Cine como temperatura. El turco Nuri Bilge Ceylan trabajó desde su primer cortometraje, en 1995, un concepto de imagen ligado a la poética del plano como valor autónomo. En tal sentido, su propuesta desde Medio Oriente, junto a otras desde el Este (Bela Tarr y Sharunas Bartas, más pronunciadamente), es mayormente una réplica a la tradición cinematográfica de narrativa lineal orgánica, ligada indisolublemente al movimiento.
Ceylan se distinguió en la mayor parte de su obra por organizar armónicamente el conjunto desde una cadencia construida a partir de aspectos expresivos de la imagen: la modificación gradual del estado de ánimo en el rostro de la protagonista femenina de Climas (2006), el volar de una hoja seca otoñal en el interior del aula de un colegio primario en Kasaba (1998), o el plano general fijo de Lejano (2002) con el personaje emergiendo gradualmente del contexto, dan cuenta de una estética en la cual el cine se propone como temperatura. El tiempo en sí se constituye en tema mismo de las historias; tiempo que se da a percibir como memoria. La búsqueda de trascendencia clásica por medio de la Naturaleza encuentra a Ceylan como tributario de Andrei Tarkovski: la salvación se encuentra en cada personaje que se autoriza a abstraerse con brisas, vientos, contextos naturales y pueblerinos, el fuego, el transcurso del agua, o la expresión de una lluvia. En ese mundo se encuentran las Respuestas.
Sin embargo, a partir de sus últimos dos trabajos el director turco toma una decisión por medio de la cual continúa con sus inquietudes de siempre, pero al mismo tiempo imprime un giro de timón en los recursos. Aquellos microclimas estructurados desde el valor sonoro del silencio, con uso escaso de texto, el mínimamente necesario, quedaron atrás. En la anteúltima Sueño de invierno (2014) y en la reciente El árbol de peras silvestre (2018), lo parlante cobra importancia capital. La tradición cinematográfica que se vale de la palabra como estructurante de su forma dominante parece hoy asomar en un autor que venía de cuestionar tal uso. Es así como, desde hace cinco años, Ceylan decidió echar mano al método que antes sus imágenes consideraban innecesario: el uso del texto como estructurante narrativo de la imagen, como un componente que ganó terreno en un sentido bien clásico, como esa herencia literaria que el cine tomó para sus historias, en sus modos tradicionales. Ceylan, ayer hereje de esa tradición, hoy toma la decisión de recuperarla. Sueño de invierno, basado en relatos de Chejov y Dostoyevski, es su apuesta más clásica en términos cinematográficos. El tratamiento de la imagen, que conserva su virtuosismo fotográfico -la fotografía como primer amor del director-, encuentra en el texto la apoyatura que no precisaba su obra previa.
Evolucionismo. De todas formas, nada es tan extraño. Una concepción evolucionista del cine -la más extendida ideológicamente- se puede rastrear en la cronología misma de su obra. Es así como su primer trabajo, el cortometraje Koza(1995), arranca con el montaje de fotografías en blanco y negro para luego dar paso a la historia del desencuentro y reencuentro malogrado de una pareja de ancianos, sosteniendo la ausencia de color. La misma decisión estética, con el agregado de la palabra -mínima- se mantiene en sus dos largometrajes posteriores, la mencionada Kasaba y Nubes de Mayo (2000). Es en el trabajo siguiente, Lejano, en donde incorpora el color para ya no desprenderse de él en adelante. Siguiendo, la crisis de pareja de Climas, el drama familiar de Tres monos (2008) y ciertos componentes del policial en Erase una vez en Anatolia (2011), evidencian un autor que utiliza elementos de los géneros tradicionales, sin (aún) traicionar su planteo formal. Lectura cronológico-evolutiva del mundo Ceylan: de la fotografía realista al cine en blanco y negro, luego el salto al color, de a poco el uso de los géneros cinematográficos tradicionales, y por último la incorporación del texto como el gran triunfo de la palabra que le disputa protagonismo a la imagen.
Viaje iniciático. Constituyéndose en el último capítulo de tal historial, surge el entramado moral de El árbol de peras silvestre. Un viaje iniciático en el cual Sinan, el joven protagonista, por momentos parece subir escalones en un presumible camino del héroe, y por otros parece estancarse. Búsqueda identitaria de más de tres horas -tiempo necesario para la propuesta- en donde el protagonista se encuentra con una galería de personajes, todos donantes de algo para él. Sinan oscila entre la escucha y la asimilación, por un lado, y la resistencia, por otro. Sus cuestionamientos al sistema moral y religioso en el diálogo con un dúo de imanes, o al sentido de la escritura y las posibilidades de publicación en el mercado editorial en un extenso cambio de palabras con un escritor consagrado, dan a leer en él por momentos a un cuestionador socrático, por otros a un sofista. El no-lugar de un personaje aparentemente subversivo por un lado, y reaccionario por otro: de hecho, una de las posibilidades que baraja es la de su ingreso a la policía anti-disturbios, en un contexto social donde la pobreza es el fantasma del pueblo turco, la luz en la casa familiar se corta por falta de pago y las deudas crecen mientras el siglo avanza.
Sinan vuelve a Can, su pueblo natal, luego de graduarse. La alternativa del ingreso a las fuerzas de seguridad no es la primera a la hora de buscar un modo de vida; la principal es rendir un examen para ejercer como maestro, al igual que su padre Idris, notable personaje a quien el protagonista no cesa de reprocharle su dejadez, vivir cada vez peor y haberse abandonado, o dedicarse a las apuestas haciendo sufrir a su madre. El nexo conflictivo del hijo con su progenitor se propone como eje central de un gran relato de tres horas que contiene dentro una serie de microrrelatos: capítulos en los cuales el joven alterna en su periplo con diversos personajes. En tal sentido, transitan por El árbol de peras silvestre los dos líderes creyentes, una ex pareja de Sinan como resto del pasado, el famoso escritor, un editor literario y el resto de su familia. Lo motoriza el deseo de publicación de un libro de su autoría ya escrito, tema que recurre a lo largo de la película. De este modo, desde la mesa del bar de una librería, el escritor le pregunta qué género escribe. Él responde: “No lo sé. Algo así como reflexiones sobre la cultura de la vida local.” La apuesta de Sinan parece ser fenomenológica.
Texto como plusvalor. La diferencia la establecen ciertos momentos que se presentan desde un planteo apoyado específicamente en el texto, superando el anterior equilibrio entre palabra e imagen de Sueño de invierno. Puntualmente, en las escenas con el escritor consagrado y con el dúo religioso, el peso no del diálogo sino de la palabra misma -lo que se dice- supera ampliamente al peso de la imagen. Escenas expresamente extensas, en las cuáles el protagonista se propone cuestionador hasta lo confrontativo, a partir de preguntas y repreguntas constantes. En medio de una caminata con los estudiosos del Corán, surge un parlamento que parece constituirse en el posicionamiento de la película misma con respecto a la época previa de la obra de Ceylan: “Cuando la forma tiene prioridad, el contenido se resiente”. Y es, de hecho, el contenido el que se impone por sobre la imagen en esta película. Pero un duelo verbal sobre el hecho de la fe resulta nodal en este capítulo. Sinan discurre con los religiosos sobre el hecho de vivir o no con Dios, dentro o fuera del Corán. Uno de ellos le pregunta si elegiría vivir en un mundo donde Dios exista o uno donde no. El joven reflexiona: “Si dependiera de mí, yo querría vivir en un mundo donde Él existe. ¿Eso cambia algo? ¿Lo que yo quiero cambia algo?”. El imán replica: “No se trata de eso. Quererlo te permite sentirlo. ¿Qué más puedo decir? No tengo autoridad para decir más”. Es entonces que el punto de vista del protagonista se impone. Ambos interlocutores se quedan sin palabras al escuchar: “Nadie debería considerarse a sí mismo puro como la nieve”.
El valor de la palabra se impone jerárquicamente. Reflexiones similares a tal pasaje surgían todo el tiempo en la obra previa a Sueño de invierno, solo que solían deducirse de la imagen; de la cadencia del plano fijo, de la búsqueda trascendente que otorgaba aquel tiempo del plano. Aquí, la palabra se apoya en un plano/contraplano que no interfiere en absoluto con lo dicho. Inclusive en estos pasajes de El árbol de peras salvajes, el uso del texto va más allá que en la película precedente, donde la relación texto-imagen se planteaba desde la paridad. En su último trabajo, Ceylan presenta al texto arrasando en protagonismo. La búsqueda parece ser la de un vínculo casi estricto con la escucha, como la de un espectador de narración oral.
Cámara. Aquel plano fijo de otros tiempos -no tan fijo como los de Bela Tarr pero fijo al fin- da paso al plano secuencia que sigue al personaje, recurso utilizado constantemente en la narratividad cinematográfica contemporánea a la hora de jerarquizar el movimiento. El plano dejó de estar fijo, salvo en breves momentos; la Naturaleza sigue siendo relevante, pero sólo como tema efímero del cuadro, por ejemplo en varios pasajes donde la cámara encuentra transitando a Sinan por escenarios naturales. O en un tan bello como breve momento del montaje entre el follaje y el cabello de la ex novia del protagonista.
Volver o descubrir. El árbol de peras silvestre se propone como un universo moral donde el ayer quedó atrás. Sinan e Idris, tan espejados como diferentes, ya no son los mismos. El cine de Ceylan tampoco. Quien se haya vinculado con el director turco en este último periodo, encuentra en esta película un puente para recorrer su filmografía previa para degustar el valor de aquella poética del tiempo con el plano como temperatura y ese silencio que sugiere presencia.
Calificación: 7/10
El árbol de peras silvestres (Ahlat Agaci, Turquía / Macedonia / Bosnia Herzegovina / Bulgaria, 2018). Dirección: Nuri Bilge Ceylan. Guion: Nuri Bilge Ceylan, Akin Asku, Ebru Ceylan. Fotografía: Gökhan Tyak. Edición: Nuri Bilge Ceylan. Elenco: Dogu Demirkol, Murat Cemcir, Hazar Ergoclu, Bennu Yildirimlar, Serkar Keskin. Duración: 188 minutos.
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Excelente análisis de un film que merece verlo desde la perspectiva de su obra. Gracias Luis Franc por tan minucioso aporte.