Dos larguísimas secuencias enmarcan la primera temporada de El Reino. En el inicio, el acto en el que se presenta la fórmula presidencial compuesta por Armando Badajoz (Daniel Kuzniecka) y el pastor Emilio Vázquez Pena (Diego Peretti) y que termina abruptamente con el asesinato del primero. En el final, otro nuevo acto, en el que el pastor Vázquez Pena acepta la candidatura a presidente de la Nación. Las diferencias entre las dos escenas son abismales. La primera se desarrolla en un estadio repleto de público; la segunda se produce en un recinto privado, en el que el pastor y su gente –incluido un candidato a vicepresidente que no tiene voz- están en un salón y los invitados están en otro. Esos invitados, a su vez, son la crema del poder económico del país, que celebran con un entusiasmo desmedido el discurso evangélico y evangelizador que Vázquez Pena va deslizando desde su atril. La transformación que establecen esas escenas son las que llevan de la política como fenómeno de masas a la política como fenómeno religioso. Los simpatizantes devienen feligreses, obligados a sí mismos a creer en la potencia de un discurso evocador de fuerzas superiores que escapan a cualquier trazado de la realidad.
En medio de esas secuencias que se plantean a sí mismas como una suerte de tour de force de la serie –una pretensión bastante desmesurada, por cierto-, El Reino se desarrolla evitando la referencialidad política llevada al extremo. La producción Netflix evidentemente impone reglas en las cuales los rasgos de localismo son reducidos al mínimo, con la pretensión de generar una universalización del conflicto. Se trata, en fin, de un producto que hay que colocar en diferentes mercados en los que se mueve la plataforma. Y “colocarlos” implica también posicionarlos en cada uno de esos lugares. Los espacios que podrían definir la pertenencia a la Argentina quedan borrados, con algunas ligerísimas excepciones. Se puede intuir que la historia se desarrolla en Argentina porque en la secuencia de títulos se ve el Obelisco. O porque en el capítulo final, vemos una bandera ondeando en la entrada del Aeropuerto. O porque los asistentes al acto del pastor en el final, gritan “Argentina, Argentina” como si estuvieran en una cancha de fútbol. Pero todo otro elemento que pudiera identificarlo, queda borrado, eliminado. Lo que todavía puede sustentarse en algunos giros idiomáticos de los personajes, quedará anulado con los doblajes hechos por actores locales para cada zona.
La consecuencia de ese borramiento es más que la universalización buscada. Es la ausencia de especificidad, la construcción de una historia sobre un espacio vacío. En El Reino lo que no hay es un afuera. No hay nada que rodee a la historia y a los personajes, que los explique en sus desplazamientos y reacciones como parte de un recorrido histórico y de la emergencia en un ambiente social. No solamente no hay Argentina en las imágenes que la descubran: no la hay en las entrelíneas de la historia que se cuenta. Ese afuera que falta es, finalmente, una decisión política: un deseo de no molestar a nadie más que a una porción social que se considera mínima –los evangelistas-, preservando al resto de cualquier mirada crítica. Porque incluso suponiendo que sea lógico que no se utilice ninguna sigla que pueda identificar a algún partido político real (aunque esa “ECR” es demasiado parecida a la “UCR”), lo que está ausente en el relato es la política como forma y como fondo. No sabemos qué piensa Badajoz en los minutos en los que aparece en pantalla, ni cuál es su plataforma. De Sergio Zambrano Paz (Daniel Fanego) solo sabemos que es su adversario político, pero tampoco cuál es su pertenencia o filiación política (de hecho, parece un político “antiguo” hasta en la forma en que se mueve en su propia casa). Pero lo que falta en esa narración, ese afuera que está negado de manera más contundente, es el gobierno. Da la sensación que El Reino se desarrolla en un país que se conduce solo, sin intervención política. Sin un gobierno que tenga injerencia en la disputa eleccionaria y peor aún, que no exhiba candidatos posibles. El Reino es, entonces, una serie que pretende hablar de política –o al menos de una parte de ella- pero negando a la política como tal.
Ello es resultado del lugar desde donde se pretende narrar la historia y el tono sobre el cual se pretende actuar. La narración se coloca, paradójicamente, en ese afuera lo cual lleva inevitablemente a caer en ese mismo vacío en el que se instala. O peor: restablece una mirada que se sostiene desde la soberbia de quien observa y dictamina sin involucrarse. Es esa mirada la que lleva a establecer los bandos en disputa desde la simplicidad que implica la caracterización de buenos y malos. Y aún más: al decidir que la historia va a ser narrada desde la perspectiva de los primeros –un conjunto de personajes tan dispares como Tadeo (Peter Lanzani), Julio Clamens (Chino Darín), la fiscal Roberta Candia (Nancy Duplaá) y hasta Ana (Vera Spinetta), la hija del pastor- fuerza nuevamente a que esa mirada se vaya trasladando una y otra vez, por diferentes motivos particulares, hacia los márgenes de ese relato. Esa decisión, sumada a la excesiva cantidad de personajes que circulan en la trama, lleva como inevitable resultado la reducción de unos y otros a la maqueta, a los rasgos de mayor elementalidad posible en cada uno de ellos. Lo que vemos no son personajes trabajados en función del relato, sino diseños pre-existentes que en su exageración destruyen el verosímil –si es que en algún momento este resulta posible- y que generan una visión desde el consumo irónico –ese que hace surgir la risa que el producto no buscaba- antes que desde su credibilidad. Solo para mencionar un caso relacionado: una ficción más modesta, claramente televisiva como fue El lobista, trataba los mismos temas con un poco más de criterio y se atrevía a narrarlo desde la perspectiva de un posible “malo”.
Mientras esos personajes intentan alejarse de toda la miseria que se cocina en el centro de esa historia, la narración de El Reino deja en claro su voluntad de no embarrarse, de no meterse a fondo con la cantidad de temas que va repartiendo a lo largo de sus capítulos –pedofilia, financiación de las iglesias, la política como forma de extorsión y violencia, la degradación de las religiones, el funcionamiento de la justicia, el rol de las potencias extranjeras en el diseño y aprobación de las políticas locales, las escuchas ilegales, entre otras-.
Esa decisión está en las entrañas de la producción seriada e industrial en la que se inserta El Reino. Una pretensión de declaración sociopolítica anclada en la nada misma que implica la referencialidad en el vacío en el que se inscribe. Esa pretensión queda reducida a la vaguedad porque lo que se entiende con claridad –está en cada espectador querer o no querer verlo- es que no hay posibilidad de que la serie decida meterse en el barro de la política, porque eso implicaría enchastrar y enchastrarse, salir manchado de eso que inevitablemente, si se escarba, terminará salpicando en todas las direcciones posibles. Pienso que esa determinación se refleja con claridad en que la gran diferencia reside en que se prefiera mostrar qué se hace en la Iglesia con el dinero que reciben en lugar de pensar de dónde proviene y por qué llega a ellos.
A cambio de ello, en El Reino se elige el camino de la sobre-explicación, de la redundancia entre las palabras y las imágenes, que no dejan lugar a que éstas tomen algún espacio de control de la narrativa. La trama tiene que reforzar continuamente los huecos de sentido con la recurrencia a flashbacks que funcionan con el mismo criterio con el que lo hacen los diálogos: se trata de explicitar de manera redundante. Lo que se dice pretende funcionar como refuerzo de lo que las imágenes deberían resolver y evidentemente no pueden. De allí que no haya casi ningún momento en los ocho capítulos en los que la imagen tenga la suficiente potencia como para decir de los personajes algo más que lo que las palabras de unos y de otros van emparchando (el único momento algo inspirado quizás sea el ingreso del pastor al refugio de los chicos en la noche de lluvia, aunque la escena remite al cine de terror industrial). Hay una escena que es un ejemplo notorio de esa imposibilidad asumida. En el velorio de Badajoz, el pastor se reúne con el asesor Rubén Osorio (Joaquin Furriel) y con Julio Clamens. Lleva decidido no aceptar la candidatura a la presidencia para dedicarse a la iglesia, como le ha planteado su esposa Elena (Mercedes Morán). Cuando efectúa el planteo, Osorio desliza una carpeta negra, dentro de la cual no hay nada. La imagen de la carpeta vacía es lo suficientemente potente para hablar de lo ausente. Pero entonces Osorio interviene y pone en palabras aquello que debe intuirse: que lo que estaría en esa carpeta puede caer en manos de un periodista y generar un escándalo. Una y otra vez, El Reino es la demostración del desprecio manifestado sobre su público potencial, al que ve como consumidor que mira pero no ve, que se encandila con las luces, los nombres y las palabras, pero al que considera incapaz de descubrir que detrás de ese cartón pintado, por más realista que se lo pretenda vestir, no hay más que vacío.
El Reino (Argentina, 2021). Creadores: Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro. Dirección: Marcelo Piñeyro, Miguel Cohan. Guion: Claudia Piñeiro, Marcelo Piñeyro. Fotografía: Cristian Cottet. Música: Nicolás Cotton. Elenco: Diego Peretti, Chino Darín, Mercedes Morán, Nancy Dupláa, Joaquín Furriel, Peter Lanzani, Vera Spinetta, Nicolás García, Victoria Almeida, Alfonso Tort, Patricio Aramburu, Sofía Gala Castiglione, Santiago Korovsky, Alejandro Awada, Daniel Fanego, Ana Celentano, Daniel Kuzniecka. Disponible en: Netflix.
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