“El único capaz de ponerle mostaza al asado
y que siga teniendo gusto a asado”
(Chango Farías Gómez según Atahualpa Yupanqui)
La canción sin fin. La del Chango, cálido título que suena a work in progress, a título provisorio, rinde preciso homenaje -además de su contenido- en reflejar desde su nombre una obra que al fin del metraje se comprobará que, efectivamente, no estaba terminada. Aunque Marian diga “lo que más lo conformó fue la orquesta”, refiriéndose al último emprendimiento del Chango Farías Gómez (1937/2011), de punta a punta el documental de Milton Rodríguez rebalsa de testimonios del afán autosuperador de un artista inconforme, pero no de los torturados sino de los rebeldes. Un investigador y a la vez un alquimista de la música que se fue -cabe colegir por lo que aquí se ve- tal vez tarareando un arreglo casi inasible, de esos que perturban a los genios durante toda una vida.
La pasión manda. Enmarcada cual espectro amigable por sendos off extensos extractados de entrevistas donde el Chango habla de lo dificultoso que es crecer y mostrarse en el mundo del folklore argentino tanto para los jóvenes valores como para quienes quieren aportarle nuevos aires y de la historia no oficial del nacimiento del Festival de Cosquín entre otras cosas, La del Chango es una continuidad de discípulos, periodistas, compañeros, técnicos, familiares y amigos que no ahorran adjetivos a cual más emotivo (algunos tienen que buscar con la mirada muy fuera de campo una definición del personaje) para armar un collage de común denominador: un artista en su propio laberinto del cual salía… con otro laberinto más complejo. Así, quien no conoce al Chango tampoco lo verá mucho en el documental: la tapa de un temprano disco de los Huanca Hua, una actuación de los MPA en un programa de Badía en los 80 y la culminación de la Orquesta Popular de Cámara, una feliz confluencia de músicos y probablemente de toda la carrera de Farías Gómez (incluidos compañeros de viaje de esa carrera como el Mono Izarrualde, tal vez el más locuaz y sentimental de los testimonios).
El trazo que lo dibuja ante el escamoteo visual del homenajeado va de un viaje musical a otro, de los primitivos Huanca y sus armonías vocales músico-percusivas (permítaseme esa licencia). que desafiaban al pentagrama pero también al statu quo de los puristas (a poco de empezar suena obvio cuando uno de sus compinches lo bautiza como “el Piazzolla del folklore”), a su correlato/continuación en el Grupo Vocal Argentino, sus inquietas aventuras exploratorias con genios de la talla de Kelo Palacios, Manolo Juárez o Dino Saluzzi, las juntadas más complejas con Músicos Populares Argentinos y su mixtura electroacústica que incorporaba bajo y batería, o La Manija, y así hasta el final. Y la ingratitud como pago para el tipo que rompe y empieza de nuevo y que cuestiona a los que sentencian qué es folklore y qué no lo es: “me pegaban de manera muy dura, aún hoy sigo siendo una figura controvertida”, confiesa la tranquila pero firme voz en off casi como cierre inapelable de la película.
Conjuros. Obviamente cuando la pasión manda la objetividad traga el polvo y (una vez más, se llama La del Chango) lejos está este documento de discutir la obra o analizarla bajo una lupa de complejidad. Aún así, en determinado momento las adjetivaciones en desfile (“continuamente hacía conjuros, todos, latinoamericanos, gitanos, quichuas, atahualpayupanquinianos… era una especie de druida, un Merlín irrepetible de la música popular argentina”, elabora Antonio Tarragó Ros) dejan lugar a que el relato se convierta en una suerte de taller musical donde veteranos y jóvenes que trabajaron con el Chango van argumentando y ejemplificando sus comentarios. Y todo se enriquece, con guitarra y sobre todo con percusión “como acompañante de melodía y no de base”, y con los comentarios sobre las alquimias de ese Merlín que amalgamaba raíces coincidentes como nuestro folklore, el flamenco y la música cubana o, como dice alguno por ahí, un encuentro de lenguajes. Y que en el inevitable exilio supo aprovechar para absorber culturas afines.
Mirar, escuchar. Como un estupendo recurso de montaje, de comunión entre tantas anécdotas y recuerdos que mueven tanto a la admiración del personaje como a la construcción de su multifacética figura, en un momento suena el Maturana de Cuchi Leguizamón en la voz de este estupendo arreglador (“tal vez el mejor y tan insoportable como genio”, dirá Marcelo Simón, que confiesa haber discutido no pocas veces con él) y todas las voces callan en cada lugar de cada entrevistado apareciendo las miradas, los gestos, las sonrisas, la emoción, (“el Chango aunaba almas”, grafica Izarrualde) reforzando el acierto de mostrar a Farías Gómez a través de semejante obra, sus testigos cómplices, y no tanto de su presencia. Como suele decirse en letras de molde, el legado de la obra que trasciende al creador.
La del chango (Argentina, 2014), de Milton Rodriguez, c/Marian Farías Gomez, Ruben Izaurralde, Jaime Torres. 97´
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