación y hablan del pasado naval de aquel. «¿En un ballenero?», pregunta Turner. «Transportaba esclavos», responde el viejo de ojos muertos con la mitad de la cara enrojecida por el resplandor de las llamas del hogar, culpa lumínicamente transferida a Turner y a sus relaciones con la servidumbre de su casa, esa mujer que tanto está para un lavado (de la ropa) como para un fregado, objeto como todas las mujeres con las que Turner -y una generación de hombres en una determinada clase social- trata, a excepción de la última. Los súbditos de una nación de amos con esclavos en todo el mundo no pueden sustraerse a esa lógica, incluso -o más bien especialmente- si se llaman Turner, porque Turner es un arquetípico personaje entre mundos, el advenedizo precoz que ascendió socialmente a golpe de trabajo y genio pero nunca se integró del todo a nada. Es que las contradicciones de un imperio y de una clase social lo habitan, lo constituyen, lo atraviesan y lo enajenan de tal modo que no puede sino generar rechazo. La locomotora, en sus manos, es un monstruo glorioso y amarillo. No es una máquina, sino la velocidad enloquecida (Mike Leigh filma la vida de Turner con otros parámetros pictóricos que los del personaje; curiosamente, la voluntad abstracta de George Miller se acerca a la de Turner en su Mad Max ocre y arrebatador) de una época de expansión económica y tecnológica sin precedentes, cono señala el episodio fotográfico cercano al final en el que Timothy Spall, fotógrafo en Secretos y mentiras, ahora se deja retratar y abraza el nuevo invento en un gesto que tanto marca la audacia vanguardista del personaje como saluda al cine, herramienta de trabajo de Leigh. Aquí el amarillo, color decisivo en la pintura de Turner, es tanto la muerte del Padre, que manipula el pigmento antes del último ataque de neumonía, como el desprecio Real expresado en palabras de una presumida Victoria adolescente que ante un cuadro de Turner lo descalifica llamándolo “sucia desgracia amarilla”. El título de la película, por otra parte, no hace más que evidenciar el de Lord no concedido a Turner, la falta del mayor reconocimiento posible en el Reino Unido para un ciudadano cuyos logros excedieron al de la mayoría de los que han obtenido el nombramiento.
Aquí pueden leer un texto de Juan Rearte sobre la película.
Mr. Turner (Reino Unido / Francia / Alemania, 2014), de Mike Leigh, c/ Timothy Spall, Paul Jesson, Dorothy Atkinson, Mario Bailey, 150’.
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