Crónica de un niño solo, que supone el debut como director del joven intérprete Leonardo Favio, se ha exhibido en una serie de funciones privadas poco antes de salir esta edición de la revista, en un momento en que se ignora cuál será la suerte del film. No se han publicado críticas, no se ha decidido la fecha de estreno, se ignora la recepción que podrá prestar el Instituto Nacional de Cinematografía (del que depende la eventual designación para festivales internacionales) y se ignora todavía si los habituales censores de Buenos Aires, que ya son famosos, no se precipitarán sobre una obra que critica la atención social al niño y que sugiere rasgos desagradables pero auténticos de una vida miserable y sometida.
En las circunstancias, hay que adelantar la constancia de que Crónica es uno de los films argentinos más valiosos de los últimos años. Es en primer lugar un testimonio personal y sincero sobre experiencias infantiles, apoyadas inicialmente en la descripción de un albergue disciplinado, severo, sórdido, y después en la fuga del joven protagonista hacia una villa miseria de la que habrá de salir nuevamente cuando es capturado por un agente policial. Es además un film que ha encontrado un estilo propio, nacido de la misma sinceridad: la narración es económica, concentrada y lacónica, sin las caídas sentimentales y los desvíos literarios a que el tema se prestaba. Esta economía da mayor fuerza a escenas capitales, como la descripción del albergue, de su dormitorio, de su gimnasio, en imágenes que abundan en detalles visuales pero que sólo están comentadas por diálogos brevísimos y por silbatos autoritarios de los celadores. En otros sentidos, la economía es también un énfasis para la mayor sugestión del material, al exhortar la imaginación del espectador con su apunte de unos pocos datos esenciales. En una estupenda labor de cámara, por Ignacio Souto, el director encuentra el apoyo para ese estilo concentrado, con momentos notables como una escena inicial en el dormitorio, una de pelea de niños en un cuarto de baño, la visita de los padres y la secuencia de evasión, incertidumbre y humillación junto al río.
Es probable que Crónica sea otra piedra de escándalo para el cine argentino, en parte por su callada denuncia sobre el descuido en que se tiene a los niños de más baja extracción social, en parte por su connotación de datos sórdidos y hasta por su insistencia en desnudos (masculinos, infantiles). Pero es la clase film valiente y talentoso que merece el apoyo de la crítica y que puede aspirar legítimamente a representar al país en festivales cinematográficos extranjeros. Para el joven Leonardo Favio, que fue intérprete de varios films de Torre Nilsson, es un paso trascendental, no sólo como testimonio de su vida y de sus ideas sino como principio de una carrera distinta. Ha dedicado el film al mismo Torre Nilsson, como un agradecimiento.
Tiempo de cine 18/19, marzo de 1965.
El pueblo vivo es el artista.
LAS PRIMERAS IMÁGENES de El camino hacia la muerte del viejo Reales muestran detenidamente la cara de un cañero tucumano de 75 años. Se escucha su voz –grabada con casi misteriosa habilidad y perfección por un grabador a cassette–, vigorosa y secretamente tierna, que compendia la sustancia de sus días. Dice quién es, qué han hecho de él las circunstancias sociales: “Aquí m’i jubilao, m’i jubilao sobre el trabajo. ¡Ah! ¡Muerto! Ocasiones tenía qué comer y ocasiones ni tenía qué comer. ¡Ya no hay nada! En mi casa tenía gallinas, tenía chancho, tenía gallos de riña ¡buenos! Y aura no tengo nada, ni una pata de nada, porque lo que se acabó se acabó, la dueña se ha acabao, ¿no se va a acabar lo demás? Todo se terminó con esto, todo, todo, no tengo nada de nada, ni una gallina ni nada tengo, se acabó todo, todo se acabó”. Gerardo Ramón Vallejo (30, casado, dos hijos) director y fotógrafo del film, conoció al viejo Reales en 1961. Durante el año 1964 convivió con él y sus tres hijos, y trabajó en la zafra. Seguramente, la transparencia conmovedora del film proviene de la identificación de Vallejo con la vida y los personajes de este pueblo artista, de los que esta familia forma parte. Entrevistado hace poco en un bar de la calle Riobamba, al día siguiente de una proyección del film en los laboratorios Alex, este integrante del Grupo Cine Liberación relató: “El camino… fue filmado entre julio de 1969 y septiembre de 1971. En octubre último obtuvo el Gran Premio del Jurado Internacional de Cine de Mannheim; posteriormente, el premio Fipresci y una Mención Especial de la Oficina Católica Internacional del Cine”.
LA NECESIDAD DE IDENTIFICARSE. Gerardo Vallejo se inició en el cine en 1960, en la escuela de Santa Fe, dirigida por Fernando Birri. Filmó el cortometraje Azúcar en el año 1962, y luego Las cosas ciertas, ambos con la familia Reales. “La experiencia concreta, viviente, junto al campesino –afirma– me lleva de inmediato a acercarme a estos problemas y tratar de conocerlos y profundizarlos, con una acción, en un principio emotiva, humanista, hacia ese hombre. Fue ese corto, Las cosas ciertas, el trabajo que después me unirá a Solanas y Getino en su viaje al Norte. Como una necesidad comienza el trabajo en El camino hacia la muerte del viejo Reales, una necesidad no sólo de testimoniar, sino también de sintetizar y expresar el proceso de identificación que está viviendo el pueblo campesino de Tucumán.” Esta necesidad aparece satisfecha y aun superada en el film, que enfrenta al espectador con una experiencia viva, descarnadamente emocional y también reflexiva. Vallejo refiere: “Cada secuencia es un golpe emotivo, y el conjunto una imagen unitaria que después entrás, naturalmente, a racionalizar. El film tiene muchas lecturas posibles, que no son excluyentes. Pero el destinatario preciso es el mismo protagonista, el pueblo mismo, que vive una condición real que le imposibilita una lectura intelectual, porque es en lo emotivo donde está la mayor capacidad de lectura del pueblo. En esta obra no me interesa la anécdota por sí misma, y cada golpe, cada secuencia, aparece como una síntesis. Porque es una necesidad colectiva de transformación la que hace la película, y su construcción obedece a esas necesidades. Por eso es todo lo contrario de un film de autor, porque existe una concepción colectiva de la que yo he sido únicamente mediador. Y sólo con la convivencia, con la participación, se llega a esa concepción colectiva. El film está pensado y vivido como el que hubiera hecho un campesino si tuviera los medios técnicos para lograrlo.” La única presentación pública de El camino…, por el momento, disipa toda duda. El 12 de marzo se realizó en Tucumán la primera exhibición en la Argentina. Y es ese mismo pueblo, al que Vallejo considera el principal autor y protagonista, quien reconoce la obra como suya y la ovaciona, dándole una legalidad de plebiscito. Vallejo, en la ocasión, fue sacado en andas y aplaudido por los concurrentes. El film fue comenzado con un equipo mínimo; cámara de 16 milímetros convencional, a cuerda, y un grabador a cassettes, que operaba Jorge Kuschnir. Unos veinte amigos proporcionaron unas cuantas latas de película. En su obra, Vallejo cuenta cuatro historias a través de apuntes, datos, y testimonios de distintos momentos de la vida del viejo Reales y de sus tres hijos, Ángel, Mariano y Pibe. Este último es el único creado, o recreado, pues se le hace jugar un papel muy posible que, sin embargo, no es su realidad. El mismo viejo Reales representa su muerte, que imagina en el cañaveral: “Machadito, para no sentirla”. Esta muerte coincidirá, en el epílogo, con la muerte que le tocó, análoga a la representada. El entrelazamiento estrecho entre el documento y la ficción configura un tercer género, que participa de los dos y los supera. La poesía, belleza y la originalidad del film, elevado por momentos de gracia de ángel del viejo Reales, y por su verdad y su vida –después de su calificación por el Instituto Nacional de Cinematografía– será accesible al espectador argentino. Por lo menos, es lo que se espera.
Panorama, 4 de mayo de 1972.
Un testimonio personal.
De cómo fracasé con Los traidores.
EL CAOS SOCIAL ARGENTINO ha sido un largo y duro proceso, que no pudo ser corregido por sucesivos gobiernos militares ni democráticos. Algunos episodios trascendieron a la prensa internacional, como el Cordobazo (1969), el secuestro y asesinato del ex presidente Aramburu (1970), la masacre de Ezeiza cuando regresó Perón (1973). Pero sólo quienes hayan vivido en Argentina durante el inmediato gobierno peronista podrán entender hasta dónde fue recibido con alegría el golpe militar de Videla y otros (marzo 1976), sin adivinar a su vez que ése sería el comienzo de la más criminal represión conocida por el país en toda su historia. A la actividad guerrillera anterior se sumó durante 1974-1975 una cadena de asesinatos, secuestros, atentados contra diarios y personas, que en buena medida fueron la obra de las AAA (por Alianza Anticomunista Argentina), un grupo ilegal, sin sede ni estatuto, empeñado en matar a izquierdistas, incluyendo a aquellos hombres de la izquierda (como los Montoneros) que habían colaborado para que Perón volviera al poder. Las divisiones internas entre todas las facciones harían imposible fijar líneas de ideología o de conducta, porque la amenaza del crimen o del forzado exilio afectó por igual a políticos, industriales, dirigentes obreros, estudiantes. En ese clima de confusión y de terror operaron también los sindicatos, devueltos desde 1973 a alguna forma del poder al provocar huelgas y ejercer muy variadas presiones sobre políticos. Y dentro de los sindicatos se produjeron también las luchas por ese poder, que en el caso suponía el manejo de enormes cantidades de dinero. Su consecuencia fue la corrupción de muchos dirigentes sindicales, acusados en sus propias filas por “entreguismo” de los movimientos obreros, mediante acuerdos clandestinos con industriales y empresarios. Las acusaciones de corrupción no eran un fenómeno nuevo y han proseguido por cierto hasta el gobierno Menem, pero su mejor demostración fue entonces el asesinato de dirigentes sindicales como Vandor, Alonso y José Rucci, tres episodios que mantienen hasta hoy su cuota de misterio. Igual que Ezeiza en 1973 o que los atentados anti-israelíes de 1992 y 1994, en Argentina los crímenes no se aclaran. Leyes, decretos, fallos judiciales y tenaces silencios han protegido y protegen a criminales y delincuentes de todo orden. Hoy se sabe que José López Rega fue el jefe de las AAA, pero nadie llegó a ponerlo preso. Aún más grave es que los peronistas procuren disimular que López Rega fue mano derecha de Perón y que sin él no habría llegado a su macabra ejecutoría.
PERIODISTA CURIOSO. En 1975 yo escribía en el semanario Panorama, sin perjuicio de otras tareas en la Editorial Abril, donde la revista se publicaba. Allí me tocó ser testigo de los volantes de las AAA, que ordenaban y consiguieron el exilio de César Civita y de su hijo Carlos Civita, dueños de la empresa, a quienes por cierto no se habría podido acusar de tendencias izquierdistas.
Las conversaciones con colegas me hicieron saber que alguien había filmado en Argentina una película de denuncia, titulada Los traidores, que describía nada menos que la corrupción de los sindicatos. Era obvio que una película semejante no podría ser exhibida en salas de estreno. Pero un sábado a la mañana, en una fecha insegura de 1975, apareció en el diario La Prensa un minúsculo recuadro que anunciaba Los traidores en una función especial y única, similar a otras que regularmente obtienen cinematecas y cineclubes. La sala estaba en la calle Corrientes, acera impar, a la altura del 3.000. Fui esa tarde, presenté mi carnet de prensa y me dejaron entrar sin problemas. Era el local de un sindicato que hoy no conseguiría identificar. La proyección se hacía en 16 milímetros, con una pantalla portátil, ante un centenar de personas sentadas en sillas sueltas y colocadas como en una platea. Antes de llegar allí tenía sobre la película el único dato de que su director y posible argumentista era Raymundo Gleyzer, a quien tampoco conocía. Quedé asombrado. El primer dato singular de Los traidores es su descripción del ascenso y caída de su protagonista, un dirigente sindical corrupto que la película identifica con el nombre ficticio de Roberto Barrera y que de hecho es un símbolo de otros secretarios de sindicatos, en especial Timoteo Vandor. Una película con ese tema suponía un inmenso coraje en un país donde el peronismo aún gobernaba y donde los sindicatos no sólo tenían la fuerza del dinero sino también comandos armados que desarrollaban sus propias guerras internas, con bombas y balazos para los disidentes. El paralelo con la realidad se hacía más evidente en el final de la narración, donde Barrera, tras indecorosas maniobras de “entreguismo” para su lucro personal, es asesinado en la última escena por un comando que aparece repentinamente en la sede. Ese episodio final estaba calcado de la muerte de Vandor, junio 1969, en el local de la Unión Obrera Metalúrgica. Mi segundo asombro fue la estructura de la narración, que no se limitaba a presentar hechos exteriores (con alguna intercalación de noticiosos documentales) sino que se introducía en la psicología del personaje. Ante una difícil elección de autoridades en el sindicato, Barrera diseña un simulacro de secuestro. Mientras los votantes lo creen capturado por la policía o por algún comando rival, lo cual le convierte en héroe o en víctima, Barrera deja en una estación ferroviaria a esposa e hijos, se refugia durante tres días en casa de una amante y sólo regresa tras haber triunfado en aquella votación. La maniobra ilustra su astucia y también su hipocresía, porque al mismo tiempo la narración detalla cómo en el camino Barrera pisotea a ambas mujeres y a viejos camaradas. Esa hábil concepción argumental se reúne con otros logros expresivos. En un reiterado racconto de su ascenso en el gremio, el protagonista (Víctor Proncet) aparece sin bigote, mientras todas las acciones del presente lo muestran con bigote, diferenciando tiempos con ese sencillo recurso. Las conversaciones de Barrera con sus compañeros, con la patronal, con militares poderosos, incluyen sutilezas de planteo y diálogo que revelan una perspicaz concepción de cómo los idealistas de ayer se transforman en los corruptos de hoy: aquí se cancela una huelga para “no perder las fuentes de trabajo”, allá se transa en el despido de docenas o centenares de obreros siempre que la patronal indemnice secretamente a las autoridades sindicales. En un episodio cercano al final, que tiene su humor, Barrera sueña con su propio entierro, en una pesadilla que es también una parodia. La mayor virtud de Los traidores es haber mostrado a su Barrera por fuera y por dentro.
UNA NEGATIVA. La película carece de todo título previo o final para su identificación. No deja constancia de director, intérpretes ni personal técnico. Cuando terminó la proyección de aquella tarde, encaré a los tres hombres que estaban desarmando el equipo, con la ilusión de que uno de ellos fuera Raymundo Gleyzer. No lo era. Me dijeron que el director estaba en el exterior, pero que en cambio podría hablar con Víctor Proncet, que en ese momento entraba a la sala y que era con certeza el Roberto Barrera de la ficción.
Señalé a Proncet que me gustaría hablar con él unos minutos, para un inmediato artículo en Panorama. Pero él se negó. Me dijo algo así como “Mire, mi amigo, le agradezco pero de esta película no hay que escribir. Lo que hay que hacer es mostrarla en los sindicatos”. Tenía razón, desde luego, pero no es probable que una amplia exhibición de Los traidores, aun si hubiera sido posible, habría mejorado la honestidad de los dirigentes sindicales en los veinte años siguientes.
AUTOCENSURA. En el lunes siguiente a aquel sábado, comencé por hablar con la dirección de Panorama, que en aquel momento estaba a cargo de Jorge Lozano y Ernesto Schóo. Tengo buenos motivos para elogiar a ambos, tras haber compartido muchas conversaciones y varias salas de redacción. De Lozano (hoy fallecido) debo decir que estimé su conocimiento y sus contactos en la política argentina; fui testigo de cuando lo llamaron a Redacción para comunicarle el secuestro de Aramburu (1970) diez minutos después de sucedido. A Lozano le dije que Los traidores era una suerte de milagro en el cine argentino de la época y, más allá, en la Argentina de la época. Y fue Lozano quien me dijo que no escribiera sobre Los traidores o, en todo caso, que escribiera para mis cuadernos de apuntes, si los hubiere, pero no para Panorama. Eso empezó por fastidiarme, aunque la decisión era irreversible, porque Lozano era el director. Antes y después de aquel momento he escrito sobre la censura en el cine y sólo podía molestarme la censura en el periodismo. Pero poco después advertí que también Lozano tenía razón. Hoy es imposible saber qué habría ocurrido con una nota elogiosa de Los traidores en las páginas de Panorama. Quizá una bomba nos habría liquidado a todos y estas líneas nunca habrían sido escritas. La historia de mi fracaso personal con Los traidores necesita dos constancias adicionales. Hacia 1978, viviendo en Barcelona, comprobé en un diario que la película se estaba exhibiendo en una de las “salas especiales” de Madrid. Era una buena noticia, simultánea a la represión militar argentina y al exilio en España de por lo menos cuatro integrantes del elenco, uno de los cuales (Luis Politti) falleció allí. La otra constancia surge de una revisión 1995 de Los traidores, gracias a una providencial copia en video. Me sorprendió verla en colores, porque estaba seguro de que aquella primera exhibición de 1975 se hizo con una copia en blanco y negro, pero volví a apreciar su coraje y su estructura, apenas herida por alguna confusión en sus combinaciones de pasado y presente para narrar un argumento que de hecho alude a toda la década de 1960. Hay mucha fuerza en las escenas de palizas, en una de torturas y en los diálogos que documentan la corrupción de Barrera, tanto con los compañeros como con los representantes de empresas, incluyendo un grupo norteamericano que negocia debidamente en inglés. Y resurgió otro recuerdo, de una conversación cuya fecha probable debió ser 1974. Estuve presente en una reunión apenas sociable con Leopoldo Torre Nilsson y su equipo. Allí estaba José Slavin, abogado, actor, socio del director en cierta etapa y hombre vinculado profesionalmente a alguna actividad sindical. Le pregunté cómo hacían los dirigentes obreros, nacidos en la humildad, para enriquecerse hasta la ostentación. Su respuesta podría sintetizarse así: “Debes saber, ante todo, que manejan los aportes de miles de obreros, en algunos casos por afiliaciones obligatorias que ordenó Perón. Así que deciden sobre propiedades y bienes por valores millonarios. ¿Te has fijado que cuando venden algo del sindicato lo venden muy barato y que cuando compran, lo compran muy caro?”.
Film, abril/mayo de 1995.
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