Sandra está al borde de un abismo, una circunstancia que la confrontará con la naturaleza pocas veces bondadosa, muchas veces despiadada de sus próximos más cercanos. Propulsada por una voluntad exterior que pone mecánicamente en marcha su vitalidad nula, Sandra emprende un angustioso periplo para recuperar ese trabajo que perdió a causa de una depresión que la alejó del mundo. Se sube a un auto, se baja, camina, golpea puertas en un itinerario que la acerca por primera vez a la vida de aquellos extraños conocidos con los que hasta no hace mucho solía compartir sus jornadas. Se suceden los rostros y los barrios, las calles despobladas, los bares, los patios. Sandra necesita persuadirlos, uno por uno, de su reincorporación. En solo dos días y una noche debe ponerse de pie, plantarse, convencer. Su marido conduce, las pastillas la impulsan, un frágil bolso de tela que cuelga de su hombro la sostiene.
Sandra viene de un infierno para recalar en otro. Y aunque son inciertos los factores que la empujaron a la debacle anímica en la que se encuentra, precisos son los recursos con los que los hermanos Dardenne nos hacen palparla hoy con su misma fibra. No se trata solo de compartir un punto de vista, sino de sumergirse, a medida que avanza el relato, en ese angustiante remolino de esperanzas y decepciones que envuelven al personaje, esa forma de sentir la realidad como un territorio inhóspito plagado de dolorosas trampas. Porque, como si tuviera que sortear una carrera deportiva de extenso e incalculable riesgo, el destino no tiene reservada para Sandra la piedad ni la comprensión ni el aliento, compensaciones esperables, justas después de todo, a la hora de superar el momento aciago que atraviesa, sino que la enfrenta, detrás de cada puerta, en medio de cada diálogo, a un surtido de rotundos egoísmos, de vilezas balbuceadas, de bajezas innombrables que se amparan, desdibujan y confunden en la necesidad. La disyuntiva oscila entre la reinserción laboral de Sandra o una compensación anual que engrosa considerablemente los salarios, una decisión que la empresa se encarga de depositar en sus empleados a través de esa votación que transmuta la búsqueda de un consenso en el instrumento de una furtiva y sofisticada perversidad. Por eso, junto a la negativa al pedido de Sandra, muchos esgrimen como explicación el sustento diario, los compromisos familiares, la mejora habitacional, la obediencia debida del extranjero pronto a ser deportado. Las excusas se suceden, una tras otra, pero nunca los motivos; no encontramos en toda la filmografía de los Dardenne circunstancias de vida tan adversas que puedan justificar la insensibilidad ante el dolor ajeno, la indiferencia o la maldad descarnada.
Estamos, ante todo, frente a un cine de personajes pero además, aunque en segundo plano, de los contextos en los que están inmersos, contextos de los que logran escindirse gracias a sus decisiones individuales. Situaciones sociales, circunstancias de vida, coyunturas de cualquier orden, no son nunca un paliativo para aligerar el daño que pueda ocasionarse. En La promesa, el personaje interpretado por Olivier Gourmet dedicaba sus días a estafar inmigrantes; buceando en ese lodo desde pequeño, su hijo Igor, a quien en la primera escena vemos robarle a una anciana, es sin embargo diferente, y tendrá oportunidad de manifestarlo en su trato con esa refugiada africana que, en su huida feroz de un entorno áspero, recala en suelo belga. En El silencio de Lorna la protagonista intentaba despegarse también, y lo hacía a cada paso, con violencia ya hacia el final, de esa mafia inescrupulosa abocada a lucrar con la precaria situación de quienes, a través de un matrimonio fingido, pugnaban por volverse ciudadanos. Ese ambiente social desapacible comprende siempre a los personajes (los contiene y nos hace entenderlos) pero jamás los redime de la vileza de sus actos; porque es justamente en ese mundo, donde se enseñorean los más profundos flagelos y las orfandades más ostensibles, que los Dardenne plantan una bandera ética.
Huérfanos, en ocasiones desempleados, tal vez inmigrantes, son, recurrentemente, los mártires de un territorio en el que las ideas de familia, de trabajo y de nación se diluyen como inasibles ilusiones del pasado, aunque resuenen también de fondo como imperiosos requerimientos del presente. No es éste, en este sentido, un cine que dirija su crítica hacia las instituciones (los establecimientos carcelarios promueven la reinserción, el personal médico suele verse compasivo, amable, solidario; la policía se muestra eficiente; los inspectores de trabajo honestos e implacables; hasta el jefe de Sandra, casi un buen tipo que accede a repetir la votación, aparece como el garante de procedimientos democráticos) sino hacia un universo que parece sufrir un mal endémico; desprotección, desarraigo, y otras derivas y penurias, son estragos que pertenecen a la Historia, la Historia actual que como un sino casi fatídico abraza inevitablemente a los hombres. Este es el mundo que nos ha tocado en suerte, parecen decir los Dardenne a lo largo de toda su filmografía, la humanidad (una medida que trasciende a cada hombre) tal vez lo ha convertido en esto, pero en cada acción humana individual, allí sí, en esa esfera minúscula, en un espacio íntimo de la conciencia, somos directamente responsables de todo el bien y todo el mal del que como seres humanos somos capaces.
Sandra, esa herida abierta que debe entrar en contacto con la lacerante sal del mundo, soporta con estoicismo la intolerable hostilidad de todo lo que la rodea. Como espectadores somos partícipes de esa competencia entre el bien y el mal que plantea la película: la batalla es bíblica, la misericordia se hace esperar, y es imposible no estar a cada instante en el pellejo adelgazado del personaje, como tampoco era posible no estarlo en el de Lorna, en el de Rosetta o en el de Igor. Impensable es, por lo tanto, tomar distancia ante este cine próximo, un cine que sigue siempre a los personajes en su definitivo y elocuente ir y venir. Como lo hacían en El hijo, respirando el aire de esa asfixiante cercanía con el protagonista o en El chico de la bicicleta, acoplándose a su zigzagueo incansable, los directores también acompañan a Sandra en su fatigosa petición por las barriadas lejanas. La cámara se detiene ahora en sus manos nerviosas, en su perfil incómodo, en su mirada húmeda de incertidumbres. Se trata, en definitiva, de un cine testimonial, un cine que da fe de una espinosa existencia en tiempo presente, un cine a escala contundentemente humana que ofrece un alegato de vidas difíciles, de circunstancias adversas, pero también del potencial liberador de los buenos actos, de la posibilidad infinita de elegir el bien que anida en el interior de cada hombre. Porque, junto a su trabajo, Sandra sale a buscar también un sentido para su vida, ese sentido perdido que se traduce en la depresión que padece; y sale a buscarlo en ese mundo que, paradójicamente, es un sinsentido en sí mismo, un muestrario de desamparo, de egoísmos y lógicas perversas. De allí que el agónico periplo de dos días y una noche sea para ella, además, un camino de transformación, porque si algo aprende la protagonista al término de ese vía crucis personal, es que si bien desea imperiosamente recuperar su lugar no está dispuesta sin embargo a hacerlo a cualquier precio. Sobre el final se le presenta la oportunidad de encontrar en el interior de su conciencia ese sentido del bien y de lo justo (una medida exclusivamente humana), que buscaba con insistencia en cada prójimo al que intentaba interpelar. Un acto de libertad, parece sugerir la sonrisa solitaria y final de Sandra, es el único atajo, el último espacio de resistencia frente a las encrucijadas de un mundo que no parece ofrecer grandes esperanzas de cambio. Hacer el bien es además la única manera, reafirma la película, de evadir la lógica perversa de un sistema que invita a la vileza, pero que por sí mismo no hace viles a los hombres.
Aquí puede leerse un texto de Darío Cosenza, otro de Marcos Vieytes y otro de Luis Franc sobre la misma película.
Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, Bélgica/Francia, 2014), de Luc y Jean-Pierre Dardenne, con Marion Cotillard, Fabrizio Rongione, Olivier Gourmet, Catherine Salée, Batiste Sornin, 95′.
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