Hace unos días, por intuición o porque sí, nuestro querido Gerardo Martínez nos propuso revisar las listas que hicimos hace dos años eligiendo las veinte mejores películas de las últimas dos décadas para ver si la lista definitiva de títulos coincidía con los nombres de los responsables detrás de ellos. Y resultó que no. Que había muchas películas de un mismo director (Eastwood, por ejemplo) que no alcanzaban a reunir los votos suficientes para entrar en la selección final. Ante tal injusticia, Martínez no solo quiso elaborar la lista con los veinte directores más votados sino que, calzándose el traje de @milangapop (su álter ego plástico en Instagram), se animó a retratarlos para la posteridad y nos envió los maravillosos dibujos que siguen a continuación, a los que acompañamos con algunos párrafos sobre (y de, en algunos casos) los artistas en cuestión.
Un texto para coleccionar.
Fabián Bielinsky
«Ni talento, ni inspiración: nada de eso es verdad. Hay un universo que se abre aquí e implica otra cosa llena de violencia, muerte, desesperación y miedo. Y todo eso no tiene nada que ver con la glamourización del delito. Si Nueve reinas glamourizó, El aura demuele absolutamente esa idea. Este es un paso posterior, porque cada vez estoy más hinchado de esa variante cinematográfica en la que lo violento es una coreografía estética amena y agradable.
Estoy pensando que la violencia no es glamorosa, nunca lo fue. Y los más grandes directores la trabajaban como irrupción dolorosa y oscura. No como una bella coreografía en la que en vez de haber zapatillas de baile hay espadas que cortan cabezas. Una pistola en la mano pesa y no hacen falta mil disparos para entender lo violento. Con uno solo alcanza, y es brutal.» Entrevista publicada el jueves 15 de septiembre de 2005 en Página 12.
Lucrecia Martel
«Lo que yo hago es todo mentira, es todo artefacto. Yo no creo en la verdad y si hay algún efecto de verdad en mis películas, es un milagro. Pero es todo armado, todo mentira, todo escrito, todo puesto, todo falso. Creo en eso, creo en la falsedad. Y creo que es la única forma de percibir algo. Para mí la escritura es un proceso fundamental, porque ahí pongo todas las mentiras, por decirlo de alguna manera, es donde se construye todo ese artificio.
Cada vez que escribo, reescribo de cabo a rabo. Si saco una palabra, escribo todo de nuevo, porque es una maquinaria, un artificio… No es una historia: no es que haya un plot point, y acá un personaje, y acá un héroe, y esa es la historia. Yo trabajo con otra estructura. Esa cosa para mí es muy importante. Hay otros directores que no necesitan eso, que trabajan con improvisaciones y otras cosas. Yo no, yo trabajo con artefactos.» Pinto Veas, I. (2015). Lucrecia Martel, la Fuga, 17. Disponible en: http://2016.lafuga.cl/lucrecia-martel/735
Quentin Tarantino
«Experto en lo que muestra y en lo que deja en off, Tarantino es un asesino de la normativa: introducción, nudo y desenlace y anda a buscarla a adentro. En tanto manipulador, sus elecciones son diferentes, inquietantes, graciosas y perturbadoras: «¿Estos psyco-lumpenes se van a coger al jefe gángster?», se pregunta uno (en Pulp Fiction) mientras le encajan esa pelotita roja en la boca, llamativa herramienta sado. Sí, ahí está en plano nomás, el psicópata dando y el jefe recibiendo.
El virtuosismo del universo de Tarantino aquí encuentra el paraíso, su espacio, un punto liviano, expresivo y divertido de ver, aunque esté plagado de muertes, de sangre, de lo cotidiano en un mundo hostil para todos sus personajes, que son esclavos indivisibles de una cadena de desgracias, propias y ajenas.
Nadie se imagina una segunda película más impune, que detone los 10 años anteriores de cine, y con tantas o más pelotas que los 20 años posteriores. En 1994 Quentin Tarantino ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes y se volvió, casi de la noche a la mañana, en una especie de fenómeno global. El mundo cambió literalmente después de ese evento que siempre sonó a fín, a prolongación del relato del Nevermind de Nirvana en 1992, que demostraba, entre otras cosas, que los 80s habían acabado.» Hernán Gómez.
Israel Adrián Caetano
«Hacer cine es nuestra meta inmediata. Relatar desde la pasión por la imagen, desde el academicismo del montaje. Nuestro cine es subversivo. Buscamos subvertir los valores que dominan al espectador argentino. Preferimos la honestidad, la austeridad, la simplicidad. Pedimos la cabeza de los pomposos, hipócritas y cipayos, como si el cine fuera patrimonio de alguien o algun país. Cine argentino for export. Actitud cómplice con el
imperialismo cultural. El pueblo no prefiere cine extranjero. Al pueblo nadie le impone. Al pueblo se lo engaña y luego se lo suelta en el campo con la seguridad de que el adiestramiento ha sido eficaz y que volverá más temprano que tarde al corral. Pero el hastío no tarda en llegar y ante la falta de propuestas uno suele aferrarse a cierta clase de esperanza por mínima que esta fuere. Quebremos esta situación. Destapemos la falacia. Digamos que el cine extranjero es masivamente visto gracias a la ayuda de la obsecuencia del sistema cinematográfico argentino. Más de lo mismo pero peor. Y no estamos en contra del cine extranjero. Pero sí del cine extranjerizante. Y más del cine extranjerizante argentino. Y estamos a favor de los anónimos o los novatos que, con una suerte de inocencia humilde, tratan de ser consecuentes con el pueblo. Optamos por la inexperiencia antes que por la pomposidad. Por los recursos olvidados y no por la imposición dictatorial de nuevos estilos nacionales. La violencia como defensa contra la pasividad como ataque. Trabajar el fuera de campo como artículos de propaganda.
Defender el lenguaje clásico ante la modernidad pasatista, de doble mensaje pernicioso al saber popular. Amar el terror, el western, el policial, la ciencia ficción, la pornografia como contracultura de una falsa intelectualidad impuesta en las pantallas. Reclamamos como espectadores, ante los realizadores del sistema, un cambio contundente en la narrativa, ser más humildes y aprender algo de cine. Pero no enseñar. Agustín Tosco propaganda, El amante N° 41, julio de 1995.
Pedro Almodóvar
«Ya no se trata de mostrar el rojo, de filmarlo, de ponerlo en escena. El rojo está ahí, es parte del mundo; no refleja un estado de ánimo, no es quietud ni saturación del espacio. Más bien se trata de una abstracción momentánea que apenas disimula el movimiento que lo precede, como sucedía con el plano de las sábanas manchadas de sangre en La piel que habito. Allí lo rojo ocupaba la totalidad de la imagen, y la espesura de sus tonos (el rojo de la sangre que se mezclaba con el rojo de las sábanas) no era otra cosa que la conclusión bestial de una escena donde la ferocidad instintiva del sexo daba paso al arrebato ciego y monstruoso de la muerte. El personaje frío y contenido de Robert Ledgard (Banderas) mataba a su hermano, su opuesto (presentado desde su conducta y su atuendo como un tigre), al encontrarlo en la cama junto a Vera, su presa, que ahora era presa de los dos, al menos por un instante. El deseo reprimido de la forma humana se proyectaba en la figura desbocada de un animal feroz. El encuentro, más que una revelación, significaba una repetición. El presente volvía a teñirse de pasado, y en el pasado sólo había tragedia y muerte.» Gabriel Orqueda.
«Melodramas clásicos (como La flor de mi secreto) y por tanto una pura explosión de sentimientos extremos en los que el tiempo parece diseminarse como el sebo de una vela y hacerse sólido e inmóvil durante los big bangs de emociones que se desbordan, explotan en llantos y colores chillones, en música de cuerdas por todo lo alto (vale también para La ley del deseo, Todo sobre mi madre y Volver). En cambio, en películas de madurez como Los abrazos rotos, La piel que habito, Hable con ella o Julieta, el melodrama se diluye dentro de la historia, se asordina y se disimula bajo la piel de la narración que habita cada película.» Eduardo Rojas.
«Almodóvar ama el folletín y el melodrama y es español hasta el tuétano, se ha venido mayor, y la desmesura de las pasiones y las de la reconciliación trabajosa y trágica lo encuentra en forma para dar uno de sus más grandes testimonios de belleza y hondura de su tierra (eso es Julieta), entre el exceso de lo que señala y el recato de su formulación. El elenco es literalmente extraordinario, sobre todo las actrices. Todas. Las jóvenes, las niñas y las viejas. Y todas son una presencia arrolladora, un torbellino secreto y expansivo a la vez que empalidece, por mera presencia, y por fuerza y belleza, al sexo masculino relegado al tono menor y secundario. No es alarde narcisista de ellas y tampoco de Almodóvar sino condición necesaria para que el tema núcleo de la película se exprese con toda su potencia. Que ventiscas y tormentas no sólo soplan sobre la mar.» Roberto Pagés.
Martin Scorsese
«Martin Scorsese filma su ciudad para filmar el mundo. Tanto o más que Woody Allen pero con una discreción que lo distancia del exhibicionismo alleniano (Scorsese es un voyeur, Woody, justamente, un exhibicionista), el cine de Scorsese siempre está yendo y volviendo troileanamente hacia y desde su ciudad natal.
Esta empatía geográfica no es tampoco la proclama o reclamo de pertenencia que suelen mostrar otros artistas que filman su lugar en el mundo (el Manhattan del propio Allen, la Roma del romagnolo Fellini o el friulano Nanni Moretti, el París de los bisoños directores de la nouvelle vague). Ser neoyorquino es, para Scorsese, simplemente su forma de ser en el mundo. ¿Quién golpea a mi puerta? (1967), Calles peligrosas (1973), la apoteosis de Taxi Driver (1976), la melancolía de New York, New York (1977), el absurdo de Después de hora (1985), sus “Apuntes del natural” en Historias de Nueva York (1989); son películas en donde Marty hace notar el peso de la localía. Scorsese está cómodo, su cámara se desliza con familiaridad por todos los rincones neoyorquinos, hay una respiración familiar y distendida que no se encuentra ni siquiera en sus obras maestras de extramuros (Casino o Los infiltrados, por citar apenas dos).
Martin Scorsese es hombre de una sola ciudad como otros son hombres de una sola mujer. Nueva York es esa ciudad (y esa mujer), única y última utopía. Todo el cine de Scorsese podría resumirse en la historia de la persecución de una mujer a la que el neoyorquino de la Pequeña Italia sabe que no ha de alcanzar.» Eduardo Rojas.
Jean-Pierre y Luc Dardenne
«Estamos, ante todo, frente a un cine de personajes pero además, aunque en segundo plano, de los contextos en los que están inmersos, contextos de los que logran escindirse gracias a sus decisiones individuales. Situaciones sociales, circunstancias de vida, coyunturas de cualquier orden, no son nunca un paliativo para aligerar el daño que pueda ocasionarse. En La promesa, el personaje interpretado por Olivier Gourmet dedicaba sus días a estafar inmigrantes; buceando en ese lodo desde pequeño, su hijo Igor, a quien en la primera escena vemos robarle a una anciana, es sin embargo diferente, y tendrá oportunidad de manifestarlo en su trato con esa refugiada africana que, en su huida feroz de un entorno áspero, recala en suelo belga. En El silencio de Lorna la protagonista intentaba despegarse también, y lo hacía a cada paso, con violencia ya hacia el final, de esa mafia inescrupulosa abocada a lucrar con la precaria situación de quienes, a través de un matrimonio fingido, pugnaban por volverse ciudadanos. Ese ambiente social desapacible comprende siempre a los personajes (los contiene y nos hace entenderlos) pero jamás los redime de la vileza de sus actos; porque es justamente en ese mundo, donde se enseñorean los más profundos flagelos y las orfandades más ostensibles, que los Dardenne plantan una bandera ética.
Huérfanos, en ocasiones desempleados, tal vez inmigrantes, son, recurrentemente, los mártires de un territorio en el que las ideas de familia, de trabajo y de nación se diluyen como inasibles ilusiones del pasado, aunque resuenen también de fondo como imperiosos requerimientos del presente. No es éste, en este sentido, un cine que dirija su crítica hacia las instituciones (los establecimientos carcelarios promueven la reinserción, el personal médico suele verse compasivo, amable, solidario; la policía se muestra eficiente; los inspectores de trabajo honestos e implacables; hasta el jefe de Sandra, casi un buen tipo que accede a repetir la votación, aparece como el garante de procedimientos democráticos) sino hacia un universo que parece sufrir un mal endémico; desprotección, desarraigo, y otras derivas y penurias, son estragos que pertenecen a la Historia, la Historia actual que como un sino casi fatídico abraza inevitablemente a los hombres. Este es el mundo que nos ha tocado en suerte, parecen decir los Dardenne a lo largo de toda su filmografía, la humanidad (una medida que trasciende a cada hombre) tal vez lo ha convertido en esto, pero en cada acción humana individual, allí sí, en esa esfera minúscula, en un espacio íntimo de la conciencia, somos directamente responsables de todo el bien y todo el mal del que como seres humanos somos capaces.» Marcela Ojea.
Marco Bellocchio
«Un cine político es un cine que interpreta una realidad de clase con absoluta objetividad, para provocarla. Y para ello, hay que separar de esta realidad todos los aspectos que no se refieren a una condición social y encontrar un estilo que favorezca la comprensión universal y, al mismo tiempo, salve esa interpretación del mero didactismo.
Uno sale convaleciente de una educación de odio y de amor. Cuando niño, en la acción católica, le enseñaron a odiar a la juventud comunista de la que le contaban que se divertía rivalizando en decir blasfemias. Algunos años después, uno odió a las juventudes católicas y amó a los explotados blasfemos. Luego vino la fase de la piedad universal: compasión de unos para con otros, trato igual para todos, porque todos son hombres y es el Hombre el que cuenta. Es la época de la austeridad radical. A esta fase siguió otra más corta y cínica: todos son unos podridos, unos hipócritas. Por fin, llegó una nueva esperanza. Todo esto se refiere a la conciencia política y a su variabilidad. Si habláramos de poesía, es posible encontrar, en mi producción tan reducida y esporádica, un deseo constante de decir las cosas tal como son, pero en su realidad material y física (…), la necesidad de encontrar el sitio exacto de las cosas, hasta diría su lugar evidente, material, (…) denunciar un estado de cosas y, al mismo tiempo, (…) hacer moral la sintaxis más que la gramática, para que esta denuncia resulte más eficaz, pero sin dejar de ser popular, comprensible para todos y poética.» Marco Bellocchio: Polémica Pasolini-Bellocchio: I pugni in tasca (Tusquets, 1969)
Anahí Berneri
«El gran tema del cine de Anahí Berneri es el cuerpo. El cuerpo físico y el cuerpo social. El cuerpo condicionado, sometido, por voluntad propia o a veces contra ella. El cuerpo degradado. El cuerpo deteriorado. El cuerpo vulnerable. El cuerpo entregado. A la escritura como catarsis contra el tiempo que se acaba y a la búsqueda incesante del placer aun cuando ya no se pueda distinguir -o sentir- qué es dolor y qué es amor. Pero también la soledad y el desamparo que envuelven a ese cuerpo, también la sordidez y la noche están presentes en el cine de Berneri. Y también, y además, el cuerpo aferrado al impulso repentino, a la sensación vaga e improbable de una nueva vida. Ese es el otro gran mérito que tienen sus películas: siempre hay un momento en el que la frivolidad y el desamparo dejan abierta, aunque sea momentáneamente, la posibilidad de una comunión sincera, noble, entre los personajes. Pasa en Un año sin amor con el romance efímero entre Pablo y Martín y pasa en Encarnación con el afecto cómplice de Erni y su sobrina. Pasa en Aire libre con la relación inestable y luminosa de la pareja protagonista y pasa en Alanís cuando sobre el final, y después de haber atravesado una larga noche, Berneri junta a sus chicas en plano general y las hace conversar y reír de frente, sin culpa y sin vergüenza. Las películas de Berneri -insistimos- hablan del cuerpo, pero también del amor que habita esos cuerpos. De la no resignación del afecto ante la hostilidad de un mundo que más de una vez, por no decir permanentemente, amenaza con devorar esos cuerpos.» Gabriel Orqueda.
«Si una persona es obligada a prostituirse contra su voluntad, ya sabemos -por default- quién es la víctima, quién el victimario. ¿Cómo no vas a sentir indignación? Más claro, echale agua. Alanis, en cambio, no es tan “fácil”. Alanis (2017) tiene preguntas para hacer: ¿Qué pasa si el personaje es -en el sentido de que uno “se vuelve” su oficio/trabajo-su propia prostitución? ¿Y si encima es madre? Alanis incomoda.
«Berneri es provocadora pero no de forma indulgente o reaccionaria, sino que lo es porque sus preguntas intentan salirse de los discursos predeterminados y apuntan, antes que nada, a la propia experiencia subjetiva. La del cuerpo como el lugar de la experiencia. Por ejemplo: Berneri escapa de equiparar prostitución con esclavitud, no porque deje de considerarla como tal, más bien se plantea si no es esclavitud el trabajo en sí. Alanis (alias María, y no lo digo por la bíblica, aunque es probable que Berneri sí), encarnada en Sofía Gala, limpia un inodoro para una señora a cambio de dinero “bien habido”. ¿No se prostituye aún más? Alanis elige prostituir su cuerpo en un marco donde la elección misma no es siquiera un lujo, sino una ilusión. La prostitución es, para Alanis – quizá sin saberlo- una declaración, un statement, sobre su (¿falta de?) autonomía. Si lo único que posee, además de su bebé, es su cuerpo (hasta acá llega la noción de propiedad privada), venderlo se convierte en un acto (un manotazo) de dignidad. Entonces, la trata y el trabajo “digno” son llevados a un plano de cuestionamiento muy interesante. Pero andá a plantear eso en un auditorio con personas que fueron realmente esclavizadas. Es muy difícil. Y son preguntas difíciles.» Gerardo Martínez.
Hayao Miyazaki
«En muchas oportunidades Hayao Miyazaki se pronunció con simpleza y sinceridad sobre su condición de dibujante a la antigua, por encima de una estampa de productor global o de director estrella. Son conocidas las imágenes que comprueban su apego -ciertamente gremial- a una actividad artística que al mismo tiempo que desconoce horarios, es esclava de los plazos: el uso del delantal, los lapiceros repletos y el trabajo sobre el papel, así como la desconfianza por la comunicación virtual y por toda tecnología sustituta de la vida compartida, vuelven al director un potencial personaje de los estudios Ghibli. ¿Nostalgia? En toda la obra de Miyazaki se difunde una observación precisa sobre el discontinuo movimiento del péndulo de la historia, de los contrastes brutales que esa oscilación imprime entre la vida rural y la vida urbana, en general en los pliegues de sus formas de vida, y en particular en el ingreso a la vida adulta.
Se trata de un giro paradojal, ya que al revisar las imágenes de la niñez, la conciencia crítica no parece volver insatisfecha o frustrada, sino plena en su fragmentación, como resultado de haber logrado ver, de haber satisfecho la experiencia de todo viaje. La melancolía, como potencia crítica, por encima del ejercicio de la nostalgia, extiende el problema de la identidad al entorno y al enigma de una pérdida.» Juan Rearte.
Naomi Kawase
«Kawase fue fotógrafa antes que cineasta. Es cineasta antes que guionista. Es guionista antes que escritora. En Hacia la luz (2017), una muchacha le lee a gente ciega lo que sucede en las películas. Las imágenes de las películas son proyectadas a gente que no puede ver más la luz: más sí puede escuchar -y escucha atenta- a la muchacha leerle las secuencias (con sus detalles…) de las filmaciones. Los ciegos -sin marca sabatiana aparentemente- la escuchan y se emocionan “siguiendo” la película, la lectura. En su imaginación, se proyecta lo filmado y proyectado. En su imaginación, las imágenes cobran vida, formas, modelos estéticos. Los ciegos corrigen las palabras de la narradora cuando éstas no les son funcionales (¿fundacionales?) a su imaginación, a su re-creación. La luz, entonces, no está ni en el sol, ni en la luna, ni en el paisaje, ni en la cámara, ni en la pantalla. Está en las palabras: en las luminosidades que las preceden y anteceden; en cuánto iluminan la imaginación de aquel que no puede ver, pero sí escuchar, sentir, crear, recrear, emocionarse, sufrir, reír. Vivir, como le salga.»
«En Kawase, el universo de lo viejo (tradicional) se conjuga con lo nuevo (moderno). Lo hace en forma de personas. La vejez y la juventud son contrapuntos de una misma marca: vivir duele, vivir pesa, vivir estimula, vivir condena, la muerte resume. Dolor, pesar, estímulo, condena, muerte, resumen. Siempre en el universo de Kawase la felicidad se da -de darse- solo entremedio de las grietas que presupone esta enumeración, esta inercia vital. Allí es donde lo estético y lo fílmico entran en relación y vínculo formando una coyuntura entre la grieta y lo agrietado, entre la inercia y lo vital. Por eso su cine muta entre lo simbólico y lo extremadamente realista; entre lo casi espiritual y lo que hay ante el descreimiento y la fe verdadera.» Gustavo F. Gros.
Clint Eastwood
«A Clint Eastwood no le importan los héroes globales por más que coquetee con cierta lógica universal de hidalguía; por eso no le importan héroes mayormente ficcionales, le importan los héroes de carne y hueso yanquis, con “el diario del lunes”, bien americans, cuestionados y cuestionables por su propio sistema; héroes que no son necesariamente “héroes del pueblo” (populares) que responden a épicas de superación personal a lo Rocky, si no, más bien, son (suelen ser) personas comunes que están en el momento justo y el lugar indicado y resuelven[1] como pueden –heroicamente– situaciones extremas, dañinas, peligrosas.
Clint Eastwood es parte del espectáculo hollywoodense desde hace más de setenta años. Es actor, productor, guionista y director de estos espectáculos. Sabe como nadie -inmenso talento de por medio- cómo montar uno. Por eso su película estalla (calculadamente) como esa bomba de clavos debajo de la torre de sonido en Atlanta 96: hay clavos para el feminismo y para que el feminismo devuelva, hay clavos para los demócratas, Clinton y la administración Clinton, hay clavos para los “cultos universitarios”, hay clavos para la inoperancia del FBI y la calidad moral de sus agentes, hay clavos para el capitalismo caníbal, hay clavos para la juventud descarriada, hay clavos para las careteadas sobre lo étnico, lo sexual y esa cosa llamada “minorías”, hay clavos para las demagogias y lo políticamente correcto, hay clavos para los medios de comunicación y su construcción veroniana de la realidad…Hay clavos que se esparcen y pinchan aunque uno nunca sabe (¿como espectador?) si lo alcanzarán o no.
Eastwood sabe encontrar una historia y narrarla como nadie. Eastwood sabe cómo hacer para que esa historia parezca que se está narrando sola, a sí misma. En El caso de Richard Jewell, Eastwood conjura magistralmente estas transferencias y lo hace con la suspicacia (¡experiencia!) de un tipo de 90 años que las vivió a todas, que padeció todos los espectáculos posibles y que sabe mejor que nadie cómo irritar (o ser alabado) por el progresismo y el conservadurismo occidental por igual; por las izquierdas o las derechas; por los demócratas o republicanos; por los cinéfilos o pochocleros… Sabe que, más allá de seguir filmando con una calidad inusitada, las películas son un legado poderoso, inagotable y, sobre todo, que interpela siempre (pero siempre) al espectador de turno que lo consume, que lo utilice en el propio espectáculo de su vida: ese donde somos héroes y villanos sin la necesidad de que nos (des)construya ningún periodista.» Gustavo F. Gros.
Paul Thomas Anderson
«Maestro de ceremonias oscuro y extravagante, Paul Thomas Anderson ensaya en su Vicio propio el ejercicio lúdico con el que Howard Hawks desmontaba el noir a tan solo unos años de su consagración como fórmula. Aunque, como muchos sabrán, ya lo había hecho casi una década antes con la comedia en La adorable revoltosa, consciente de que el ritmo vertiginoso y el encanto de sus personajes sustraía a su película del envejecimiento. ¿De qué trata la historia?, dicen que le preguntaron a Hawks en aquel 1946 a propósito de El sueño eterno. “¿Acaso importa?”, fue su lacónica respuesta casi como un guiño al sesudo Raymond Chandler que intentaba asomar tras la maraña de imágenes ácidas y sudorosas en las que se había convertido la aventura de su Philip Marlowe. El encanto de Bogart, sus encendidos coqueteos con Bacall, y ese ambiente intrincado de pistas e indicios tramposos, hacían de ese interminable laberinto la más placentera de las travesías. Cruce sublime entre ambos géneros, Vicio propio transita por la cornisa sin nunca caer, corriendo la mayor cantidad de riesgos posibles, haciendo de su argumento una excusa, de su héroe, una marioneta, y de los espectadores, los cómplices de la más agridulce de las fábulas.» Paula Vazquez Prieto.
«Borges dice que desde el origen de la palabra se han estado contando las mismas historias; el tema es saber hacerlo, y Paul Thomas Anderson lo sabe, porque entiende todo lo que hay que entender, porque el secreto y la fórmula siguen siendo el saber qué y cómo decir. Podés hacer una película más sobre el amor adolescente o podes hacer Licorice Pizza; no inventar nada, quizás, o volver a contarnos todo otra vez y conmovernos como si fuese la primera. Podés hacer una película burdamente ambientada en los 70s, excederte en pantalones Oxford y pelucones y hipeadas y autos y LSD, o podés hacer que esos setentas pasen naturales ante nuestros ojos y nos sintamos embebidos en la Guerra Fría sin tener que musicalizar con “ZZ Top” o “La casa del sol naciente” o recurrentes alusiones que más que a la realidad nos recuerdan a los actos escolares donde ponen en boca de los actores los sucesos que están ocurriendo. Anderson (no Wes) lo sabe hacer.» Sol Rodríguez.
David Lynch
«El cine es un lenguaje. Puede decir cosas: grandes, abstractas. Y eso me encanta. No siempre se me dan bien las palabras. Algunas personas son poetas y dicen las cosas con palabras bellas. Pero el cine posee un lenguaje propio. Y con él pueden decirse muchas cosas porque cuentas con el tiempo y las secuencias. Tienes diálogos. Tienes música. Tienes efectos sonoros. Tienes muchísimas herramientas. Y, por tanto, puedes expresar un
sentimiento o un pensamiento que no podrían comunicarse de ningún otro modo. Es un medio mágico. A mí me parece muy bello pensar en imágenes y sonidos que fluyen juntos en el tiempo y en una secuencia, creando algo que solo puede hacerse mediante el cine. No son solo palabras o música, sino toda una gama de elementos que se unen para componer eso que
antes no existía. Se trata de contar historias. De inventar un mundo, una experiencia que lagente no tendría de no ver esa película. Cuando pesco una idea para una película, me enamoro del modo en que el cine es capaz de expresarla. Me gustan las historias que contienen abstracciones, y eso es lo que el cine puede hacer.
Una película debe valerse por sí misma. Es absurdo que un cineasta necesite explicar con palabras lo que significa una película. El mundo de la película es un mundo creado en el que, a veces, la gente desea entrar. Para la gente, ese mundo es real. Y si descubren ciertos detalles sobre cómo se hizo o acerca de los significados de esto o aquello, la próxima vez que vean la película, todos esos conocimientos participarán de la experiencia. Y entonces la película cambiará. Considero importante y muy valioso conservar ese mundo y no decir ciertas cosas que podrían destruir la experiencia.
Una idea es un pensamiento. Es un pensamiento que abarca más de lo que crees cuando se te ocurre. Pero en ese instante inicial salta una chispa. En una tira cómica, si alguien tiene una idea, se enciende una bombilla. Ocurre en un instante, como en la vida. Sería estupendo que la película entera se te ocurriera de una vez. Pero, en mi caso, me llega a fragmentos. El primero es como la piedra Rosetta. Es la pieza del rompecabezas que indica dónde va el resto. Es una pieza esperanzadora. En Terciopelo azul fueron primero unos labios rojos, unos jardines verdes y la canción, la versión de «Blue Velvet» de Bobby Vinton. Después llegó una oreja tirada en un campo. Y ya está. Te enamoras de la primera idea, de una piececita minúscula. Y en cuanto la tienes, el resto llega con el tiempo.» Atrapa el pez dorado (2006).
Bong Joon-ho
«Cuando nos presentan a alguien, de forma instintiva reparamos en la ropa que viste, en si su teléfono es de gama alta o si su reloj o su bolsa son caros. Y, si nos acercamos lo suficiente, incluso nos fijamos en cómo huelen. Todo, hasta nuestro olor corporal, es un asunto de clase.
Es un problema terrible en todo el mundo, pero especialmente serio en Corea del Sur. El país experimentó un crecimiento económico bestial durante la dictadura de Park Chung-hee, que se preocupó mucho por asuntos financieros y muy poco por las libertades civiles, y estimuló las diferencias de clase. En nuestra sociedad, los ricos y los pobres rara vez se encuentran. Viven en diferentes vecindarios, van a restaurantes distintos. ‘Parásitos’ trata de los escasos momentos en los que los ricos y los pobres se acercan tanto que, de nuevo, pueden olerse los unos a los otros. Nadie construyó conscientemente el muro, pero existe y es muy frágil; si colapsa, puede suceder lo peor.
Soy un sádico, lo siento, me gusta hacer que el público sufra mientras se divierte, que se rían a pesar de que saben que está mal hacerlo. Además, la vida real no es solo tragedia o solo comedia, sino una combinación, ¿verdad? Al menos así la veo yo. Por eso, mis películas también son así.
Para mí el cine de género es como el aire que respiro, lo he mamado desde niño. Pero cuando estoy rodando una película o montándola, en ningún momento me pregunto: ¿de qué género es esta historia? ¿Qué convenciones narrativas debería respetar? Algunos ven mis películas como comedias negras; otros, como críticas sociales; otros, como cine de acción. Pues bien: son todo eso a la vez». Entrevista publicada el 12 de febrero de 2020 en El periódico. Disponible en: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20200212/entrevista-bong-joon-ho-estreno-pelicula-parasitos-7698845
David Cronenberg
«La vida es la vida, eso es todo. No hay más significado ni propósito adicional que vivirla, explorarla, experimentarla. Como dice mi película, en último término, el cuerpo es la única realidad. Así lo subrayo filosóficamente, pero también física y fisiológicamente. A menudo me gusta decir que cuando estás en una habitación sentado junto a tu perro, te engañas si piensas que compartís la misma realidad. Sus sentidos del olfato y de la vista son diferentes, escucha diferentes sonidos, huele cosas que tú no. Estas son todas las cosas que exploro de manera transversal en mis películas, aunque no sea consciente de ello. De hecho, una de las cosas interesantes de hacer entrevistas es que tengo que articular y verbalizar lo que no he dicho en mis cintas directamente.
El enfoque que aplico a mis películas, especialmente a las de ciencia ficción, es que solo trato lo que me interesa. No siento la necesidad de pronunciarme políticamente. En Crímenes del futuro, por ejemplo, se intuye que hubo una guerra, pero no se plasma el tipo de gobierno que ahora rige; hay policía, pero no vemos quién la controla. Es una propuesta posapocalíptica, una especie de universo alternativo, pero no es futurista en absoluto. Hay ciertos aspectos como el cambio climático que creo que son muy reales, muy peligrosas y muy contemporáneas, pero la amenaza nuclear, la pandemia, los negacionistas… no son nada nuevo. En los años 60, tuvimos la Crisis de los Misiles en Cuba. Yo estaba estudiando en la Universidad de Toronto y recuerdo que pensábamos que era el fin del mundo. La advertencia de Putin me es familiar. La crisis de la Covid-19, también, porque cuando era pequeño hubo una epidemia de polio particularmente desagradable, porque los niños eran los que la contraían principalmente. Había una vacuna, pero algunas personas le tenían miedo. Con lo cual hay situaciones de la actualidad que no son nuevas. La novedad es la respuesta de las redes sociales, pero la crisis sanitaria que vivimos no será la última. Por eso no considero mi película apocalíptica.
Hubo un momento en el que pensé que no iba a hacer más películas. Por entonces le dije a mi hijo que no estaba dispuesto a sufrir más. Y él replicó: «Bueno, yo sí estoy dispuesto. Así lo ha hecho, porque entre su primera y su segunda película pasaron siete años. Para dedicarse al cine hay que ser lo suficientemente fuerte, pero también ser consciente de tu potencial. (…) Ahora que he aceptado que soy cineasta, y no solo un novelista, que he asumido que no me quedaré en casa y seguiré preocupándome por la financiación, el trato con actores y agentes y todos los demás aspectos de este oficio que pueden volverte loco, he llegado a la conclusión de que todavía tengo algunas películas que hacer. Entrevista publicada el 29 de septiembre de 2022 en The objective. Disponible en: https://theobjective.com/cultura/2022-09-25/david-cronenberg-dolor/
Wes Anderson
«El cine de Anderson rebosa de todo tipo de muertes, por lo general más de humanos que de animales: algunas sorpresivas, otras probables, pero siempre justificadas por la trama. Nunca hay golpes bajos, ni lágrimas provocadas por cuestiones efectistas, sí por la redención propia y grupal que consiguen sus personajes, acompañados siempre con un happy ending que complace y deja una sonrisa.
El abandono de un perro es, sin embargo, aún más impactante que una muerte. Peor si el animal sólo tiene tres patas y se entrega ciegamente a un posible nuevo amo como es Steve Zissou (Bill Murray), quien a pesar de su egoísmo (wes)andersaneano característico lo adopta de inmediato y lo nombra Cody. Esto pasa en Vida acuática (2004), y posteriormente, cuando la tripulación del Belafonte va a rescatar a su financista secuestrado por piratas en una isla, Cody es olvidado sin remedio. Corre por la orilla, tras la embarcación, entre las piedras y el agua con sus tres patitas, mientras esta se aleja hacia el horizonte. La escena concluye con Zissou diciendo con tristeza «Goodbye Cody». Por eso, no es extraño pensar que Wes Anderson, tal como lo hacen sus personajes, quiera redimirse de este acto cruel y rescatar a los Codys que son expulsados a la Isla Basura.» Soledad Bianchi.
«En la obra de Anderson siempre prima el artificio. Todo el tiempo vemos la mano del director que nos demuestra que está presente en cada uno de los virtuosos movimientos de cámara y en el uso de la voz en off y de la música, entre otras cuestiones vinculadas a la puesta en escena. (…) Anderson siempre observó el mundo de modo extrañado y, a partir de esa visión poética, construyó en estas dos primeras décadas del siglo XXI un cine lleno de imágenes potentes e hipnóticas que lo transformaron en uno de los pocos inventores dentro de un mundo del cine estandarizado. Quizás, con sus virtudes y defectos, La crónica francesa pueda pensarse como una declaración de principios de un tipo que no piensa negociar su forma de mirar el mundo. En este mundo de ideologías tenues, esa toma de partido es admirable. Y como dijo Spinetta en esa hermosa canción llamada «Dale gracias», un guerrero no detiene jamás su marcha.» Juan Pablo Susel.
Agnès Varda
«Me gusta filmar a la gente real. No pretendo minusvalorar el trabajo de los actores, ni su capacidad para inventar una realidad diferente, pero nada me excita tanto como encontrar en la vida real los modelos y los personajes a filmar… o no. Me encanta mirar cómo entran en escena ellos mismos, escuchar cómo hablan, observar sus gestos. Es así como en 1975, después de vivir 20 años en la misma calle, aprendí a ver mejor a mis vecinos comerciantes haciendo un documental. Hice lanzar una línea eléctrica desde el contador de mi casa, el hilo medía 90 metros. Decidí rodar Daguerréotypes partiendo de esa distancia. No iría más lejos que mi hilo. Encontraría qué filmar, allí, y no más lejos.
El talento, cuando se es documentalista, consiste en llegar a hacerse olvidar. En poner las cartas encima de la mesa. En haberle dicho a la gente: voy a iluminar, voy a estar ahí, pero olvidadme después. Comenzamos ahí, donde la televisión se detiene. El tema principal son ellos. No yo. Mi intención no era hacer una película política. Al contrario, busqué un acercamiento completamente cotidiano. Intentando registrar sus formas de vivir, sus gestos. Ya que hay toda una gestualidad en las relaciones humanas, en el interior del pequeño comercio, y allí varias cosas me fascinaban. El trabajo de documentalista no es sólo técnico y cinematográfico. Reside en un acercamiento a los otros, en una escucha y en una astucia para, por supuesto, hacerles hablar, pero colocándolos en una situación donde todo discurra correctamente.
Todas mis películas se realizan en torno a la contradicción-yuxtaposición. Cléo: tiempo objetivo/tiempo subjetivo. Le Bonheur: azúcar y veneno. Lions Love: verdad histórica y mentira (la televisión)/mitomanía colectiva y verdad (Hollywood). Nausicaa: historia/mitología, los griegos después del golpe de Estado y los dioses griegos, aunque ahí también se trataba de una mezcla, como en L’Une chante…, de fantasía y documental. Nurith Aviv me planteaba muchas preguntas, muy morales: «¿estás segura de que hay que mantener lo de Irán? Habría que anular el viaje…». Me empeñé. Cuando vemos una evidencia de golpe, qué placer más divertido. Cuando vi en Irán, de repente, todos esos sexos-minaretes, todos esos pezones-cúpulas, esa sexualidad de la arquitectura desplegada en lugares sagrados donde el espacio es realmente sublime… En Plaisir d’amour en Iran me apetecía utilizar esa mirada para reflejar, de forma indirecta, a través de las formas puras, las voluptuosidades del amor.» Después, e incluso antes. Diálogos con Agnès Varda. Disponible en: http://festivalcinesevilla.eu/noticias/despues-e-incluso-antes-dialogos-con-agnes-varda
Wong Kar-wai
«Es cierto que predomina la acción en nuestro cine, pero incluso dentro del género algunos realizadores dan una gran importancia a los elementos dramáticos. Sin ir más lejos, Tsui Hark cuida mucho las subtramas y los personajes. Yo, por mi parte, prefiero apartarme de este género, porque ya está demasiado trillado en nuestro territorio.
No me interesaban nada los aspectos sórdidos de la historia de Deseando amar (In the Mood for Love), sino desentrañar cómo se produce la disposición de ánimo («mood») que hace que dos personas se enamoren. Para mí no se trataba de hacer una exhibición del manejo de la cámara, ni nada de eso, sino más bien indagar en la psicología de los dos personajes para descubrir las condiciones que hacen posible su relación. Todos sus encuentros se producen en sitios públicos: unas escaleras de un bloque de edificios, un restaurante, o un hotel, como si estuvieran siempre buscando un lugar propio para estar. Quizás la única ocasión que podían haber tenido de acostarse sería cuando él se traslada a Singapur, pues ella le sigue y en una escena entra en su habitación, pero descubre que no está. Pese a que les invade la pasión, poco a poco se irán dando cuenta ellos mismos de que lo suyo no iba a funcionar.
Ha compuesto la banda sonora Mike Galasso, pero Umebayashi Shigeru, un músico japonés con el que guardo una cercana relación de amistad desde que trabajé con él en Chungking Express, me recomendó la música látina que he utilizado al final. Describe muy bien lo que sienten los dos personajes, porque no llega a ser tan apasionada como un tango, pero es cálida. Llegué por primera vez a Hong Kong cuando tenía cinco años y me impresionaron los sonidos que se escuchaban en la ciudad, completamente diferentes a los de Shanghai, de donde provenía. Allí escuché por primera vez música latina, porque había muchos músicos de Filipinas. En los restaurantes sonaba mucho Nat King Cole. Ese tema que citas, «Quizás, quizás, quizás», era el favorito de mi madre.» Entrevista publicada el 7 de abril de 2001 en De cine 21. Disponible en: https://decine21.com/entrevistas/121821-entrevista-wong-kar-wai-mood-for-love
Paul Verhoeven
Verhoeven es el gran cineasta de los fluidos orgánicos. En esto es pariente de Ferreri, de Cronenberg y Oshima. Es decir: uno de los últimos directores que no filman el cuerpo como un paquete que contiene aquello que nos haría humanos sino como un sistema que nos define tanto o más que las ideas. En Flesh and Blood (una película de genio, en el sentido menos alemán de esta palabra difícil) el universo material aparece en todo su esplendor y mugre. La saliva, la sangre, el sudor, el frío, la enfermedad, la podredumbre, la grasa de la comida en las manos y la cara. Todo pesa, todo moja, todo tiene la consistencia del barro que Verhoeven filma con indudable alegría. Uno de los planos más hermosos de la historia del cine es ese en el que Rutger Hauer se rasca entre los dedos del pie. Lo que pasa en Flesh and Blood pasa en todas las películas del holandés, en mayor o menor medida. Delicias turcas es igual de insistente: vomito, sangre, caca, moco, pito cortado, sudor del sexo y una muerte sucia, ajena a cualquier tipo de trascendencia.
En El cuarto hombre (como en La última mujer, de Ferreri) hay una castración en plano detalle. En Bajos instintos la investigación empieza con una cama de sangre y semen. En El soldado de Orange alguien vomita por untarse en el cuerpo una sustancia viscosa para soportar el agua fría (además, un nazi explota en una letrina). En Robocop hay un plano detalle de la pasta que mantiene en funcionamiento el sistema orgánico del cyborg. En El libro negro la protagonista recibe un baño de mierda. En Showgirls y en Spetters dos tipos se llenan los dedos de sangre menstrual (las mujeres de Verhoeven son tan fuertes que dicen “no” dejando que les toquen la concha, o hacen tambalear las relaciones de fuerza mostrándola apenas: hablanos de un cine conchudo). En Keetje Tippel una mujer caga mientras chupa los restos de comida del plato y hay otras sangres en primer plano, las dos en pañuelos blancos: la que deja el himen desgarrado (por una violación, en este caso) y la que expulsa un pulmón tuberculoso. La deliciosa comedia de una hora Steekspel reúne un tampón y un vómito de vino tinto. Elle no abandona esta costumbre. Lo primero que vemos es el hermoso primer plano de un gato con los ojos bien abiertos. Un gato testigo (como nosotros). Lo segundo, al violador limpiándose la menstruación de su víctima. Más adelante, Michèle toca el semen que el tipo le dejó en la cama. José Miccio.
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