Una abogada exitosa seduce al hijo adolescente de su marido bueno. Anne (Trine Dyrholm), con 50 años y dos niñas mellizas vestidas igual -una maternidad tardía- es parte activa en recibir en su casa a Gustav (Gustav Lindh), el hijo “descarriado” del marido, un adolescente expulsado de su colegio y cuya madre agotada -que lo crió sola a partir del abandono del padre para formar una nueva familia- quiere que se eduque en un internado.
Ganadora del premio del público en Sundance 2019, Reina de corazones es formalmente clásica, prolija, muy nórdica, con arte y vestuario magníficos que se combinan en una paleta armoniosa. Pero lo jugoso está en el guion, no tanto en la historia en sí, sino precisamente en las palabras, en los textos que se abren a un análisis epocal del discurso en medio de un thriller erótico palpitante. Detalles y excesos en el mismo vaso.
Abrumadoramente abogada todo el tiempo, Anne maneja la oratoria con todo el mundo y en todo momento, intenta cumplir su capricho no importa frente a quien se halle, como la reina de corazones de Alicia en el país de las maravillas, cuento que leen sin falta -como en toda familia funcional- por las noches. Esgrime cuestiones de género muy pertinentes al defender a sus clientas (mujeres que han sufrido abusos sexuales) y, cuando su marido refiere que su ex esposa dejó a Gustav hacer lo que quería y quizás ya sea tarde, Anne le espeta: “ella tuvo que lidiar sola con su crianza porque vos formaste familia conmigo y tuvimos a las nenas”. Ella “sabe” todo. Se erige desde el inicio como medida de la moral y las buenas acciones, aunque no teme entrar en el cuarto de su “hijastro” sin permiso y revolver sus cosas con una prepotencia sutil que devendrá devastadora.
Anne está medianamente contenida hasta la llegada de Gustav. Comienza a encenderse cuando lo ve con una chica, lo que la lleva a preguntarse sobre su posibilidad de ser deseada. Enseguida llega la escena del lago: mientras el pibe se mete en el agua, las nenas están chapoteando tan sobreadaptadamente que dan lástima. Anne trabaja sentada en el pasto. Gustav la invita, seductor (como un chico iniciándose en la sexualidad), y ella se resiste hasta que cede y se mete al agua. Las nenas sorprendidas no entienden: “vos no te bañás nunca, mamá”. De a poco las salpicadas van in crescendo hasta incluir sumergidas mutuas en clara alusión a la escena sexual. Mientras tanto las nenas miran inocentes, tirando agüita desde la orilla.
El chico, un rebelde con problemitas psicosociales, es claramente el síntoma emergente de la gran enfermedad en nuestra sociabilidad contemporánea. Calladito, peladito, con mirada torva, amenazante, parece recién salido del reformatorio. No agradece el corazón tallado en madera que sus hermanitas -también síntomas, pero aún no purulentos- le prepararon obedientemente.
Anne es un personaje bastante excepcional (no cualquiera se garcha al hijo adolescente del marido, claro), pero lo que no es excepcional es su discurso y eso hace que esta película resulte lúcida y esclarecedora en el señalamiento de ciertos nuevos preceptos (muy en boga en los países evolucionados y que van calando de a poco en nuestra idiosincrasia) que ordenan ser “empático”: “entiendo lo que decís, tenemos que hablar de eso”. Y cómo estos preceptos pueden convertirse rápidamente en herramientas de manipulación sutil y altamente efectiva por su corrección política, y pasar a ser, sin solución de continuidad, formas discursivas eufemísticas que relativizan la verdad y abren la puerta a todo tipo de comportamiento cínico de “buenas maneras”, siendo que las buenas maneras tienen mejor prensa que el garrote.
La película es espeluznante, más allá de lo incestuoso (cuya representación no es nueva sin dejar de ser tremenda) porque retrata de manera cierta y clara la evolución del lenguaje en su vertiente pragmática (no semántica ni expresiva) que consiste en el uso de las palabras con el fin de generar conductas en los demás más allá y de manera absolutamente independiente de cuestiones referenciales ni de la verdad puesta en juego. O, mejor dicho, la verdad no está en juego, la verdad no importa. “No es justo” dice una de las mellizas en un momento. Y el padre responde: “el mundo no es justo”; de esto trata la película.
La obra nos da de frente con lo que se llama psicópata integrado. El psicópata integrado conoce exactamente lo que está bien y lo que está mal, pero sus apetencias se elevan sobre la moral y la ley, fundamentalmente por su falta de empatía, por la negación del semejante como persona. El psicópata integrado no es cualquier psicópata porque es hábil, sabe dosificar la manipulación, oculta la mano que arroja la piedra y ocupa muchas veces prestigiosos lugares en la sociedad. El marido le dice al comienzo:
- ¿Por qué nunca puedes decir: “sí, Peter, yo entiendo”. ¿Por qué todo se vuelve una discusión interminable?
- Vamos querido…
Podemos considerar al psicópata integrado como una variante del sujeto “narcínico”. La psicoanalista francesa Colette Soler ya por 2011 propone designar a un tipo de subjetividad hipermoderna con un neologismo: narcinismo. Condensación de narcisismo y cinismo, producto del discurso capitalista que destruye el lazo social, creando lentamente una diáspora de individualidades voraces.
Anna es divina, siempre impecable en su atuendo de satenes color chocolate que delinean su aún atractiva figura integrándose al entorno. Narcisista y cínica, narcínica, maneja los eufemismos con maestría y cuando hace falta presiona hasta el hueso e incluso amenaza: “¿a quién le van a creer? ¿A vos, que te echaron del colegio y tuviste ya problemas con la policía o a mí? Fijate”. “Arrastrada a la pasión”, no puede gestionar sus pulsiones y, si bien calcula el efecto estragante que sus actos causarán, se desentiende y redobla la primera mentira de forma monstruosa. Puede interpretar sus actos y conducir sus acciones, sin embargo no frena. La identificación con ella (tema insoslayable para el artista; si el espectador no se identifica, se levanta y se va) cae rápidamente a los pocos minutos y nosotros nos retorcemos de impotencia mientras la película avanza y la justicia se demora en llegar.
Con las tripas revueltas, cuesta ver la película. No hay catarsis, solo retrato crudo. Y es bueno que así sea aunque siga doliendo porque devela la inermidad de las personas que no evolucionaron aún hacia modos de depredación del otro porque se bancan el malestar en la cultura producto del contrato social que evita la ley del más fuerte. Aparece un cuestionamiento de los eufemismos como disfraces que ocultan la verdad, fortaleciendo al Poder que se ejerce tanto en grandes territorios como en mezquinas parcelas de cercanía. El texto fílmico demuestra que es mucho más difícil descubrir la violencia en mentiras sutiles e incluso socialmente ponderadas que en actos directamente brutales sin máscara. En esta época de licuefacciones es alentador que una obra de arte narre, con todos los condimentos del thriller erótico de plataforma, la metamorfosis que está sufriendo el lenguaje en su función generadora de vínculos humanos.
Reina de corazones (Dronningen, Dinamarca/Suecia, 2019). Dirección: May el-Toukhy. Guion: May el-Toukhy, Maren Louise Kahëne. Fotografía: Jasper Spanning. Montaje: Rasmus Stensgaard Madsen. Elenco: Trine Dyrholm, Gustav Lindh, Magnus Krepper, Liv Esmår Dannemann, SiljaEsmår Dannemann, Preben Kristensen, Stine Gyldenkerne. Duración: 127 minutos. Disponible en Mubi.
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