Para quienes nacimos entre la segunda mitad de los 60 y la primera mitad de los 70, Daniel Toro es un nombre que resuena de la infancia. No porque lo escucháramos o le prestáramos atención. Era un nombre que circulaba entre nuestros padres y amigos. Daniel Toro en mi infancia iba unido al Chango Nieto, como si se tratara de un dúo inseparable. Y era sinónimo de Cosquín, en el relato de mi padrino y de una noche de verano en la que hizo el trayecto desde Alta Gracia para verlo. Pero en casa, y quizás también en la casa de mi padrino, no había discos de Daniel Toro y su presencia, en todo caso, se reducía a que apareciera en algún resquicio radial o en alguno de los programas televisivos en los que todavía se pasaba folklore por aquellas épocas. Mi único recuerdo de la imagen de Daniel Toro es una comparación infantil con las figuritas en las que aparecía el Chivo Di Meola, aquel número diez que solía jugar en Colón de Santa Fe.

Pero Daniel Toro es también, sobre todo para quienes encontramos en otras músicas el sonido de nuestras vidas desde la adolescencia, un olvido. Uno más en una tierra sin memoria de su cultura. El folklore que hizo eclosión en aquellas décadas fue quedando relegado cada vez más hasta quedar confinado, con suerte, a la maratón de festivales veraniegos de provincias. Pero siempre aparece una fisura: en mi caso, fue un Cosquín en el que Raúl Carnota y Suna Rocha cantaban “Grito santiagueño”, o un disco en el que Liliana Herrero empezaba cantando “Para el Cachilo dormido”. Daniel Toro siguió siendo, en mi historia, un nombre perdido, adosado a la memoria de padre y padrino. Y sigue siendo desde hace tiempo, la misma ausencia repetida en la historia de la cultura de la Argentina.

El nombrador no solamente sale al rescate de la figura de Daniel Toro, sino que se configura como parte de un rompecabezas más amplio que intenta recuperar las historias perdidas de la cultura argentina. Ubicarlo junto a películas como Un pueblo hecho canción o Abalos, una historia de cinco hermanos, no implica reducir sus méritos individuales, sino ponerla en un contexto en el que las historias de músicos, artistas y compositores del siglo pasado vuelven a la luz para que no se pierdan definitivamente. Como en el caso del documental sobre Vitillo Abalos, lo hace conjugando un par de elementos decisivos. Por un lado, que la recuperación del músico parte de una inquietud inicial familiar –un sobrino nieto allí, una hija aquí- por registrarlo aún vivo. Por el otro, que la recuperación decide eludir la estructura de lo biográfico para sostenerse en la obra, sino completa, al menos de los hitos más significativos que pueden darle una dimensión.

El recorrido no lo hace el propio Toro –allí hay una oposición irreductible, por ejemplo, con lo que muestra Abalos-: está retirado en su casa de un pueblo salteño, pasando sus días entre las plantas y los mates. “Ya fue lo mío” dice el propio Toro en el final cuando su hija termina el recorrido en su casa. Como si su tiempo hubiera pasado, por no poder pisar un escenario –“Se fue mi voz y con ella se fue la mitad de mi alma”-, como si su obra fuera solamente tiempo presente que no puede revalidarse, condenada entonces a ser, a partir del momento del retiro, solo tiempo pasado. Un largo rato antes en el documental, se atisbaba el embrión de ese concepto que sostiene el personaje. Daniel Toro está observando los discos que editó durante toda su vida. Ahí está condensada buena parte de su obra. Pero parece no poder hablar de ella sino desde la distancia temporal. Y dice algo así como “cuántas cosas que hice y ahora no tengo ganas de hacer nada”. La idea de la obra quieta, congelada en el pasado al que no se puede volver y que los tumores en las cuerdas vocales desterraron de manera definitiva, sobrevuela cada reflexión de Toro.

Pero es su propia hija, como hilo conductor del documental, la que va en contra de esa idea arraigada –su padre parece intuirlo cuando le agradece el empeño en rescatar su obra-. Por un lado, trayendo de vuelta la imagen de Daniel Toro, enlazando su presente con las imágenes del pasado en las que Cosquín parece ser una y otra vez el punto de encuentro con su popularidad –los audios recuperados de su actuación en 1967, la filmación de su actuación en 1968, las vueltas que lo llevaron al escenario con sus hijos en el 2008 o a recibir el premio a la trayectoria diez años más tarde-. Pero por otro lado, reconstruyendo el legado de su obra no como un elemento pasado, sino como una herencia en el presente.

De allí que los momentos en que se vuelven a cantar sus canciones –la peña en la que tocan “Mariposa triste”, la versión delicada que Daniela Toro y Samir Petrocelli, hijos de los autores, hacen de “Para ir a buscarte”, la “Zamba para olvidarte” en la voz de Diego Torres, la versión del final de “Cuando tenga la tierra” por Ricardo Mollo y Nadia Larcher- funcionan como puentes a las versiones registradas por el propio Toro que se escuchan en la banda sonora; actualizaciones que dejan en claro el carácter atemporal de la obra, pero por sobre todo la potencia musical y poética que circula desde esas canciones hasta “El antigal” o “Cristo americano”.

Para reforzar esa idea, el documental se vale además de dos elementos concurrentes. Por un lado, la ubicación de Daniel Toro en un espacio específico en el que es el producto destilado de una herencia que no se remite solo a Los Nombradores, el grupo en el que surgió, sino de la obra –de la poética- de Agustín Magaldi y de Gardel y Le Pera. Pero que también se plantea como referencia hacia lo que vino después. No se trata solamente de la referencia que José Ceña hace de la relación entre el folclore y el surgimiento del rock nacional –y de la cual el momento en el que se recupera a Miguel Abuelo cantando “Vidala para mi sombra” funciona como síntesis casi perfecta-, sino de lo que no se dice de manera explícita pero se intuye: ver por caso, en Abel Pintos, una derivación de la corriente más cercana al romanticismo de la poética de Toro.

Por el otro, la forma en la que los entrevistados van construyendo una identidad musical de Toro desde una suerte de extrañamiento de lo estandarizado. Victor Heredia hace alusión a la originalidad vocal como un elemento que se entronca directamente con aquella frase de Toro mencionada al principio. Julio Fontana, uno de sus habituales colaboradores en la autoría, señala la capacidad para crear grandes melodías. Marcelo Simón reconstruye la obra, aludiendo por un lado, a una etapa inicial críptica, y a la derivación a la rareza melódica de su trabajo junto a Ariel Petrocelli, y por el otro a confirmar esas cualidades cuando se refiere a “El antigal” como “una zamba que no parece una zamba”. Pero quizás sea la definición que da Abel Pintos, la que permite comprender a la poética de Toro: “Daniel no cuenta cómo es un paisaje, cuenta lo que uno siente cuando está en ese paisaje”.

Lo que hace, a fin de cuentas, El nombrador es poner en valor una obra y ofrecerla como un reconocimiento a su autor y al espectador. Rescatarla del olvido y las imprecisiones para recalcar que su valor no es ser una pieza de museo que se observa en una vitrina, sino obra actual y activa, referencia del presente y punto de partida para entender la evolución de una parte de nuestra cultura. Que el cariño y la calidez de lo familiar se transmita a la pantalla pero sin los baños edulcorados de las biografías que parecen hablar de superhombres. En la modestia de su personaje y la recuperación desde su entorno, Daniel Toro sigue siendo el hombre que fue. El autor y cantante que marcó una época y dejó su nombre inscripto en la historia del folclore. Es desde ese lugar que un documental como El nombrador es algo más que necesario: es imprescindible.

Calificación: 7/10

El nombrador, una película sobre Daniel Toro (Argentina, 2021). Dirección: Silvia Majul. Guion: Silvia Majul y Julián Troksberg. Fotografía: Carlos “Indio” Leiva. Sonido: Damián Payo, Ciro Rossetti. Edición: Eduardo Fisicaro. Investigación Histórica: Pablo Ceña. Duración: 84 minutos. Estreno en TV Pública y disponible en Octubre TV (a partir del 25 de mayo).

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