Hay algo que genera extrañeza en los primeros minutos de Soy lo que quise ser: cuando comienza la entrevista a José Martínez Suárez en el Café Tortoni, la cámara y la entrevistadora se detienen en el guion de la película y hacen referencia a la necesidad de efectuar un repaso del escalado. La puesta en primer plano de ese elemento no es un error ni un producto azaroso: está allí diciendo que hay una película posible en la cabeza de los realizadores. Más que el desarrollo de una planificación necesaria, ese guion parece estar indicando la presencia de una determinación de un camino a seguir con mayor o menor grado de rigidez. Que ese camino incluya la afirmación del artificio documental (los momentos repetidos en que la cámara se retira físicamente de su foco central para ampliarlo e involucrar al equipo de filmación en lo registrado) no responde a una necesidad de lo que se pretende contar, sino a una autoafirmación de quienes detentan la mirada. Pero esa afirmación debería sustentarse en un concepto (algo que eluda la gratuidad de la representación) o en el intercambio dialógico con el sujeto central (un dispositivo mediante el cual se ponga el conocimiento previo del otro o de alguna idea en tensión) y no en lo que parece ser una decisión tomada de antemano. Si la pretensión era dotar de cierto “aire” al esquema clásico del documental, la búsqueda se vuelve fallida cuando, antes que la espontaneidad, se apunta a la recreación forzada de ese mismo carácter (la escena con la maquilladora, previa al encuentro con Dora Baret es reveladora en ese sentido).

Da la impresión entonces que la idea de ser lo que se quiso ser se traslada de Martínez Suárez al documental. Allí es donde se encuentra la contradicción que debilita su construcción: mientras la película se asienta en la revelación de un juego de reglas firmes pre-elaboradas, lo que le interesa mostrar no es tanto al Martínez Suárez director de cine, sino al personaje. Que el segundo contenga al primero no alcanza y revela el conflicto central: se asiste al intento continuo de un personaje por salir de esa marcación que se le impone desde atrás de cámara.

En algún punto, el documental se apropia de esa idea del título para su propia estructura, lo que le sirve para hacer aquello a lo que Martínez Suárez se resiste. Lo pone a “actuar”, no en el sentido tradicional de la actuación, sino como una forma de correrlo de su naturalidad y atarlo a un esquema en el que se lo fuerza a entrar. De allí que la tensión entre lo forzado y los intentos de escapatoria se resuelven desequilibrando la balanza: cuando predomina lo primero, el documental se aplana; cuando triunfa lo segundo, cobra otra dimensión, en tanto es en esa trasposición de los límites impuestos donde reside verdaderamente la esencia del personaje.

Los hallazgos de la película están, entonces, en aquello que va en contra de su formulación: en esos momentos en que los que, azarosamente, la cámara alcanza a registrar esos detalles del personaje que se escapan de toda planificación (el diálogo con Pablo Moret antes de la proyección de Dar la cara; el festejo con champagne en una rambla tras la proyección de Subte Polska en el Festival de Mar del Plata; la decisión de no entrar en el Senado para recibir la distinción si no hay lugar para sus amigos) o cuando se decide a entrar en lo cinematográfico como sostén del personaje (las referencias de Fernando Martín Peña sobre las películas, la relación con Manuel Antín). El efecto es paradójico: mientras en esos instantes que se evaden del personaje para centrarse en el cineasta y en los que el personaje se evade de la rigidez del guion, la película logra un brillo particular, cuando se atiene a lo planificado pierde espesor y se conforma con una superficialidad de la que parece no encontrar la salida.

Hay, en ese desbalance, una sensación de oportunidad perdida, al menos en parte y quizás porque el propio sujeto del documental excedía largamente la posibilidad de encapsularlo en un solo film.  La arista cinematográfica de uno de los mayores directores de cine de nuestra historia queda subsumida en un segundo plano en tanto que el personaje que podría haberse quedado con todo el interés, apenas sobrevive en el encadenamiento de viñetas (algunas intrascendentes como la reunión con los amigos en el bar, otras más interesantes, como cuando relata cómo se quedó con la llave de la Torre de los Ingleses y cómo se aprovechó de ello), no alcanzando a dar la estatura real ni del cineasta ni del personaje. En esa indefinición para constituir el punto de la mirada, y focalizar en lo que es importante documental y narrativamente en función de ello, es que Soy lo que quise ser pierde peso y queda anclada definitivamente a lo que Martínez Suárez genere en el espectador. En ese punto, ya no hay mérito de la película y sus realizadores: cuando el brillo del personaje excede la mirada que lo expone, el peso del medio se diluye. O lo que es igual: allí da lo mismo que Martínez Suárez aparezca en un programa de televisión o en una película, con lo cual el sentido de ésta última termina absolutamente devaluado.

Calificación: 6/10

Soy lo que quise ser. Historia de un joven de 90 (Argentina, 2019). Guion y dirección: Betina Casanova, Mariana Scarone. Fotografía: Ernesto Samandjian. Montaje: Betina Casanova, Mariana Scarone. Duración: 106 minutos.

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