Pienso El cambio de guardia (Farina, 2024) como desprendimiento de Los convencidos, donde Martin Farina se ocupa de sentidos comunes instalados socialmente. Alimentados de imaginarios, universidades de la calle y jergas de época, se apoderan de la palabra licenciosamente con la seguridad de que está legalizada por un orden natural. Mundo que conocemos y en el que a veces nos reconocemos.

La figura de Farina padre protagoniza un segmento de aquella para reaparecer en el último trabajo del hijo, en el que este aprovecha el estrecho vínculo entre Beto, su viejo, y los amigos de la colimba. Y vuelve a aprovechar aquellas resonancias que en este caso se expresan en charlas, códigos etarios, complicidades, jodas y discusiones que jamás hacen naufragar los vínculos en el grupo de avanzados sesenta.

Martín presenta su trabajo en etapas temporales en las que intervenciones sonoras, operaciones de montaje y situaciones que hacen pensar en una puesta, organizan un todo abierto al que Farina invita a entregarse sin necesidad de anoticiarse qué situación es más o menos espontánea, inducida o planificada. Porque un cineasta es ante todo una cámara. En este caso, como punto de vista móvil de una materia que se va moldeando entre su objeto de observación y ciertos focos de atención que Farina decide que hagan figura. En la organización del esqueleto y la forma del material, donde dejan de tener relevancia interrogantes estériles como qué es espontáneo y qué es puesta en escena. El formato documental se organiza a través de la forma. Y el resultado es una percepción: no se nos cuenta la historia de un grupo de amigos; el director nos sienta a morfar con ellos. Un como sí que devela la política de un material en el que el paso del tiempo sobrevuela los vínculos. Tiempo de esos cuerpos, testigos y protagonistas de los tiempos del país. Tiempo que en cada cuerpo se manifiesta a su forma, y desde su ética particular. Cuando la lente encuadra al conjunto, la cohesión y la complicidad. Cuando focaliza en rostros, la posibilidad de reconstruir Una vida en un gesto, en arrugas que se manifiestan en algunos más que en otros, y en cierto aire melancólico.

Como cuando Juan Chiarello, luego de un buen tramo de hacer rogar su aparición, tiene en ascuas a esa barra que se pregunta por qué hace tiempo no lo ven. En determinado momento aparece, le festejan el cumpleaños y en la emoción que manifiesta hasta las lágrimas aflora la línea de tiempo del camino recorrido.

O el caso de Omar Figueira, quien cuenta una vieja anécdota en la que el grupo se tiraba con municiones en el casino de oficiales; anécdota que comienza en un lugar y termina en otro. La operación de montaje hace presumir que el mismo relato se repite en cada encuentro. Es la recurrencia instalada. La novedad es solo para los nuevos interlocutores de la anécdota: los jóvenes granaderos del cambio de guardia del Cabildo, grupo con el que se paran a conversar y relatar que ellos estuvieron allí hace poco menos de cuarenta años. Cuerpos contrastantes con el grupo protagonista. Por la diferencia de edad, por la rigidez de quienes hoy obedecen frente a aquellos que en modo relajado los capturan para narrar viejos tiempos.

Porque el ritual del grupo consiste en ir a ver los cambios de guardia de formaciones actuales. Es en ese entorno en donde Farina captura primeros planos de quienes rígidos, disciplinados, escuchan el anuncio del ceremonial. Rostros de perfil, reconstrucción viviente de aquellos tiempos del Ejército de Granaderos a Caballo. Un cristal del tiempo que se cuela en lo contemporáneo, una evocación a través del trabajo con rostros tersos de identidad marrón. Imagen que abre a aquel soñado país federal que solo terminó siéndolo, desde una mirada contemporánea, en los títulos. Pero que la cámara actualiza como posibilidad.

Aunque por supuesto, el momento que mayor atención narrativa convoca es en donde surge un conflicto. Clásico en su planteo; una disputa entre dos antagonistas: Juan y Luco Luconi. Quienes se trenzan en la reconocible disputa ideológica en la que aquel denosta al kirchnerismo, sus conquistas y ampliación de derechos, y Luco lo defiende. Argumentaciones cruzadas entre dos convencidos que la cámara nos invita a leer. ¿Toma partido Martín Farina en la contienda? ¿Se sitúa a distancia “óptima” de ambos? En principio, se trata de una indagación en la que parece repartir equitativamente los puntos de vista.

Aunque un primer plano pone en evidencia a Chiarello. Sabiéndose en terreno seguro en un grupo en el que la tendencia parece favorecerlo desde complicidades menos explícitas, lo llama desde lejos, en medio de risotadas: “¡Vení, zurdito!”, desde un primer plano en el que resalta el brillo de su rostro tostado. El contraplano es un Luco solo, alejado de los demás, en una caminata con la cabeza gacha en derredor de la pileta de natación de la casa en que se juntan. Contraplano que Farina descubre, organiza, lo mismo da. Pero lo llamativo es que luego repite en modo similar ese plano de quien encuentra escaso eco. Un cuerpo solo en el jardín, que expresa más un estado de preocupación por el futuro que una ofensa. Razones no faltan.

Así, la forma de evidenciar a uno y a otro es la invitación a leer la posición del director.

Aunque por sobre los conflictos, lo que se impone sobre todo es el componente afectivo, de cohesión, de grupo. La amistad, en definitiva. En este sentido, una bella y armónica guitarra criolla se hace sentir en momentos estratégicos, en el volumen más alto por sobre los demás registros sonoros, como la voz de un locutor radial fechada durante los conflictos de la policía ecuatoriana durante 2010, y las discusiones mismas. Se trata del tema Capricho pampeano, interpretado por Juancito Caminador, y compuesto para la película. Resonancia que impone amablemente la armonía, la concordia, la comunión.

Porque, en definitiva, estos aspectos son los que más nos acercan a las situaciones desde la identificación. Con los planos detalle de asados, picaditas y las espirituosas que vayan circulando. Risas, abrazos, años de conocer y reconocer esas miradas mutuas. Es por eso mismo que cuando Luco le dice con bronca contenida a Juan “Quiero que te mueras”, es a sabiendas de un código que se impone por sobre la disputa.

Es así como Farina organiza una sutil línea de tiempo con sendos anclajes temporales a través de gran parte del siglo veintiuno, con los amigos como protagonista colectivo. En definitiva, sobrevivientes de aquel siglo veinte que hoy miran hacia atrás el camino.

Y pensando los tiempos, lo que termina de abrochar la propuesta de El cambio de guardia es este momento del país, el 2024 en que se estrena. Una época donde parte constitutiva del proyecto del poder antipolítico y económico es el quiebre de los lazos sociales, en el que un grupo de amigos de estas características puede llegar a ser hasta anacrónico.

Prefiero pensarlos como resistentes, sean ellos conscientes o no.

Cambio de guardia (Argentina, 2024). Guion, dirección, edición: Martín Farina. Fotografía: Martín Farina, Tomás Fernández Juan. Duración: 72 minutos.

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