Necesidad de la herejía. Gustavo Fontán liberó, para su acceso abierto, una obra compuesta de dos cortometrajes integrados. Y una vez más confirmo que es en sus tratamientos donde se deja ver, como tema mismo del cuadro, que el cine no muestra imágenes -tal la afirmación deleuziana-: las rodea de un mundo. El que enviste los espacios que la cámara investiga, el que aprovecha cada textura como punto de partida para que el aquí y ahora sea un punto -solo un punto- de despegue a lo virtual. Dejar de lado el camino corto de la linealidad narrativa como alternativa excluyente es necesario para que tal percepción se habilite. Más aún: estas relaciones con las imágenes confirman que cuanto menos se sepa, cuanto menos se intente averiguar sobre tiempo y espacio de cada elemento de la película, sobre la historia que rodeó cada hallazgo, tanto más amplia es la posibilidad de abrirse a la completitud propia, la organización de cada espectador. Pienso esto último a partir de una interpelación personal: este mismo trabajo me tentó en un primer momento a la averiguación de algún que otro dato, dada la abstinencia de anclajes que acotarían mi apropiación, pero jugarían su habitual rol tranquilizador. Somos buenos hijos del mito, pero siempre con la oportunidad de la herejía. Y la materia propia de las cosas con la que este díptico se alimenta abre, no la puerta, sino la ventana a esa oportunidad.
Componentes de la imagen. Como la ventana fuera de campo desde la que la cámara parece espiar, sigilosa, las texturas de Jardín de piedra y de Luz de agua, los dos trabajos. Un solo concepto donde integra lo visual como recorrido por detalles, por espacios en foco y fuera de foco, entre la sensación de lejanía y un mundo que casi parecemos integrar; lo sonoro, en ciertos momentos como silencio-testigo, en otros como presencia de la naturaleza, o como la voz en off de un pescador cuyos parlamentos aportan desde la materialidad de su forma; y la palabra desde textos poéticos de Hector Viel Temperley y de John Alec Baker que irrumpen alternadamente en placas.

Jardín de piedra. El primer trabajo se subdivide en la construcción de un espacio diurno y otro nocturno. Arranca por un desplazamiento de la lente por un travelling desde un exterior (arriba) a un interior (abajo), desde un sutil ojo de la cámara, que no hurga en la intimidad. No hay voyeurismo, sí una sutil curiosidad, una cautela en el desplazamiento desde el plano secuencia. Cada resto es un hallazgo: un tacho de basura caído, un techo oxidado, una escoba gastada, una manta con manchas de pintura, paredes despintadas, con historia de décadas que gritan generaciones de vidas precedentes sin necesidad de sonido. Restos de naturaleza, de lo entonces habitable: es el sentir de la morada actual, donde la vida misma se vio obligada a resignificarse (el contexto actual de pandemia juega como dato duro sobre la condición de producción del material). La sigilosidad que acompaña el recorrido de la lente, ese trayecto sutil, vuelve cada superficie otro mundo. No es un espacio pos apocalíptico, no es una imagen distópica: es la materialidad de los restos de aquel y este mundo, en una misma unidad temporal y espacial. Todos los rincones develando su historia desde su materia. Ropa tendida en el exterior: hay vida actual. Y vida en el interior de esa casa de enfrente, algo en ese mundo que se asoma. Pero esto último es solo un atisbo, en una ventana donde algo surge pero opaco, limitado por el marco. Aparecen dos figuras humanas: una se desplaza, pasa un secador al piso, un enfermero acomoda a una anciana en una silla de ruedas. Esta última aparición plantea otra capa de virtualidad: desde el fuera de foco, una provisoria documentalización que no informa. Pequeña pantalla de la que emanan destellos de vida. De ese interior texturado, expresivo, brota una superficie donde un grupo de turistas descienden por escalera hacia un espaciopresumiblemente mítico. Una evidente imagen de archivo: ¿cómo se integra al mundo? Desde una capa más que se filtra a través de las hendiduras; la Historia que atraviesa cada tiempo. Fue al enterarme con posterioridad de que esas imágenes fueron tomadas en Jerusalemque comencé a pensar en la prescindencia del dato.
En el espacio nocturno, esa superficie turístico-metafísica continúa con el recorrido de la gente por su espacio interior, ya con la penumbra de la hora avanzada. Que en el montaje conecta con lo diurno nuevamente, en la textura de una pared. Desde ahí regresamos en una aparente circularidad al desplazamiento de cámara inicial. Pero con una variante: las plantas que se encuentran por delante de la ventana apuestan a una pregnancia del color que resignifica la imagen. Una armonía que se organiza luego de que todo fue fragmento. Dentro de aquella casa, hombres con delantales y guantes se desplazan y parecen desinfectar el ambiente. El color de la naturaleza va ganando el exterior, y se adueña paulatinamente de cada rincón hasta abarcar todo el cuadro. Como si la vida regresara con toda la fuerza de sus posibilidades. La armonía del final es un logro, no está dada.

Luz de agua. El segundo cortometraje ofrece un universo contiguo al anterior; otro espacio/tiempo aledaño y sobre todo coalescente. Siempre partiendo de la misma casa original, esta vez con la materialidad de la lluvia y el después de la misma sobre el exterior de la casa-panóptico desde la que Fontán construye su concepto. De la percepción del agua sobre las texturas, que plantean a su vez nuevas texturas, nos trasladamos a otro espacio virtual unido en montaje con el previo. Porque también se trata de otro afuera lluvioso: un lago con botes. Todo el cuadro se presenta fuera de foco. Copas de árboles flacos desde donde se filtra el cielo encapotado, y muy poco de un sol tímido que pretende asomar. El espacio de los contornos exteriores de la vivienda, que se presume más cerca de lo actual, es pisado por la voz de un pescador, narrativamente ligado al lago y sus entornos. Un travelling por los árboles que bordean una orilla: “Cuando llegué, sentí que los árboles crujían… rompían, los árboles…”. Y sigue evocando un momento en el que ató su lancha a un árbol, y cayó un gajo al lado. Y como otros pescadores lo llamaban insistentemente, por la inminencia de un tornado, y él respondiendo que se había quedado porque “no tenía pescados”. En el momento en que la cámara decide visibilizar a un presumible pescador que saca agua de su barca, asignamos aquella voz al cuerpo. Pero solo como presunción, de ningún modo desde la certeza.
Como en el cortometraje previo, finalmente surge algo de lo que podemos denominar luminoso. Así como la naturaleza emergía desde el color antes, aquí es el después de la lluvia y la claridad como renacer.
Jardín de Piedra: https://vimeo.com/461963345?fbclid=IwAR2-WcmAJroZGg5MYHulTh2KWoWAvdJWodxPYflUDYj2YA0c5POmaBj8XsI
Luz de agua: https://vimeo.com/498761070?fbclid=IwAR012FKtYIXEaTdFg-pazMwYXROZxNh3_hv2kAgpiyKkqpvDcjS2JsSSiio
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