1. A Clint Eastwood no le importan los héroes globales por más que coquetee con cierta lógica universal de hidalguía; por eso no le importan héroes mayormente ficcionales, le importan los héroes de carne y hueso yanquis, con “el diario del lunes”, bien americans, cuestionados y cuestionables por su propio sistema; héroes que no son necesariamente “héroes del pueblo” (populares) que responden a épicas de superación personal a lo Rocky, si no, más bien, son (suelen ser) personas comunes que están en el momento justo y el lugar indicado y resuelven[1] como pueden –heroicamente– situaciones extremas, dañinas, peligrosas.

2. Richard Jewell es un treintañero blanco, bordeando lo redneck, de Georgia, que vive con su madre desde siempre y lleva su apellido; un tipo obeso, a primera vista desagradable, que claramente intenta compensar los rechazos que sufrió desde niño hasta adulto con un sentido “noble” -riguroso: eso que se dice “más papista que el Papa”- de la ley y el orden, a pesar de no tener ningún poder estatal que lo avale. Un tipo solitario, bonachón, laburante, que pulula en trabajos precarios que se “acercan” lo más posible a esa noción de ley y orden que la justicia y el Estado proveen, y que cierta incapacidad psicológica y física le impiden desarrollar en plenitud (lo echaron de la policía y por eso hace changas -cuando puede- como guardia de seguridad en algunas universidades y en las olimpíadas de Atlanta de 1996).

3. Las olimpíadas de Atlanta fueron consideradas una de las peores olimpíadas de la historia. Salvo la emotiva encendida de la llama olímpica por Muhammad Alí, el resto transitó desde la desorganización hasta la falta de efectismo atlético (nada memorable), detalles que las hicieron olvidables para la prensa y el público en general. No obstante, una bomba de clavos explotó en medio del evento -una suerte de plaza de música donde se sucedían gratuitamente y al aire libre diferentes conciertos- y la neurosis obsesiva de Richard, advirtiéndola antes de explotar cuando nadie le creía, salvó a cientos de vidas.

4. Pero Richard era gordo, blanco, obeso, dócil, educado, de sexualidad ambigua; tenía un arsenal de armas -como casi todo yanqui sureño- en su casa; tenía varias denuncias por exceso de autoridad en lugares que no le correspondían; prácticamente no tenía amigos; vivía con su madre y, por sobre todas las cosas, quería llamar la atención, más bien quería llamar la atención para lograr la (¿una?) aceptación. Por ello, la teoría rápida y torpe de que fue el mismo Richard quien puso la bomba para después salvar a la multitud amenazada entraba como anillo al dedo para el circo mediático estadounidense, particularmente cuando el FBI -y la prensa- no tenían la más remota idea de quién podía haber sido el autor del atentado y, mediáticamente, las olimpíadas de Atlanta 96 eran un embole irremontable.

5. En la inclaudicable La sociedad del espectáculo (1967) de Guy Debord[2], en su tesis 1, el autor dice: “Toda vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación”. En su tesis 54, dice: “Como sociedad moderna, el espectáculo está a la vez unido y dividido. Como ella, edifica sobre el desgarramiento. Pero la contradicción, cuando emerge en el espectáculo, es contradicha a su vez por una inversión de su sentido; de tal manera, la división mostrada es unitaria y la unidad mostrada está dividida”. Pues bien, el FBI y la prensa yanqui hicieron un espectáculo de Richard y sobre Richard; hicieron un espectáculo de su ungimiento como héroe y su desbarranque como terrorista, sin escalas, en casi dos días. Hicieron un espectáculo de un caso judicial, donde murió gente y fue herida mucha otra. Un espectáculo abrumador, sin solemnidades, donde lo que importaba era el espectáculo en sí y no el procesamiento de culpables o inocentes con pruebas y evidencias confiables.

6. Allí, entonces, comienza a funcionar -con una estética narrativa clásica y soberbia- la última gran película de Clint Eastwood, El caso Richard Jewell[3]: en la espectacularización que hizo la prensa y el FBI sobre un tipo común y relegado que subieron y bajaron según sus propias conveniencias periodísticas, legales, laborales, políticas y hasta económicas, sin importar el daño o la miseria que causaran (que, de hecho, causaron). Allí, entonces, comienza a funcionar este relato cuasi kafkiano sobre guardias de seguridad, agentes del FBI, periodistas, medios de comunicación, interrogatorios, policías, la ley, sus firmas, los procesos de la ley y sus ejecutores; más interrogatorios, la familia, los amigos, los prejuicios sociales, el Estado más poderoso del mundo, sus falencias, sus vulnerabilidades, sus mentiras, sus baches, sus tapaderas y el espectáculo que se monta para representar una noción de “verdad” que desfasa la realidad en unos cuantos grados, por más que uno crea que verdad y realidad son sinónimos y andan sincronizadas.

7. Clint Eastwood es parte del espectáculo hollywoodense desde hace más de setenta años. Es actor, productor, guionista y director de estos espectáculos. Sabe como nadie -inmenso talento de por medio- cómo montar uno. Por eso su película estalla (calculadamente) como esa bomba de clavos debajo de la torre de sonido en Atlanta 96: hay clavos para el feminismo y para que el feminismo devuelva, hay clavos para los demócratas, Clinton y la administración Clinton, hay clavos para los “cultos universitarios”, hay clavos para la inoperancia del FBI y la calidad moral de sus agentes, hay clavos para el capitalismo caníbal, hay clavos para la juventud descarriada, hay clavos para las careteadas sobre lo étnico, lo sexual y esa cosa llamada “minorías”, hay clavos para las demagogias y lo políticamente correcto, hay clavos para los medios de comunicación y su construcción veroniana de la realidad…Hay clavos que se esparcen y pinchan aunque uno nunca sabe (¿como espectador?) si lo alcanzarán o no.

8. Lo de Sam Rockwell como el abogado de Jewell (Watson Bryant) es brillante; lo de Kathy Bates como la madre de Richard (Bobi Jewell) es sublime; lo del fachero Jon Hamm como el némesis en todo sentido de Richard y agente del FBI (Tom Shaw) es muy bueno; lo de Olivia Wilde como la trepadora periodista que filtró la investigación sobre Jewell en su versión terrorista (Kathy Scruggs) es sumamente logrado; lo de Paul Walter Hauser como el propio Richard Jewell es correcto; lo de Clint Eastwood como director de todo este engranaje con aroma a crónica literaria más que a biopic, es superlativo.

9. Richard Jewell y Kathy Scruggs, en la vida real, murieron. El héroe y la villana. Jewell en el 2007 por insuficiencia cardíaca. Kathy Scruggs en el 2001 por sobredosis. Ambos, en vida, dieron su versión sobre lo ocurrido en Atlanta 96. Ambos se defendieron y atacaron. Ambos hicieron apología de sus respectivos trabajos y roles sociales. Ambos se construyeron sus propios espectáculos. No obstante, ninguno de los dos podrá atacar o defender esta versión de Eastwood, este espectáculo de Eastwood, y allí radica una singularidad de la película: la ficción -como diría Saer- no es una falsedad de la verdad, es apenas otra versión de la misma; una que, en este caso, no puede ser cuestionada por sus agentes directos.

10. Eastwood sabe encontrar una historia y narrarla como nadie. Eastwood sabe cómo hacer para que esa historia parezca que se está narrando sola, a sí misma. En El caso de Richard Jewell, Eastwood conjura magistralmente estas transferencias y lo hace con la suspicacia (¡experiencia!) de un tipo de 90 años que las vivió a todas, que padeció todos los espectáculos posibles y que sabe mejor que nadie cómo irritar (o ser alabado) por el progresismo y el conservadurismo occidental por igual; por las izquierdas o las derechas; por los demócratas o republicanos; por los cinéfilos o pochocleros… Sabe que, más allá de seguir filmando con una calidad inusitada, las películas son un legado poderoso, inagotable y, sobre todo, que interpela siempre (pero siempre) al espectador de turno que lo consume, que lo utilice en el propio espectáculo de su vida: ese donde somos héroes y villanos sin la necesidad de que nos (des)construya ningún periodista.


[1] Tal es el caso de El francotirador (2015),  Sully (2016), y 15:17 tren a París (2018) por ejemplo.

[2] DEBORD, Guy (2018), La sociedad del espectáculo, La marca editora, Bs. As.

[3] Que en su original en inglés se llama, tan sólo, Richard Jewell y ese no es un dato menor.

Calificación: 8/10

El caso Richard Jewell (Richard Jewell, Estados Unidos, 2019). Dirección: Clint Eastwood. Guion: Marie Brenner, Billy Ray. Fotografía: Yves Bélanger. Montaje: Joel Cox. Elenco: Paul Walter Hauser, Sam Rockwell, Kathy Bates, Jon Hamm, Olivia Wilde. Duración: 131 minutos.

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