Hay algo llamativo y significativo en el cartel que se ve a poco de iniciado El pueblo de Dios: dice “Bienvenidos a Villa Rosa” y debajo hay una referencia a Jesús. Como si el espacio definido por el nombre no pudiera despegarse de lo religioso, al punto de permanecer como una unidad. Como si en ese cartel se jugara la pertenencia –sugerida- a aquello que plantea el título del documental. Una suerte de asociación directa entre una ciudad y sus habitantes y lo religioso. Ese espacio que es Villa Rosa (“la comunidad más pobre del partido de Pilar”, como dice el párroco) aparece definido desde las palabras con cierta precisión (“Estamos partidos por la ruta y cercados por las vías del tren”). Pero donde las imágenes vislumbran como un territorio más complejo y al que solo algunas señalizaciones (el cartel de la estación, el recorrido impreso en la cabecera de los colectivos) parecen definir.
Sin embargo, esa dispersión posible se vuelve búsqueda consciente. El documental se centra en tres espacios particulares: el santuario del Gauchito Gil, una modesta iglesia católica y un templo evangelista. Al comienzo, la cámara se interesa solo en registrar los aspectos básicos de la ritualidad que los define, pero tanto allí como en lo que sigue, la tendencia es remarcar los espacios como lugares de pertenencia que solo entran en relación con la comunidad a la que se dirige. No hay allí cruces posibles, relaciones que puedan establecerse: la sensación es que los tres cultos conviven en un espacio de tal amplitud que sus universos particulares no llegan siquiera a rozarse. Los espacios, como ámbitos más o menos cerrados, se plantean excluyentes: allí, en cada uno parece no entrar nada que no pertenezca a ellos.
Es justamente el ingreso de lo que se vislumbra ajeno lo que establece las primeras diferencias. El documental anticipa el escenario poniendo ante el espectador otros espacios de la comunidad en los que se destacan pintadas y carteles de las dos agrupaciones políticas más importantes. La irrupción de la política desde la forma institucionalizada –la que representan partidos y autoridades electas- parece interrumpir la convivencia aislada de los cultos, para ponerlos en contraste. Si en la iglesia católica, la presencia del intendente es un signo contundente –tanto como las vestimentas del obispo en la celebración-, en los otros dos hay un rechazo al ingreso de esas formas de la política: en un caso se plantea como una preservación del espacio construido y en el otro como una contradicción con el rol que se cumple. En el Gauchito Gil se explicita como conflicto (“si la Municipalidad me quiere ayudar, no lo acepto porque le quedás debiendo”) mientras que el pastor matiza la postura: aclara que él no está llamado a hacer política pero aceptaría que lo consulten como un consejero.
La entrada de la política en el relato establece un primer quiebre que empezará a mostrar las tensiones que en el comienzo parecían impensadas. Porque, en definitiva, las alianzas circunstanciales –el encuentro entre sacerdotes católicos y pastores evangélicos, las visitas del párroco al Gauchito Gil- no dejan de constituirse en hechos políticos más amplios ya sea que su objetivo sea plantear coincidencias sobre temas sociales –la educación sexual en las escuelas y el matrimonio igualitario, por caso- para tratar de operar sobre ella o que se trate de evangelizar al otro. Si esa tensión no se manifiesta en la ocupación del espacio público –como parece sugerir la anécdota en que coinciden en una plaza una misa católica y el juego de los niños evangelistas-, comienza a señalarse desde las palabras. Es allí que se construye la diferencia, instalando las objeciones que se dispensan unos sobre los otros. Para los evangelistas, el Gauchito Gil “no expresa buenos valores”, el lugar donde se lo venera muestra un aspecto desagradable por los trapos viejos que cuelgan y además se convierte en un lugar riesgoso los días de celebración –lo cual revela una mirada de desprecio clasista hacia un espacio que no esconde la pobreza y que se convierte en un lugar de fiesta popular dominado por el alcohol y el chamamé-. Peor aún, en esa perspectiva el Gauchito Gil hace que “la gente calme su conciencia y no asuman compromisos”. Desde el otro lado, los evangelistas son vistos como un espacio de presión para cumplir con el culto, generando un círculo cerrado y asfixiante. Para los católicos, el problema de los evangelistas es que no tienen autoridad para acercarse a la gente del Gauchito porque han construido para sí mismos una historia licuada y equívoca –basta ver al párroco cuestionando el uso que hacen de Lutero en pleno sermón- y éstos responden cuestionando la veneración de María y de los santos en las imágenes católicas.
De allí que lo que logra el documental es pasar de la convivencia espacial del inicio, de entidades que parecen no tener relación entre sí, a describir el entramado en que unos y otros ponen en disputa su concepción sobre la creencia y el mundo. Lo cual devuelve la discusión sobre las religiones a un plano ideológico, restableciendo la relación con el pueblo al que dicen dirigirse. Ese pueblo parece ser el mismo, pero los detalles que se vislumbran en cada uno de los rituales reafirman las distancias que hay en las creencias desde quienes las predican. El cruce de clases sociales entre ellos termina resolviéndose en la pertenencia que construye un nosotros (que es siempre y para cada uno de ellos, el pueblo o el rebaño de Dios) y sobre todo otro ajeno, siempre extraño, al que hay que atraer para conquistar o evangelizar. O en caso contrario, ignorar o cuestionar. Nada muy diferente de cómo funciona esa política de la que tratan de no contagiarse. Y que deja al descubierto que las grietas no dejan de ser tensiones sociales irresueltas que las religiones, lejos de apaciguar, terminan, consciente o inconscientemente, fomentando.
El pueblo de Dios (Argentina, 2022). Dirección: María Victoria Ferrari. Duración: 63 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: