La primera escena de Cuidadoras (Matzkin, Uassouf; 2025) muestra a una pareja mayor dialogando, sentados al sol en algo que se presume es un parque. El diálogo podría ser el de cualquier pareja, en el que se combinan lo cotidiano con los sentimientos, y así queda marcado mientras la cámara sostiene un plano cerrado sobre ellos. Cuando el plano se abre, el sol ya no da de pleno sobre ellos, sino que aparecen sombras, como si esa imagen diáfana del inicio en su trasmutación, planteara que lo que sobreviene en la película es otra cosa. Si allí todavía la geografía del lugar queda algo indefinida, el encabalgamiento de las escenas posteriores, configurará una superficie más inestable, entre un hombre que hace ejercicios en una barra desde la silla de ruedas, alguien que dibuja y otras mujeres que miran, ensimismadas y perdidas, un televisor encendido.

El espacio se reconfigura y la alternancia entre planos amplios y cercanos todavía no alcanza a constituirse como un sistema que da cuenta de él. Salvo la pareja inicial, no hay quien hable, los primeros planos son mudos, como si la cámara insistiera en trabajar sobre la observación que propone un recorrido meramente descriptivo. Cuando se abandona la centralidad pura de los hombres y mujeres que viven en el Hogar –ya sea por cuestiones de edad o por limitaciones físicas-, lo que se reconfigura es la dirección hacia la que va el documental. La primera de esas escenas es la de una de las cuidadoras pintándole las uñas a una de las mujeres residentes. Allí el diálogo es puramente fáctico, relacionado con el hecho específico que se está produciendo. Hay, todavía, una distancia que parece establecerse entre cuidador y cuidada, que no son parte del mismo nivel, pero la escena sirve para hacer ingresar a esos personajes que hasta ese momento estaban invisibilizados.

Más adelante, esa escena de las uñas se reitera. Pero la aparición de la conversación comienza a construir no solamente a los personajes que van a habitar el documental, sino que se constituye como un diálogo en el que ambas partes cuentan sus experiencias de vida. La mujer que ronda los 90 años y la joven cuidadora recuperan orígenes similares y complejos en los que tuvieron que salir a trabajar en el comienzo de la adolescencia por las necesidades de sus respectivos hogares. El diálogo no busca la igualación, sino justamente establecer una base en la que las dos personas, cargadas con sus historias de vida, pueden construir una relación que exceda lo meramente institucional.

A partir de ese momento, Cuidadoras comenzará a oscilar entre la alternancia de una imagen más cercana a lo institucional –los planos en los que se registran pasillos, espacios comunes o de tránsito-, con otra que se va a mover entre lo colectivo y lo individual. En los primeros, la cámara encuentra las formas en que los residentes se vinculan grupalmente –las comidas, el juego de lotería, las charlas circunstanciales-, de la misma manera que los diálogos que se entablan entre los cuidadores. Y en ese proceso descubre un doble nivel de invisibilización: por el trabajo en sí mismo y su falta de reconocimiento y por la pertenencia de las practicantes al colectivo trans. En los segundos, lo que asoma es el núcleo de aquello que al documental le interesa narrar.

Es esa intimidad a la que se asoma, representada tanto en las habitaciones –individuales o compartidas- como en los espacios en los que se mueven los residentes, que revela el entramado de relaciones que se van tejiendo entre cuidadoras y cuidados. Si allí desaparecen todas las formas posibles de prejuicio –aun cuando las tres cuidadoras señalan la persistencia de algunas resistencias por ser trans o cuando algunos de los residentes siguen mencionándolos en masculino-, es porque lo que se produce es un acercamiento que involucra a las dos partes. El avance del documental es el registro de la ruptura de las posibles barreras entre las partes, pero sobre todo, implica desarmar la idea rígida de que hay quienes necesitan ser cuidados y quienes solo son cuidadores. Las tres practicantes al entablar esa relación cercana, exponen sus propias debilidades, y de esa manera se entregan a una impensada inversión en la que ya no son las cuidadoras, sino que se dejan cuidar por esos hombres y mujeres del hogar que les hablan desde el conocimiento y la experiencia. Los mundos de unos y otros se entrelazan hasta que los roles se van alternando de acuerdo a las necesidades de cada circunstancia.

Cuidadoras es, entonces, un documental donde lo que importa no es el rol, el lugar que se ocupa –que forman parte de un sustrato descriptivo-, sino la gestualidad. Gestualidad de acompañamiento, de paciencia, de iniciativa, de cuidados mutuos que restablecen relaciones que podrían verse como sustitutivas de las que se entablan entre madres e hijas (o abuelas y nietas). Gestos hechos de palabras que a uno u otro lado recuperan momentos de felicidad que podían parecer perdidos –ese momento en que le tiran las cartas y le dicen a una de las cuidadoras que a los 48 años encontrará la felicidad. Gestos amorosos, cariñosos, como rozar el pelo con la mano y encontrar como devolución una sonrisa agradecida. Personas que encuentran que esa invisibilidad compartida, muros adentro, los devuelve a una humanidad que parecía lejana en el tiempo y sobre todo a ser visibles para ese otro que los cuida.  

Cuidadoras (Argentina, 2021). Dirección: Martina Matzkin, Gabriela Uassouf. Guion: Gabriela Uassouf. Fotografía: Florencia Mamberti. Edición: Danielle Fillios. Elenco: Abigail de la Cruz, Fabiana Cruz, Jenifer Dutra. Duración: 71 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: