No es fácil meterse en el universo de Esperando la carroza. Sobre todo porque si hay una película que podría simbolizar una “grieta” en el cine argentino es ésta. La cinefilia dura la detesta con todas sus fuerzas, con argumentos que apuntan tanto al grotesco como forma de comicidad llevada al extremo como a su formulación más cercana a los estándares televisivos que a los cinematográficos. Otros sectores menos exigentes la consideran una obra maestra insoslayable, apelando a la recreación de una identidad nacional exacerbada que disimula cualquier otro defecto (como por ejemplo, las limitaciones a la hora de adaptar la pieza teatral original). Entre esas posiciones extremas parece no haber posibilidad de intervención. Uno de los elementos que la cinefilia pasa por alto –quizás porque implicaría profundizar en otras cuestiones que sacarían el análisis de un laboratorio- es que más allá de sus virtudes y defectos, hay algo en la película de Alejandro Doria que ha tocado una fibra popular que va más allá de cualquier análisis cinematográfico. Hay algo en esa construcción que quizás exceda lo que buscó la película originalmente y que, en un momento determinado, encontró una ligazón con su público que debe explicarse por otros caminos, menos ligados a la formulación estética de la película. Solo por tomar un ejemplo del mismo director, la diferencia puede encontrarse en cómo fue recibido su intento de reincidencia en los modos del grotesco y la representación social que fue Cien veces no debo.
El riesgo implícito que asume Carroceros es el rechazo prejuicioso por situarse en uno de los dos lados, ya desde el mismo título que refiere al nombre que se han dado los fanáticos de la película. Carroceros está contada desde el lugar del fanático, pero con una particularidad: Mariano Frigerio, uno de los directores de la película, es una especie de “carrocero” individual, un fanático puertas adentro, que en un determinado momento se asoma a la dimensión de los grupos que a partir de las redes sociales se han generado como una forma de culto. En esa construcción, el espectador entra en ese universo desconocido al mismo tiempo que el narrador de la película. Es su propia curiosidad la que abre la puerta al conocimiento. Esa narración “desde adentro” mismo del fenómeno, es la que le permite sortear el prejuicio: la mirada externa que lo analiza justamente como un fenómeno está ausente y lo que aparece es el descubrimiento, más o menos maravillado o azorado, de las proporciones que adquiere el culto de la película. Esas decisiones implican que el narrador no cuente la historia desde el conocimiento previo, sino que se asuma a sí mismo como una especie de principiante que está intentando llegar a escalas superiores de un culto que profesa, pero de manera limitada.
De allí se deriva que el recorrido visual que establece la película funcione como una especie de círculos concéntricos. Al comienzo, la cámara acompaña a Mariano en su recorrido individual que no solamente ubica la casa donde se filmó la película –lugar sagrado, punto central de las peregrinaciones de los carroceros-, sino que registra otras locaciones cercanas –la terraza de otra casa; la plaza y las calles donde se filmaron algunas escenas de exteriores- y entabla un diálogo con los vecinos que recuerdan detalles de la filmación. De todas formas, la narrativa se despega de la necesidad de recuperar de qué manera fue filmada, para situarse en el terreno del anecdotario de contexto: que un vecino prestó algunos muebles, que otro les dio todas las macetas que aparecen en la casa, que también habían alquilado la casa de enfrente para que funcione como camarín, que la casilla donde vive el personaje que hace Pinti se hizo en los fondos de la casa original.
Hay algo en esos elementos que va estableciendo un clima festivo que entra en relación directa con la irrupción de los grupos de fanáticos. El documental va ampliando ese círculo inicial registrando los tours que se organizan los fines de semana y que recorren todas las locaciones del barrio, la forma en que se produce la representación de algunas escenas entre ellos y hasta un casting que convoca a los carroceros y donde se ponen a prueba sus conocimientos sobre la película y los personajes. Lo que aparece es un sentimiento de pertenencia a una especie de comunidad en la que sus miembros se reconocen inmediatamente. A diferencia de otras comunidades, lo que los identifica no son señas exteriores ni elementos que los señalan desde lo visual. Es la palabra. La repetición sistemática de los diálogos aprendidos de memoria después de centenares de visiones de la película. Un momento en el que la película original se deshace y se recompone en la recuperación de sus diálogos, en la puesta en escena casual, en el que una situación sirve como disparador. Ya no se trata solo de aquello que el documental explora en el comienzo, incluso con los actores que aún viven, sobre las frases que suelen repetir de la película en la vida cotidiana. Tampoco se trata de la mera repetición sobre el fondo de la película, como hace ese grupo que vuelve a verla mientras, como no puede ser de otra manera, comen empanadas. Es la forma en que la película original es apenas una excusa, un fondo mencionado, para iniciar los diálogos y para que personas que hasta poco antes no se conocían, vayan asumiendo los diferentes personajes de una escena. Esperando la carroza es entonces, para los carroceros, una puerta de doble entrada que conecta la realidad con la ficción y donde ambas se entremezclan, en tanto las escenas creadas por otros se corporizan en sus vidas en ese instante. Como si encarnaran en esos personajes, sus vidas entran en el espacio de una ficción ajena que ellos vuelven a representar como si fuera propia y que además está incorporada a su propia realidad.
Los hallazgos de la película no pasan entonces por la revelación de elementos desconocidos –como podrían ser las filmaciones en las que se ve a Antonio Gasalla en las sesiones de maquillaje-, sino por la forma en que lo desconocido entra en la historia por el puro azar –como la aparición de la madre del nene que hace de hijo del personaje de Cecilia Rosetto en la película- o por la curiosidad sumada al entusiasmo –la posibilidad de acceder a la terraza, lo que surge de los diálogos con los vecinos-. Pero también es la insistencia y la búsqueda, el rodearse como quien busca cobijo y protección, de aquellos carroceros de más recorrido, de mayor fanatismo. Porque, a fin de cuentas, el objetivo está planteado ya en el comienzo. Es esa casa que funciona como un santuario tan cercano –en tanto lugar identificado- como lejano –por la imposibilidad de acceder a él-. En cierta medida es esa dualidad lo que ha convertido a la casa de la filmación en esa pieza central del culto. Lo que subyace en el trayecto del documental es la negociación paciente con los dueños para poder acceder a la casa como una culminación de esa búsqueda inicial. Lo más interesante es que la resolución de esa instancia en el final del documental mantiene la persistencia de la dualidad mencionada: la casa se volverá más cercana para ese grupo de fanáticos carroceros, pero permanecerá en el mismo lugar para el espectador, ahora consciente de que su lugar en ese mundo ajeno es el de observador, a lo sumo de principiante que deberá, como han hecho todos, recorrer todos los estamentos para llegar al mismo lugar donde han llegado otros.
Carroceros, a pesar de aquella grieta mencionada en el comienzo, funciona no solamente como un reflejo de la pasión que despierta esa película. También llega por extensión a todo fanatismo cinematográfico, que funciona construyendo santuarios, estructurándose como suerte de proto-religiones, y centrándose en la idea del culto comunitario por sobre cualquier explicación intelectual. Es que a fin de cuentas la cinefilia no es más que la pasión puesta en función de un objeto cinematográfico. Que se trate de una película popular como la de Doria o de una obra de arte puramente cinematográfico es lo de menos, porque de lo que se trata no es de una película o del cine mismo, sino de cómo nos relacionamos con ellos. Aunque hable específicamente de un nosotros acotado, el mayor logro de Carroceros es trascender ese espacio para hablar de un nosotros mucho más amplio.
Calificación: 7/10
Carroceros (Argentina, 2021). Guion y dirección: Denise Urfeig y Mariano Frigerio. Fotografía: Pablo Parra. Montaje: Natasha Valerga. Música: Adrián Guzmán. Elenco: Antonio Gasalla, Luis Brandoni, Enrique Pinti, Lidia Catalano, Mónica Villa, Betiana Blum, Andrea Tenuta, Cecilia Rosetto, Diana Frey. Duración: 74 minutos. Disponible en Cine Ar Play.
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