
Es 1954 y es San Rafael, en la provincia de Mendoza. Y es una confitería –la París- en la que las reuniones alrededor de la figura del Chacho Santa Cruz, empiezan a generar algo. Algo parecido a una modernidad, a lo que todavía no había llegado. Más que una novedad –entendida como lo que irrumpe en un determinado momento-, se trata de un proceso en el que se van destilando y depurando elementos ya existentes, para dar lugar a algo diferente. En un principio, quizás no pareciera eso: Los Andariegos podían pasar por ser uno más dentro de la efervescencia de grupos folklóricos de la época, incluso en su provincia. El tiempo, en todo caso, acomodaría las cosas en su lugar. Para bien y para mal.
Setenta años después de aquel inicio, el nombre del grupo no está en el centro de la escena. Es probable, incluso, que una enorme cantidad de habitantes de la Argentina no sepan de qué se les habla cuando se lo menciona. Se pueden argumentar razones probables. Alguna puede hallarse en el rastreo del documental: las discontinuidades en la trayectoria grupal a partir del exilio forzado durante la última dictadura. Otras pueden intuirse y escapan del control de los músicos: el desplazamiento de las músicas folklóricas a un espacio marginal dentro del gusto popular, especialmente a partir de la década del 80 y en los núcleos urbanos. De allí que la experiencia de El Andariego (Piastrellini, Fisicaro, Majul; 2024) resulte particular. Poniendo en el centro la búsqueda encarada por el periodista Santiago Giordano por entrevistar a los miembros sobrevivientes de la agrupación, el documental encuentra su forma en la articulación de esas entrevistas para recuperar la historia de Los Andariegos. En la tensión que se establece con el olvido impuesto por el paso del tiempo –y también por un sistema basado en el descarte de lo “viejo”-, el documental puede pensarse como un registro de intenciones antropológicas: se trata de ir hacia un tiempo y un lugar que revelan una concepción cultural olvidada pero que subyace como sustrato.
En ese sentido, la memoria que encara el documental es particular: le asigna un valor fundamental a la aparición de los músicos como relatores de su propia experiencia, en detrimento de un análisis que podría pensarse desde afuera. La posibilidad de acceder al testimonio de primera mano refuerza la hipótesis antropológica: hay que dar cuenta de esa comunidad musical desde sus integrantes, recuperarlos para la historia, para poder después, incorporarlos a una línea histórica o a una evolución de lo folklórico. De allí que el rescate no sea anecdótico: recuperar la historia de un grupo musical no es un ejercicio cerrado sobre sí mismo, sino que debe entenderse en una perspectiva mayor, que involucra la historia cultural de una región, de un pueblo, de un país.
Hacerlo, en todo caso, a través de los elementos que conforman la excepcionalidad, aquello que distingue a unos de otros y que funcionan como piezas en la trama evolutiva. Hay dos elementos que el documental explora y que permiten atisbar la importancia de Los Andariegos en la música popular. El primero es la intención original de establecer cruces de elementos de proveniencias diferentes. Eso que en el comienzo se define como el cruce entre Bach y la tierra, entre las formulaciones de una música académica reconocida y los elementos provenientes de una cultura enraizada en el pueblo. El punto más álgido de esa búsqueda es, seguramente, el disco “Bach y folklore en quena india” de Raúl Mercado, realizado luego de salir del grupo. Pero esas experimentaciones llevaron también a que Los Andariegos fuera el primer grupo de folklore en incorporar terceras, cuartas y quintas voces, para conseguir una sonoridad diferente para el momento. De la misma manera puede pensarse el proceso en el que se fue fusionando, a la manera de otros grupos de la época, la música de raíz folklórica con el compromiso político derivado de la militancia y que se plasmaba en las letras de las canciones. O incluso en la decisión de poner música a un poema de Armando Tejada Gómez, que se convertiría en el clásico “Canción para un niño en la calle”.
El segundo de esos elementos es la forma que asumiría la constitución del grupo a lo largo de los años. Es llamativo que la línea evolutiva que sigue el documental, parece estar marcada por los cambios en los integrantes, por un movimiento casi continuo de entradas y salidas de miembros, que sin embargo no afectaban el sonido del grupo. Los Andariegos, entonces, no aparece como la suma de elementos individuales, sino como una estructura general en la que esos individuos debían entrar de manera de sostener la construcción ya existente. Lo notable es que el documental remarca las características diferentes de los que entraban en reemplazo de los que salían. “Entrar a un grupo con un sonido original” como remarca Pancho Cabral y sostener ese sonido a lo largo del tiempo.
El Andariego no se detiene a bucear en esa sonoridad, que permanece como fondo de la historia. Su interés es recuperar la música como emergente de una época y de una construcción musical en la que intervinieron un grupo de compositores, instrumentistas y cantantes, que establecieron formas nuevas de abordar la música popular. Una consustanciación con lo que señala el Negro Gómez, de querer que el grupo sea reconocido. Que salga del circuito de cantantes que vuelven sobre aquellos temas para reversionarlos y colocarlos nuevamente en la escena. Desenterrar ese tesoro que el tiempo y la modernidad han querido sepultar y hacerlo emerger nuevamente a la superficie.
El Andariego, historia de un grupo vocal (Argentina, 2024). Dirección: Laura Piastrellini, Eduardo Fisicaro, Silvia Majul. Guion: Silvia Majul, Josefina Marcel. Fotografía: Magdalena Ripa Alsina, Laura Piastrellini, Eduardo Fisicaro. Edición: Josefina Marcel. Duración: 63 minutos.
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