Aquel mediodía porteño del 27 de abril de 1939 pareció llenarse de gris, un gris otoñal en expansión de tristeza, cuando la calle generalizó la noticia de la muerte de José Gola, un hombre de apenas treinta y cinco años. Un actor y bastante más. “Una forma. Un símbolo. Una clave de interpretación de la tristeza de los hijos del país”, según el poeta Nicolás Olivari. La gloria cinematográfica de José Gola se gestó apenas en un lustro, de 1934 al precipitado final. Eso no es índice de una vida regalada. El “Chino” Gola –así le decían– tenía pasta de luchador. Había luchado. No cumplidos los veinte años (nació el 7 de febrero de 1904), el enemigo a vencer tenía la forma de vacilaciones y tartamudeos sobre un primer escenario. Se sometió a la experiencia del patriarca José (Pepe) Podestá. A poco salió a pobres giras por provincias. La Plata natal quedó atrás y el muchacho actuó con toda suerte de elencos, hasta poder elegir o ser elegido. En aquella época inicial tuvo amigos para sus inquietudes teatrales y literarias: Enrique Santos Discépolo, ignorante de la fama que lo acechaba; Mario Soffici, futura clave en la aventura del cine; el poeta y pintor Artemio Arán, a quien pasaba con pudor las poesías elaboradas secretamente. También escribía bocetos dramáticos y llegó a estrenar sainetes, piezas cómicas y un grotesco, Hoy se ha muerto Severino, tan influido por Armando Discépolo como que apela a un funerario personaje de Mateo. En Buenos Aires, el muchacho pasó a elencos importantes, el de Blanca Podestá o el de Muiño-Alippi. A comienzos de la década del treinta, el rigor directorial de Elías Alippi fue definitivo para el actor en pulimento. También para sus ambiciones. Al integrar el vanguardista NEA (Núcleo de Escritores y Actores), sus afanes se mancomunaron a los de los directores, autores, críticos y actores como Samuel Eichelbaum, Antonio Cunill Cabanellas, Armando Discépolo, Augusto y Edmundo Guibourg, Arturo Cerretani, César Tiempo, Luisa Vehil, Francisco Petrone, Gloria Ferrandiz, Iris Marga, Sebastián Chiola o Juanita Sujo. En un folleto de 1935, editado por su grupo, Augusto Guibourg vaticinaba:

“Si sabe conservar esa humildad, ese empeño que han caracterizado su ruta, llegará, desplazando a quien sea preciso desplazar, hasta la primera fila de los galanes de la escena argentina y a un puesto envidiable en el conjunto de todos los actores. Tiene para ello condiciones de carácter, planta varonil, máscara de sobria expresividad.”

El vaticinio se cumpliría en el cine. “La gran contención y sobriedad que tal vez lo frenaran en el teatro, lo engrandecían frente a la cámara”, en el juicio de Soffici. Vagos antecedentes cinematográficos de Gola son su participación de extra en De nuestras pampas (Julio Irigoyen, 1923) y la intervención en un corto experimental que Soffici filmó improvisadamente en Mendoza, hacia 1924, sobre una situación de Muñeca, de Discépolo. En la amistad con Mario siguió rondando el cine, hasta materializarse en el período sonoro. Gola escribió el libro de Noche federal (1934) y Soffici lo dirigió, breve boceto que no se animó a estrenar. En compensación, le presentó a José A. Ferreyra, de cuyos films Mañana es domingo (1934) y Puente Alsina (1935) resultó la extraordinaria proyección del actor. Sus películas sonoras, de toda laya, llegarían a diez y siete. Los primeros planos iniciales de Puente Alsina anticiparon al héroe de Fuera de la ley (Manuel Romero, 1937), Palermo (Arturo Mom, 1937), La vuelta al nido (Leopoldo Torres Ríos, 1938), La estancia del gaucho Cruz (Torres Ríos, 1938) o Los caranchos de la Florida (Alberto de Zavalía, 1938). En otras películas superó lejos el contexto o se resignó al lucimiento de otros. Aunque su tipo era definido y propenso al drama, no se encasilló. En Nace un amor (Luis Saslavsky, 1938) derivó a la comedia, casi a la farsa. Su filmografía se completa con La barra mendocina (Soffici, 1935), Por buen camino (Eduardo Morera, 1935), La muchachada de a bordo (Romero, 1936), Puerto Nuevo (Soffici-Luis César Amadori, 1936), El pobre Pérez (Amadori, 1937), Mateo (Daniel Tinayre, 1937), Frente a la vida (Enrique de Rosas, 1939) y Hermanos (De Rosas, 1939). Se habló mucho de su intuición. Pero fue, a la vez, un reflexivo con capacidad de autocrítica. Explicaba la necesidad de una “naturalidad convencional”, no posesiva, “una emoción medida, estilizada, sobria, cauta, alerta, que comunique al auditorio cuántos matices emotivos imaginó el dramaturgo”. Existen, además, lúcidas palabras suyas sobre insuficiencias argumentales y directoriales del cine argentino. Estas se comprueban en irregularidades de su filmografía. Le pesaban más los fracasos que los éxitos. Un paso ulterior habría sido armonizar su elocución, desigual, con su plástica impecable. Este “varón de nuestras calles” (definición abarcadora de Julián Centeya, gran amigo de un último tiempo y su biógrafo en desperdigadas páginas) cifró una cúspide en Prisioneros de la tierra, la adaptación de unos cuentos de Horacio Quiroga en la cual hubiera sido un mensú de tragedia, reencontrado en la dirección de Soffici. Desoyó consejos médicos y viajó a Misiones. Una peritonitis estalló, la selva demoró su traslado a Buenos Aires, los mejores médicos nada pudieron hacer. En el tiempo sigue siendo un tipo cinematográfico impar como encarnación del hombre argentino medio. Dejó, asimismo, el ejemplo del raro gobierno de mecanismos internos que lo llevaban a actuar sin parecer que estaba actuando. “En Gola –decía Leopoldo Torre Nilsson, hijo de Torres Ríos–, mi padre admiraba la casi perfección cinematográfica de la actitud, el gesto y la máscara, el orgullo y la humildad tan combinados. Lo respetaba, cuando generalmente a sus otros actores sólo solía estimarlos o quererlos.”

Publicada en Clarín, Buenos Aires, 27 de abril de 1979; e incluida en Cine argentino en capítulos sueltos, libro editado y publicado por el Festival de Mar del Plata en 2008.

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