«Entre los hechos del Buddha hay uno iluminativo: la parábola de la flecha. Un hombre ha sido herido en batalla y no quiere que le saquen la flecha. Antes quiere saber el nombre del arquero, a qué casta pertenecía, el material de la flecha, en qué lugar estaba el arquero, qué longitud tiene la flecha. Mientras están discutiendo estas cuestiones, se muere».
Jorge Luis Borges.
I. En la aceptación de nuestra propia contingencia hay una fe que es absoluta. Hugo Mujica en su poema Alba la describe como “una fe sin esperanza”. En ella no hay telos descriptible ni símbolos de trascendencia a los que aferrarse. Hay, en efecto, un presente totalizador, perentorio, que supone en su carácter dinámico una concepción eminentemente religiosa del cuerpo, percibido como centro vitalicio, nexo y fin en sí mismo, realidad fundamental que nos reviste en el pantanal acuciante de la muerte ontológica.
Rossellini, De Sica, Visconti, De Santis, Cesare Zavattini -y tantos otros- pusieron en evidencia una urgencia que primaba durante los años del neorrealismo. Con sus cámaras militaron trayendo a la conciencia la necesidad ética de alumbrar la actualidad pisando las ruinas todavía tibias, allende las intervenciones estéticas, en pos de una recaptura veraz de una realidad-esencia que anteceda toda estilizada. Los hermanos Dardenne ya habían homenajeado a De Sica y aquella mítica bicicleta que robó la infancia de Enzo Staiola en su anterior película, El chico de la bicicleta, coqueteando con sumir la niñez de su protagonista en el nihilismo en picada de Rossellini y refrescarnos aquél embrujo de Alemania año cero. En Dos días, una noche reelaboran la corriente discursiva del sendero trazado por el cine de posguerra, y al inscribirse en este contexto apremiante, coral, desesperado, proponen una peregrinación laboriosa donde la angustia de una situación límite confronte disímiles puntos de vista en el proceso de devenir un otro. Bien saben los Dardenne que quitarse la flecha conlleva humildad, empatía: un destino que sea puente hacia el prójimo. Algo que a los personajes de sus películas les es muy difícil. Aunque, cada vez más, vean esperanza al final del sendero.
II. En el marco de la hipercrisis europea actual, no sorprende que autores tan interesados en la marginalización y ávidos de cuestionamiento social, propongan otra encrucijada moral en la que individuos particulares se vean signados por la crudeza de la anécdota diaria, donde los compromisos de subsistencia en relaciones significativas de dependencia laboral y afectiva expongan una precariedad cotidiana, la de un sistema sumido en un lodazal en el que imperan valores hegemónicos vetustos, siempre contemporáneos, que escalaron en una clase media con estándares cada vez más altos y normalizados. Dos días, una noche es la crónica anónima de cada día, lo humano dispensable, concomitante a los intereses de lucro. La historia nos sitúa en el drama de Sandra (Marion Cotillard), madre de dos hijos y operaria en una PyME de paneles solares que a raíz de un recorte económico, y aludiendo a la competitividad asiática, somete al voto de sus empleados la decisión última: votar en favor de un bono por productividad de mil euros, con la penosa consecuencia de que Sandra sea despedida, o votar para que Sandra permanezca en su puesto laboral, lo que equivale a aceptar perder la prima que todos necesitan. En un cobarde acto de falsa democracia y estratagema corporativa, la empresa organiza la votación sin la presencia de la inerme damnificada, que recién curada de una depresión psiquiátrica se preparaba para reincorporarse al trabajo. Luego de que catorce de los dieciséis empleados votaran en favor del bono, Sandra y su colega Hélene logran forzosamente reabrir la votación a último momento, insistiéndole a Dumont, el gerente, alegando que el capataz Jean-Marc influyó en la votación amedrentando a algunos, diciéndoles que si no era Sandra bien pudiera ser cualquiera de ellos el de igual suerte. A contrarreloj desde el título, Sandra tiene dos días y una noche para ir uno por uno a ver a sus compañeros y hacerles el incómodo pedido de que renuncien al bono y voten por ella.
III. Cuando Fassbinder homenajeó el cielo de Sirk algunos le llamaron La angustia corroe el alma. Algo de ese río interno y universal habita esa fisionomía epicentro del relato: un cuerpo que se quiebra, se dobla, se curva, se yergue. Un cuerpo que dice, que es también caja de resonancias. El rigor metódico, cerrado y de estricta repetición que propone el universo social de los Dardenne se efectiviza a través de un procedimiento diligente, de apariencia improvisada por caminos consensuados, donde el cuerpo encarna las procesiones. En este contexto familiar y consabido, con actores locales y muchas veces no profesionales, es notable la inclusión riesgosa de una estrella internacional como Marion Cotillard, exponiendo toda su sinuosidad ósea a cara lavada y diluyendo todo estigma glamoroso del estrellato. Con un rango emocional vasto y trascendente, nunca altisonante, Cotillard -una catedral de capacidades- logra lo impensado: transformarse en una obrera más del relato. Comulgando con la cámara, emprende un tour-de-force ubicuo que pone en relieve los intersticios de la solidaridad y la barbarie en el marco de una crisis sin representación sindical. Su Sandra irá descubriendo en el periplo nuevos aspectos de sí misma, embebida de culpa mendicante, rabia y desazón, sentimientos de inadecuación y gratitud, con su garganta de arena alargándose hacia el sol por la ventanilla del auto, añorando el sosiego del pájaro que canta sobre la rama.
Los logros de Dos días, una noche, exceden sus valorables recursos cinematográficos en función de una semántica que ya no posee el rigor formal de la cámara radiográfica auscultando sus personajes desde la íntima proximidad. Sin embargo, el cine de Luc y Jean-Pierre Dardenne ha ganado una calidez entrañable, se ha permitido habitar un espacio afectivo donde el caudal emotivo se pueda expresar sin tanta fragosidad. Esto ya se evidenció cuando luego de filmar El silencio de Lorna (la obra menos contundente de los belgas), hicieron El chico de la bicicleta ciñéndose a un tratamiento digno de un Truffaut para su personaje principal. Con Dos días, una noche retornaron a un cine del cuerpo, ascético -aunque otra vez vívido, colorido-, que encuentra en la repetición su elemento empoderante y fuerza dramática conmovedora. El proceso sostiene una vehemente oposición hacia lo apócrifo, despojándose de lo accesorio mediante una disciplina depuradora -en ineludible legado bressoniano- e impregnando la acción con premura y sensitividad, paradójicamente, por el instinto mecánico de las reiteraciones. Lo novedoso es que esta repetición en secuencias largas y episódicas, como pilar cinematográfico, no sólo juegue un rol predominante en el plano orgánico sino también en el dialéctico. Cada vez que Sandra se enfrente a sus compañeros de trabajo, su discurso se transformará en ritual. Una ceremonia dialéctica que como un mantra anudado a su garganta deberá repetir una y otra vez con diferentes resultados. Algunos colegas la rechazarán rotundamente, otros dudarán. Alguno llorará frente a ella y le dirá que sí, con vergüenza. Algún otro que no, bajando la mirada, deseándole suerte. No faltará la amiga que se esconda dolorosamente detrás de un portero eléctrico sin poder hacerle frente. La representación sociológica del acotado perímetro belga que los Dardenne retratan exterioriza una demografía en la que también los inmigrantes son vulnerados prescindibles, tan desechables como nuestra protagonista. Si Sandra somos nosotros, acaso también seamos cada uno de los empleados. La mirada de Sandra es la subjetiva de una película que, incluso en la adversidad, es fraterna y ve pares a los que les reconoce una idéntica precariedad y los mismos derechos de quienes aceptan auto-justificaciones y razonamientos privados (“no voté en contra tuyo, voté en favor del bono”). Lo que se pone a prueba es la influencia de una violencia corporativa y la falta de clamor de una vox populi trémula y pluralizada que debe organizarse interna y externamente para dejar de silenciarse ante el pavor al enfrentamiento con los agentes del poder.
(El hecho de que el patrón de la empresa lo encarne la muletilla de los Dardenne, el gran Olivier Gourmet, habilita a trazar paralelismos con el terrateniente ilegal y explotador de inmigrantes que personificaba en La promesa, o el padre carpintero obsesionado con su aprendiz en El hijo; haciendo que el asunto adquiera mayor peso moral por continuidad y reverberancia.)
IV. En muchos aspectos, Dos días, una noche actúa como la contracara exacta de Rosetta, aquella rabiosa película de los Dardenne de fines de los noventas. Sandra posee una fragilidad vítrea que se contrapone a la coraza destructora de una Rosetta que sólo halla una insinuada redención cayendo al suelo en el último plano. Sandra deberá levantarse, enraizar sus lánguidas extremidades, erguir su lomo curvo, incluso aprender a dejar de llorar escondida en un estacionamiento a plena luz del día. Rosetta, en cambio, se prestaba al combate cuerpo a cuerpo desde la primera escena de furia. Ambas se tocarán en un voluntarismo en el que el instinto de supervivencia es análogo a la necesidad imperiosa de trabajo. Porque el trabajo es más que el pan: es la vida. Rosetta era capaz de hacerle daño a su único amigo con tal de quitarle su trabajo, de no hacerlo, moría. Sandra es inocua, de conducta intachable, capaz de sacrificarse por un compañero y darle el “mal ejemplo” a los nuevos. Con Sandra, los Dardenne presentan un desmembramiento emocional novedoso en una filmografía acostumbrada a personalidades retentivas y encallecidas. Es su bondad, su noble sensibilidad y capacidad para ponerse en los zapatos del prójimo lo que la atormenta y hace valorar lo que Rosetta apenas percibe con dientes apretados. Si Rosetta vivía en un remolque oscuro y minúsculo situado en un campamento con su madre borracha haciendo favores sexuales, Sandra encuentra solidez en un núcleo familiar constituido, una casa espaciosa, esposo e hijos percibidos como sostén emocional. El instinto en Sandra se desarrollará hacia una individuación y afianzamiento del carácter, movimiento alterno al acostumbrado por los belgas, que usualmente prefieren hacer el recorrido inverso. La mayoría de sus películas son un intento para que sus personajes solitarios logren, no sin antes atravesar un intrincado itinerario, algún tipo de conexión significativa que de alguna manera transmute el aislamiento en hallazgo vincular. Aquí el punto de partida no será la soledad, pero los Dardenne apuntan como nunca antes al sujeto colectivo.
V. Cuando Sandra sale a la calle por primera vez se viste de rosa. No es vergüenza, es integridad la que la viste. Luego de una discusión con su esposo Manu (el habitué dardenniano Fabrizio Rongione), en una escalera que la encuentra en el extremo alto, Sandra asciende y se recuesta en su derrotismo, de azul. Pero una buena noticia la devuelve a la calle a golpear cada puerta, esta vez de rojo furioso, con moños. Con el peso de un sol abrasivo sobre sus hombros tensos, Sandra camina y da la cara. Una y otra vez trasciende el desencanto, la culpa, el miedo. No soporta la violencia. Se acopla a su integridad y lucha. Criatura humana, ella sabe que pide lo imposible, lo que no debe ni le pertenece. Pero Sandra lucha y lucha bien, con bandera: sin partidismo. La presencia de su esposo Manu -junto a Hélène, el sindicalista del relato- adquiere valor por su lealtad inalterable, aún cuando ambos atraviesan una crisis carnal que no somete jamás el íntimo sentimiento de solidaridad que los aúna. Manu posee el don de ser distante y amoroso, de disposición invaluable, similar al joven que Rongione interpretaba en Rosetta pero sin antagonismos cuerpo a cuerpo sino, por el contrario, instando en todo momento a que Sandra enfrente la odisea por sí misma. “La única manera de dejar de llorar es luchando para conservar tu trabajo”, le dice. Así es como se vence.
Los Dardenne comprenden la militancia no sólo en virtud de valores comunales, sino en la voluntariedad dinámica de un cuerpo que es presencia, dádiva, ofrenda pero además se expone, recibe, aguanta. Un cuerpo provisto de religiosidad que soporta las embestidas, un nuevo acto sacrificial luego del sacrificio del paraíso perdido, el laboral, evocando en el rostro los rastros de la Juana de Arco de Dreyer al experimentar el martirio del compromiso a sí misma y a los valores de una causa que veremos la excede. Pero Sandra no está sola, aún cuando parece quebrarse y hundirse sobre sí, endeble, exánime, los Dardenne la contienen con mayor esperanza que la que aparecía en la secuencia final de Rosetta o El hijo. La refuerzan en la figura de Manu, de su compañera Hélène, y también de otros colegas que se irán sumando a la causa. Esta es la primera película de los Dardenne que en la exposición meridiana de los acontecimientos trasluce la posibilidad de una felicidad que es comunitaria y, de hecho, se adscribe con certeza a la imposibilidad de que sea de otro modo. Toda decisión personal se sostiene por la incidencia de lo colectivo. Si en su contingencia Sandra cree no existir, ser nadie, siempre hay alguien que le recuerda su valía, más aún, que es amada. En un mundo donde la competencia y la hostilidad alienan, la cosmogonía cinematográfica sobre la que los Dardenne edifican está en virtud de los conceptos de interdependencia y red, confrontando en los careos la conciencia moral de cada necesidad personal con su coherencia comunal. Sea cual fuere, nuestra decisión contiene al prójimo, y esto además de argüir sobre la sustancialidad de nuestro libre albedrío y responsabilidad individual, señala hacia un universo de complementación en el que el trasbordo de lo particular a lo global no sólo es necesario para comprendernos, sino indispensable para su expresión política.
Dos días, una noche podrá ser fácilmente tildada de reduccionista en términos políticos, sin embargo, esta grieta existe; los Dardenne crean una sensibilidad de tamaña humanidad y belleza como para amplificarla frente a un neoliberalismo que cercena dignidades, y del que Sandra no se victimiza, al contrario, con ayuda, batalla como heroína militante -“no tienes corazón”-. No obstante, su cine no dice ni juzga, antes muestra. Para ellos una película no es una instancia de tribunal, tampoco un espacio de resoluciones (o revoluciones). Lo que muestran es un recorte martirológico en tiempos convulsionados, que por más que apunte al sujeto colectivo, se vehiculiza y sostiene a través de un orbe de voluntades aisladas –en un cine cuasi omnipotente- vinculadas en un mundo hostil que avasalla y somete. Difícilmente podamos hablar de la elaboración de un discurso político sólo en estos términos, pero sí de una posición ideológica que se deja entrever mayormente fruto del devenir moral y las circunstancias de Sandra. El peregrinar de Sandra conlleva un posicionamiento definido que, en todo caso, se desprende por la resonancia de una fe última al servicio de una causa per se impostergable, como la flecha hundida que sólo resta extirpar. Y aunque el levantamiento continúe relegado en la obra de los belgas, a los Dardenne no les corresponde erigirse en ello, más bien confiar a la espera de un espectador sensible a un giro magistral donde la ética confrontada entre Sandra y el joven Dumont exceda el raconto final de las urnas y refuerce los lazos de solidaridad que la misma empresa se empeñó en destruir. Aquí ya no hay verdadera subjetividad posible que no tenga destino colectivo. Por eso hay retirada y puente hacia los otros: hay salvación. Y, quizás por ello, esta obra militante, intrínsecamente bondadosa, sea tan necesaria en razón de su actualidad perenne.
Aquí puede leerse un texto de Marcela Ojea, otro de Marcos Vieytes y otro de Luis Franc sobre la misma película.
Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, Bélgica/Francia, 2014), de Luc y Jean Pierre Dardenne, con Marion Cotillard, Fabrizio Rongione, Olivier Gourmet, Catherine Salée, Batiste Sornin, 95′.
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