*César es un extraño. Un extraño en cada lugar que ocupa, en cada espacio que recorre. Lo es incluso en esa empresa en la que trabaja desde hace décadas, viviendo en sus instalaciones. Lo es porque, como vemos en una escena, el silencio y la quietud del espacio que habita, contrasta con la vitalidad y la ruidosa rutina de las máquinas que se entrevén –y cuya sonoridad se filtra- por la ventana. Pero sustancialmente es un extraño porque es un personaje opaco, que no deja filtrar lo emotivo y que funciona como una caja negra cuyo interior se vuelve indescifrable. César es una incógnita hecha nombre, un cuerpo que parece obedecer a instintos básicos que se pierden ante la mirada de la cámara y del espectador.

*César parece activarse cuando avanza la noche y la oscuridad, como si sus tiempos fueran inversos a los del resto de las personas. Ante el movimiento de la rutina de la fábrica permanece casi impávido, quieto. Como si su trabajo se limitara a la observación del movimiento ajeno y a un presente que se actualiza cada día –como surge de ese miedo renovado que proviene de la explosión de un camión, ocurrida hace ya veinte años. A la noche, César se mueve. Circula por el depósito como quien vigila, como quien busca lo diferente, lo que se sale de su lugar. César es quien sale de su lugar: se sube a un camión, fuma, camina los pasillos, se aleja del festejo de cumpleaños organizado por los trabajadores. El descubrimiento de las ratas refuerza esa opacidad: lo vemos sacar la caja cerrada, dejarla al lado de unos árboles en la calle, volver al edificio. La escena no resuelve la encrucijada sobre qué hizo con esas ratas, solo parece estar allí como una forma de restaurar una armonía disuelta por la aparición y a la vez, reforzar la opacidad del personaje.

*La llegada de la carta de su hermana implica una ruptura en el ciclo de repeticiones del personaje. Lo lleva a abandonar su espacio por años, para aventurarse en un recorrido por espacios ajenos con un destino prefijado. La carta, que se fragmenta en tres bloques desde una voz en off, apenas sirve como develación de un hecho –la venta del terreno familiar, que hizo sin consultar a César-, una distancia –señalada por la ausencia y la reticencia al contacto- y una apuesta a un futuro en común –la posibilidad de tener una casa juntos, en algún lugar no tan alejado. Es un punto de partida, el señalamiento de una referencia. Ese aromito en la montaña, donde fueron esparcidas las cenizas de Elena son el punto de llegada.

*César es un extraño todavía más notorio en ese camino que comienza a recorrer a pie. Los espacios que recorre se van abriendo cada vez más, se van volviendo menos transitados, los caminos se van diluyendo –ver que comienza caminando a la vera de una autovía y en algún momento termina en senderos hechos por la circulación de animales en el monte-. Los cruces se vuelven más esporádicos, como si un abandono a la soledad se hiciera eco en el paisaje a medida que la caminata avanza. En esos cruces, la extrañeza de su paso se advierte en las reacciones de los personajes, desde el playero de la estación de servicio que le da las llaves del baño para refugiarse en la noche hasta el dueño de la propiedad que lo insta a irse y le tira el bolso al lago. Que César reconozca las plantas y los árboles que lo circundan, que en algún momento diga que conoce el paisaje del otro lado de las sierras, no invalida la extrañeza, sino que la subraya. Porque en esos encuentros, la opacidad de César no se resuelve, sino por el contrario, los diálogos habilitan a los otros a exponer sus mundos sin encontrar una respuesta –el caso más notorio es el de la dibujante científica-. Ni siquiera la visión de las antiguas fotos que le muestra la maestra de la escuela, todas sobre la construcción de los diques de la zona, encuentran eco en César. Su salida del ensimismamiento es esa noche posterior al episodio en el lago, cuando su voz aparece sin mediaciones ni intervenciones ajenas. “Nunca me perdí, pero hace unos días no entendí dónde estaba ni cómo había llegado hasta ahí”, dice, escapando de ese silencio casi total en que había envuelto su recorrido. “Quería caminar como antes y recuperar la memoria vieja”, dice, evocándose a sí mismo, en ese pasado en el que se la pasaba vuelteando ante la incomprensión de su padre.

*César es, en fin, un caminante. Como si su esencia se hubiera perdido en la permanencia en un espacio fijo del que solo puede sacarlo lo evocativo, la referencia a lo familiar y al pasado que inicia la carta de su hermana. Irse, claro: los demás lo detectan, pero él parece que no, que se niega a admitir que su esencia está no en un camino, sino en el caminar. En este caso es un regreso, un retorno en el que el camino se hace, entre lo que está marcado y lo que no, entre las sendas de tierra que siguen las camionetas y los campos y montes que atraviesa sin importar a quién pertenecen. La inspiración en el Herzog de “Del caminar sobre el hielo” a la que referencia el final es evidente en el recorrido, en la búsqueda de refugios temporarios para la noche, en burlar el concepto de propiedad privada por unas horas. Las caminatas abren el mundo, aunque Herzog busque salvar a Lotte Eisner en París y César solo quiera volver a ese lugar donde están las cenizas de Elena. Los dos encuentran lo mismo: algo que les sirve de refugio y es por eso que César solo se acuesta al sol debajo del aromito, como final de su recorrido. Ha llegado a ese punto en el que nada más tiene sentido en el mundo. Como si hubiera aplicado esa enseñanza de la dibujante, cuando le dice que hay que “quedarse con lo esencial y sacar lo coyuntural”, César se despoja de todo, menos de su cuerpo, de la montaña, del árbol.

Después, la niebla (Argentina; 2024). Guion y dirección: Martín Sappia. Fotografía: Ezequiel Salinas. Edición: Ramiro Sonzini. Elenco: Pablo Limarzi, Carolina Baitella, Ana Ruiz, Juan Carlos Lima, Cecilia Curtino, Mara Santucho, Rodrigo Fierro, Sergio Heredia. Duración: 114 minutos.

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