La primera vez que supe de la existencia de Gyula Kosice fue hace unos 35 años. Fue a partir de una nota que apareció en el suplemento Cultura y Nación del diario Clarín, ilustrada con alguna foto de sus obras. Yo no tenía idea de lo que significaba el arte cinético, ni –vamos a ser sinceros- tampoco me interesaba demasiado el arte en sí, en plena adolescencia transcurrida entre el adentro de una escuela católica y el afuera de la dictadura militar. Pero la rareza del nombre, que fuera argentino a pesar de ello y seguramente la foto llamaron mi atención: durante años seguí sin saber demasiado de esa zona artística pero el nombre de Kosice había quedado grabado en la memoria.
No es que ahora sepa mucho sobre arte: hay lenguajes cuyas especificidades se me escapan y sobre los que no puedo dar una opinión fundada. Sin embargo, es el propio artista que viene en mi ayuda. En un momento de Kosice Hidroespacial cuenta lo que le ocurrió ese mismo día durante la visita de los niños de una escuela a su casa-museo (porque, sí, aunque parezca extraño, llevaban a los niños a ver las obras y a charlar con Kosice). Uno de los chicos, ante sus obras, preguntó para qué servían. La respuesta fue más o menos así: “Si te gusta y te hace sentir bien, es suficiente, no hace falta que sirva para algo”. Así entiende al arte: despegado completamente de lo utilitario, de la necesidad de explicaciones complejas. Pero también resuelve la cuestión de la evaluación de lo artístico, poniéndola en otra órbita: el arte es entonces una experiencia subjetiva, el encuentro de una creación con la mirada de otro, basada en el disfrute más que en el juzgamiento estético.
Pero, a pesar de los años transcurridos, Kosice sigue siendo una suerte de enigma, un gran desconocido –o un gran no reconocido, para seguir con las palabras que él mismo señala en una entrevista del año 2002-. Kosice Hidroespacial cumple, desde ese lugar, con lo que vemos en la primera escena en que dos hombres entran en la sala, encendiendo las luces: iluminar a través de la obra la dimensión de un artista; sacar de la oscuridad del desconocimiento a un creador singular, dejando testimonio de su pensamiento.
No es descabellada la idea que subyace en el documental de ver a Kosice como un artista único. No porque sea el objeto de su mirada y eso alcance para convencerse. Sino porque construye una imagen del artista que se escapa del aplastamiento de la bidimensionalidad que podría implicar la vida y la obra como resumen. Vida y obra están expuestas –a veces con una excesiva linealidad biográfica-, pero como un movimiento unívoco, aunadas con la expresión de las ideas. “Para un artista no existe ocuparse de otras cosas”, dice, afirmando esa imposibilidad de separarlos como si fueran compartimentos estancos.
De allí que el documental ensaye un par de movimientos en los cuales sostiene esa concepción. La relación de Kosice con el agua resulta vital en la dualidad entre la vida y la muerte. Si el agua fue un vehículo de vida en el trayecto que sus padres siguieron desde Kosice –la ciudad que antes era Hungría y ahora es Eslovaquia-, se volvió de muerte en el episodio en el que estuvo a punto de morir ahogado. En la representación de ese momento, el documental configura el contraste: el terror del niño Gyula cuando siente su cuerpo llenarse de agua debe ser vencido por una concepción del cuerpo en la que el agua no se excluye sino que se integra, y que además funciona como motor del movimiento –“Mi cuerpo es hidrocinético y mi cerebro irriga ideas torrenciales”. Esa imagen en la que el cuerpo parece sumergirse lentamente, apenas dejando salir alguna burbuja de aire de las fosas nasales, contrasta con el agua en movimiento, con la multitud de burbujas que suben por la superficie de las obras de Kosice. Transformar el terror en vitalidad, y el movimiento en obra.
El otro elemento es la concepción de la invención, que admite una doble lectura. Por un lado, la fascinación infantil por las máquinas de Leonardo Da Vinci (que ahora se replica en la expresión de los niños ante sus obras). Por el otro, la idea de que Kosice se inventó a sí mismo. Cambiando su apellido por el de la ciudad que remite al origen, pero por sobre todo porque trabajó con aquello que no era la materia del arte: el aire y el agua. Lo que no se puede moldear. Lo que requiere una intervención. Es más que interesante contrastar dos momentos en los que el documental hace hincapié. La problematización del marco en la pintura formulada por Rhod Rothfuss como parte del Movimiento Madí, y la necesidad de Kosice de crear un nuevo lenguaje para el arte que pretendía realizar. La ruptura del marco como una forma de derribar las fronteras establecidas por la forma implica también el necesario entramado entre forma y contenido. Pero en el universo Kosice implica, por sobre todo, encontrar la forma precisa que se relacione con un contenido hecho de agua y aire. En esa tensión se juega la creación única del artista, en esa necesidad de crear desde la nada, como si aquella orfandad de su vida –sus padres murieron, ambos antes de que cumpliera 11 años- se repitiera en un arte que se inicia en la inexistencia de referencias.
Kosice, señala el documental, se hizo a sí mismo, virtualmente desde la nada. Construyó una obra, un lenguaje y fue el artista que lo llevó a la práctica. Se proyectó hacia el futuro desde la utopía, agregando una fascinación adicional a una obra hecha de aire, agua y luz, de movimiento. Sacó al arte del encierro para ponerlo en el espacio público, volviéndose anónimo en ese mismo movimiento (¿cuántos platenses sabemos que hay un Kosice mostrándonos el futuro posible en las entrañas de la ciudad?¿cuantos porteños reconocerían sus obras en los espacios públicos?).Es en esa puesta en descubrimiento que logra el objetivo planeado: demostrar que Kosice es irrepetible, único, mientras sigue esperando el reconocimiento que merece.
Kosice Hidroespacial (Argentina, 2018). Dirección: Gabriel Saie. Guion: Gabriel Saie. Fotografía: Mariano Suárez. Edición: Federico Rozas. Duración: 65 minutos.
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