El fierro caliente del cine norteamericano son sus muertos. Su sistema de representaciones se ocupa, a partir de la posguerra, de velarlos -en el sentido de ocultarlos-. Porque queman. Un cine que se empieza a poblar de ex combatientes que regalan al mundo planos que expresan conflicto, culpa, trastorno emocional. Ese sistema del primer plano que refleja la psicología del personaje nos lleva de las narices a la identificación con ellos, con su padecimiento, velando –siempre desde aquella acepción- a sus víctimas, resignándolas a una tímida alusión: lo central es ese pobre muchacho que sufre. Un chiste que hasta hoy insiste en muchas pantallas de la gran democracia del mundo, la que no cesa de acumular muertos en sus roperos (lease embajadas).
Así, durante la crisis de ese sistema en los años sesenta, surgen cámaras que se preguntan cómo seguir promoviendo el Sueño Americano. Hollywood se resignifica, y de ahí en más aparecen obras que proponen ciertas disrupciones -aunque en general dentro de sus tradiciones de montajes y formas actorales orgánicas, disrupciones al fin– que aprovechan sutilmente y recapturados para una tendencia a la narración sostenida, aspectos que se inauguraron durante el cine italiano de posguerra.
Una de ellas es de 1972, película de gran éxito en aquellas latitudes, que aborda la caída de un sistema y el reemplazo por otro con muertos que ya no podrá ocultar; su emergencia es inevitable. Una época se va y da paso a otra mucho más abyecta, bestial pero promovida como único mundo posible. La nueva bajada es: seguimos sosteniendo el Sueño, pero ya sobre inevitables cadáveres. Una tradición que da paso a una crisis que todavía la sostiene.
La película en cuestión es Deliverance de John Boorman, material que autoriza explícitamente la emergencia de cadáveres “necesarios”. Cuatro empresarios amigos se adentran en los Estados Unidos profundos con la idea de recorrer en canoa las aguas de un río de Georgia, antes de que construyan una represa que impediría la travesía en el futuro inmediato. El material, desde el punto de vista del cuarteto, activa una bestial institución del otro con respecto a los habitantes del lugar: se les presentan extraños o apáticos, cuando no hostiles. Las actitudes de los cuatro, con sus variantes según el personaje, oscilan entre la burla por lo bajo, la zorna y hasta la mirada sobradora desde esa burguesía dominante del mundo. Si bien Boorman –basándose en la novela de James Dickey- se las hace pagar, dado que durante ese viaje uno termina muerto, otro violado, otro con la costilla rota y el restante enajenado, el punto de vista del grupo se mantiene y con él la promoción de la empatía hacia ellos de su ideología sostenida a través de sus acciones.
Lo sustancial es cómo la película justifica a sus muertos. El personaje que tiene a su cargo la encarnadura de la tradición más clásica del país –heroico, aventurero, salvador de situaciones de peligro– mata de un flechazo al violador de su amigo impidiendo que la cosa llegue a mayores, o sea que termine también violado el otro que lo acompañaba. Interesante la disposición de roles en tal sentido: el héroe en el final de su carrera es encarnado por Burt Reynolds, emblema de aquel mode de héroe tradicional. Un actor cuyo emplazamiento actoral se apoya en el carisma y en la forma de plantarse, no en un despliegue de estrategias actorales de las que carece. Sin embargo, el director consigue lo que quizá sea el mejor Reynolds posible. Quien lo hereda –o sea, el que tiene a su cargo la reformulación de la tradición– es John Voight, mediante un personaje que se lo puede pensar como desprendimiento de aquel que encarnó tres años antes en Cowboy de medianoche de John Schlesinger, en el sentido de que se juega sobre todo a través de lo que ve y absorbe. Es quien trae a la nueva época el haber visto el horror en su dimensión inefable (el horror es eso); es aquel al que, maniatado, obligan a presenciar la violación de su amigo totalmente despojado de ropas y humillado. Y será el próximo violado, si aquellos restos de héroe de su amigo no lo evitan. El plano de Voight presenciando lo peor que presenció en su vida es el alimento de la conformación de su subjetividad de allí en más: es el personaje que recibe el legado, verdadero protagonista de la película.
Qué hacer con el muerto es la gran pregunta del grupo, pues las consecuencias legales en dicha comunidad les podrían jugar en contra. Luego de un corto debate al lado del cadáver, deciden enterrarlo hasta hacerlo desaparecer definitivamente. Pero quien lo impide es Boorman, quien desde el momento inmediatamente posterior al asesinato y durante una extensa secuencia en la que los cuatro protagonistas mudan de sitio al cuerpo, al mismo tiempo lo exhibe permanentemente en cuadro. El espectador entonces, es llamado a regodear su mirada a través del desfile del trofeo de la muerte necesaria. De la incorporación de los muertos a su justificación. El personaje de Voight regresa finalmente a su núcleo familiar, preservando los pedazos de aquella versión patética de los primeros tiempos del Sueño, atravesado por un estado de pesadilla que se le instala definitivamente.
El mismo año, apenas antes del estreno de Deliverance, irrumpe otro material que se constituirá en el epicentro del cine como espectáculo, que de ahí en más atravesará las épocas del cine universal para no abandonar un trono indiscutido tanto en sectores de la crítica como en el imaginario social: El Padrino de Francis Ford Coppola. Película donde se trata el mismo tema: Estados Unidos como centro, el pase de mando y la incorporación de los muertos.
La primera frase de la película ya instala la bandera del marco indiscutido: “Tengo fé en Estados Unidos: aquí he hecho mi fortuna… “. Este comienzo de lo que se constituirá en un monólogo de lanzamiento de las casi tres horas de material, se encuentra a cargo de un interlocutor ocasional del pater familias Don Corleone, quien condensa los últimos cartuchos de la vieja tradición. Lo cierto es que casi todo el monólogo aplica por proyección al mismo Corleone, el (por el momento) Padrino, título simbólico de la concentración máxima de poder en una persona. El destinado a tomar esa carga es Michael, su hijo menor. Mafia italoamericana a cargo del negocio del control de los sindicatos y el juego: “Lo más productivo”, desliza uno de los más lúcidos personajes de la trama. Un clan que comparte liderazgo con los jefes de otras familias, pero que al final termina reinando supremamente como poder único. Desde una primera aproximación, el grupo mafioso es un poder paralelo al aparato de Estado. Pero en realidad lo metaforiza.
Es fundamental, para entrar en el mundo de El Padrino, comprender cuándo arranca la historia: inmediata posguerra. En ese marco aparece quien no aportaba hace rato, quien se alistó en el ejército, marchó al frente y volvió con honores. El aparente díscolo de la familia, quien no quería saber nada con los negocios familiares, con la mafia, y se alista sobre la falsa creencia de que familia y Estado son asuntos separados. Un ex combatiente con honores es, sí o sí, una máquina de matar: de quienes mejor efectúan la tarea. Por supuesto que su apariencia y conducta civilizada indican lo contrario. Faltaba solo un empujoncito para que esa violencia agazapada se dispare nuevamente. Para ello, una excusa narrativa de carácter estrictamente familiar: le balean al padre. El criminal que “antes mataba de lejos”, al decir del hermano mayor, se reorganiza en función de una ¿nueva? dimensión. Relativizo el “nueva” porque, si no quería saber nada con los negocios mafiosos, ¿qué hace al comienzo en la fiesta de casamiento de su hermana? Se puede esgrimir que separa a su familia como grupo afectivo de pertenencia, de sus negocios. Pero lo cierto es que naturaliza un entorno oscuro que conoce a la perfección, conviviendo con la oscuridad, en armonía. O sea, no pertenece pero sí. Con dicha plataforma de despegue, en un perfecto y aceitado camino del héroe, se reinventa en condiciones ahora de matar de cerca, muy de cerca, y de frente, bien de frente, mirando a los ojos a sus primeras víctimas: el narco Sollozzo –autor intelectual del atentado contra Vito, su padre- y su guardaespaldas, el comisario McCluskey. De ahí, un obligado exilio en donde intenta armar otra vida, enamoramiento y casamiento mediante, en una Sicilia que en nada recuerda a las ruinas de la Italia neorrealista, y que se constituye en un paréntesis en su vida, un vientre de la ballena en términos míticos. Todo ese cuento dentro del cuento en Sicilia es donde resuena el inmortalizado Tema de amor de El Padrino. El amor, como en ningún otro momento de la historia, está en ese cuento. El único desnudo de la película sucede durante la noche de bodas y está a cargo de Apollonia, su flamante esposa. Esta ofrece su cuerpo a Michael, quien al hallarse de espaldas desde una semisubjetiva, comparte a Apollonia con el público: ella se nos ofrece. El paréntesis italiano culmina con la noticia del asesinato del hermano mayor, heredero directo de Don Corleone. Este último, devastado por la noticia, delega en Michael la responsabilidad absoluta de los negocios familiares. El héroe (léase criminal) de guerra, el enajenado que oculta su enajenación tras las buenas formas, asume la responsabilidad. La bomba de tiempo que es Michael se activa hasta liquidar a todos los jefes de las familias –tarea sugerida por su propio padre antes de morir, en una de las escenas más sublimes de El Padrino en la que padre e hijo, frente a frente, blanquean todo lo que les quedaba por decirse-. Pero aun le quedaba un cabo suelto, un crimen que quizá no hubiese sido posible con el padre vivo: el de su cuñado, cuando Michael se entera de que fue éste quien vendió a su hermano para que lo asesinen.
Para el sistema de identificaciones con los personajes que maneja Coppola, los motivos de los crímenes de Michael pretenden instalar la idea de necesidad, de único camino posible. Como en Deliverance, como en la reformulación de la tradición hollywoodense. Como, en definitiva, en Estados Unidos.
A diferencia de Boorman, Coppola ofrece una sutil mostración de los asesinatos, algunos como un hecho artístico en sí mismo. Si bien los de Sollozzo y McCluskey son en cuadro y de frente (el balazo del último incluso va a su garganta en el momento en que cena), sus tiempos en el plano son bien breves. El del primer muerto en la película es el joven Paulie, a quien se lo exhibe brevemente a través del vidrio del auto donde yace su cuerpo. Así como la estructura de los asesinatos de los jefes de las otras bandas ofrece mucho más un espectáculo operístico que una dimensión del horror.
Entonces… ¿El horror dónde está? Llegamos al punto que dimensiona a El Padrino como una gran obra, a través de un elemento que a la vez que pertenece a su narrativa orgánica se sustrae de ella, y que Coppola presenta todo el tiempo en los cuerpos de Marlon Brando (Vito) y Al Pacino (Michael), sobre todo en éste último. Se trata de lo que está instalado en esos cuerpos, pero no en el aquí y ahora de las situaciones. Lo inenarrable, lo no capturable. Las mejores formas actorales son aquellas que trabajan una escisión en la subjetividad del personaje: este se encuentra en la situación y a la vez en otro lado, otro lado susceptible de ser llenado con lecturas e interpretaciones válidas, por supuesto. Pero además hay un resto inefable, un agujero. Vito Corleone tiene una pata en la ausencia en la mayoría de sus escenas. Como en aquella en que recibe a quienes vienen a pedirle favores, como cuando mira por la ventana de su oficina o cuando queda solo con su hijo Fredo al pie de su cama mientras su primer plano se funde con un plano general de su tierra natal, donde Michael vivirá por un tiempo. Se podría argumentar que piensa en sus orígenes, en su Paraíso perdido, etc. Intentos de llenado tan válidos como insuficientes. Dicha hiancia se dimensiona como lo más rico del legado, porque el recurso se expresa de forma mucho más marcada en Michael, que cuando come la lasagna mientras su prometida Kay Adams le habla, está ausente. Lo mismo cuando la visita en su habitación de hotel donde lo espera; lo mismo cuando escucha a sus hermanos planificar qué hacer con Sollozzo. Se cuela una ausencia que se presenta como rasgo evidente de un personaje ensimismado, personaje del secreto, no solitario sino solo. Por supuesto que el personaje vio durante la guerra al horror de frente, como el empresario de Deliverance atado a un árbol, y que incluso dicha soledad en Michael antecede a ese tiempo. Pero… ¿Qué es ese agujero? No hay respuesta definitiva. Y si pensamos en la guerra, aquellos personajes del neorrealismo italiano ya portaban ese sello. Si bien Coppola no tiene ni un gramo de neorrealista, algo de esa tradición se imprime a través de ese recurso que, si lo pensamos, lo portan varios de sus personajes: el espía de La conversación, el motociclista de Rumble Fish y el Kurtz de Apocalypse Now, por lo menos.
Finalmente, para que la nueva versión del Sueño sobre cadáveres sea aceptada por el espectador, Coppola ubica en ese rol a un personaje que, como el público, espera religiosamente que Michael se redima. Se trata de Kay, la esposa de quien se termina constituyendo en el nuevo Don. Al comienzo de la trama el entonces novio la anoticia sobre qué es su familia. Ella, pudiendo irse, decide quedarse. Nuevamente: que la retenga su amor por él es insuficiente. Él, durante toda la historia, la ningunea como a nadie. Pero a su regreso de Italia la busca y ella, aun sabiendo que él ya integra el clan familiar, vuelve con él. Y lo peor: cuando en la escena final de la película cae en la cuenta de que él mandó matar a su cuñado, tampoco se va. Con conflicto y todo, sostiene el vínculo. O sea, a los cadáveres.
La apariencia cándida de Kay en dialéctica con su aceptación de los cadáveres, la ubica en la dimensión de lo siniestro. La estrategia de Coppola para que ella y los espectadores (es lo mismo) sostengan el sistema, se apoya en que todos los asesinados de la película son mafiosos, narcos, traidores. La justificación que contribuye a la identificación cierra con esa excusa, y se apoya en la esperanza frustrada de que el protagonista vuelva sobre sus pasos.
El Padrino (The Godfather; Estados Unidos, 1972). Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola y Mario Puzo (basado en la novela homónima del escritor). Fotografía: Gordon Willis. Música: Nino Rota. Reparto: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire, Richard S. Castellano, Sterling Hayden, Gianni Russo, Rudy Bond, John Marley, Richard Conte, entre otros. Duración: 175 minutos.
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