Cuando el año pasado se estrenó Río Mekong –también referido a los inmigrantes que llegaron a comienzos de la década del 80- se sacó del olvido la historia de los laosianos que llegaron a nuestro país escapando de la guerra civil, atraídos por el ofrecimiento de un lugar remoto del que no conocían nada –y que, como el de ellos, estaba gobernado por un gobierno dictatorial, aunque de signo ideológico contrario-. Mekong Paraná vuelve sobre el tema, pero estableciendo una serie de elementos diferentes. Esos elementos están planteados desde el inicio, cuando se acentúa el recorrido histórico para entender por qué tantos laosianos escaparon de su país, trabajando sobre el contexto. Laos fue, durante la guerra de Vietnam, un espacio intermedio entre el territorio vietnamita y el de Tailandia, desde donde atacaban las fuerzas armadas norteamericanas. Al finalizar la guerra, el triunfo de la guerrilla de izquierda que llega al poder instala condiciones diferentes en el entramado social laosiano (Penghta lo sintetiza recordando su juventud y la prohibición en cuanto a horarios nocturnos, vestimenta y hasta el largo de pelo que se podía llevar). La huida a Tailandia, vista como la única oportunidad de tener un futuro, implicaba el peligroso cruce del río Mekong, frontera natural entre ambos países, pero constantemente vigilada para evitar las huidas.
Si Mekong Paraná omite la referencia a la dictadura argentina como origen del ofrecimiento del viaje, es porque le interesa centrarse en la forma en que los protagonistas de su historia terminaron derivando hacia un país que no conocían. Al situarse en la perspectiva de los inmigrantes, ese contexto político que les era desconocido perdía relevancia, en tanto se trataba de sobrevivir. En todos los relatos hay una coincidencia en el azar, en las condiciones de admisión y no, como parece en una primera instancia, en el descarte. Pensar primero en Francia, en Estados Unidos, en Alemania, eran elecciones lógicas, pero que implicaban otros tiempos. Después de permanecer por más de dos años en un campo de refugiados en un país ajeno, como les ocurría a todos ellos, la decisión no se cifraba tanto en los territorios, sino en los tiempos. Los países de esa primera elección implicaban una espera de, al menos, seis meses más, mientras que la propuesta argentina implicaba una inmediatez (al punto que uno de los involucrados relata que no pasaron más de 15 días entre el momento de anotarse y la partida). Elegir Argentina implicaba salir del campo de refugiados de manera definitiva en poco tiempo. Si el campo de refugiados se había implicado como una especie de prisión abierta, ese territorio desconocido era la posibilidad de liberación, de reencauzar la vida, de tener una posibilidad de volver a vivir.
Lo interesante es que el documental encuentra su camino a partir de una elección que en un primer momento puede parecer poco apropiada: más que reportar una comunidad a partir de uno de sus miembros, se concentra en una familia. Más que dar cuenta de una cultura inserta en un suelo extraño, personaliza el recorrido. De allí que haya un énfasis mayor en la reconstrucción de la huida y en la descripción del campo de refugiados, recurriendo para lo primero, a la animación como complemento del relato oral, y para el segundo, a una colección de fotos que sobrevivieron a la travesía. Y lo paradójico (y a la vez notable) es que esas fotos (y en parte también la animación, sobre todo en la mujer que abriga a Som y a su prima) no reflejan el sufrimiento del encierro, sino una relajación impensada, una serie de gestos en los que abunda la sonrisa, una construcción de una normalidad que les permitía seguir viviendo. El matrimonio entre Som y Penghta –y también el nacimiento de Makoto, el primer hijo de ambos- da cuenta de esa necesidad de subsistir dentro de un refugio. Las fotos construyen una instancia de felicidad extraña, pero a la vez lejana: allí también están los que quedaron lejos, los que no se volvieron a ver, la tierra a la que no se pudo regresar. Mientras en esas fotos, y en las que subsisten del viaje hacia la Argentina, el recuerdo se vuelve diáfano, el relato de la tristeza se mantiene una y otra vez en la oralidad: no vemos otras fotos de la madre de Penghta, no sabemos si hubo cartas o llamados telefónicos, como esos territorios y mares que marcan la distancia física concreta, hubieran marcado definitivamente la disolución de la familia.
De allí entonces que el concepto de familia se vuelva absolutamente central en el relato. Pero no el concepto tradicional de familia, sino de uno marcado por la necesidad de encontrarse en una tierra desconocida y con un idioma que no sabían hablar. Néstor, el segundo hijo del matrimonio, señala que allí en Santa Fe (lugar elegido porque en un mapa vieron que había muchos ríos como en el país de origen) no hay comunidad laosiana, sino familias dispersas. Nodos aislados, dice. Como una suerte de islas que en lugar de estar asentadas, flotan por el río hasta que en algún momento la deriva las lleva al encuentro. Separados por kilómetros de distancia, no pueden constituir la supervivencia de la cultura de origen. El idioma se pierde entre la imposibilidad de hablarlo con otros y la necesidad de aprender el del lugar al que llegaron para poder comunicarse (y es absolutamente angustiante el relato de lo que tuvieron que hacer cuando Néstor, siendo niño, se quemó las piernas con agua hirviendo). A diferencia de lo que pasaba en Río Mekong –que trabajaba sobre comunidades asentadas en Chascomus y en Misiones- aquí la cultura se disgrega, se pierde en la distancia, no encuentra más puntos de referencia que la reunión del final, con otras familias que viajaron al país en aquel momento y que constituyen una redefinición del concepto de familia. Ya no se trata de un armado tradicional –los hijos dicen que no supieron de qué se trataba tener primos o tíos reales- sino de una construcción en la que se sustituyen los lazos originales de sangre por otros que se fueron forjando por el destino común.
Sobre el final, el relato de Penghta sobre las semillas de los frutos que guardaron durante el viaje y que sembraron en la nueva tierra no funciona solo como una representación simbólica. No se trata solo de ver en ese árbol que cuajó una referencia a esa familia que logró sobrevivir y echar sus raíces en un territorio ajeno. Se trata de entender que en ese gesto, en eso que dice Som, respecto de que se siente más argentina que laosiana, la película encuentra ese punto en el que el relato se vuelve agridulce, entre el reconocimiento de un lugar en el que han podido sobrevivir y criar a sus hijos y la distancia con aquel lugar del que provienen, donde quedaron la familia y los orígenes, pero también parte del sufrimiento y el dolor.
Calificación: 6.5/10
Mekong Paraná: Los últimos laosianos (Argentina, 2019). Dirección: Ignacio Javier Luccisano. Guion: Ignacio Luccisano, Susana Persello. Fotografía: Martín Turnes. Música: Pablo Crespo. Montaje: Luciana Murujosa. Producción: Hugo Crexell. Duración: 70 minutos.
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