Empezó el Bafici 2015 y creo que nunca miré tantas veces seguidas el cementerio de la Recoleta. A la mañana temprano, mientras desayunaba, lo miré como sin mirar, como podría haber mirado cualquier otra cosa. Pero luego, al salir de cada función, casi como un acto instintivo, dirigía mi vista al predio ubicado justo enfrente del Village, sede una vez más del Festival Internacional de Cine de Buenos Aires. No lo podía evitar, al tratar de pensar y reflexionar sobre lo que acababa de ver, me terminaban ganando las cúpulas de los nichos ilustres que se asomaban por sobre el alto paredón que las custodia. Las señales no eran buenas. Y con esto no pretendo caer en esa idea cada vez más fuerte de que el cine está muerto o que ya no es lo que supo ser y cosas por el estilo. El cine es lo que es y está ahí para que lo pensemos y los discutamos, y los festivales, aún cuando resulte imposible cubrirlos por completo, son una buena medida para evaluar el estado de las cosas. Por eso en estos casos me resulta más interesante el uso de la primera persona a la hora de escribir y la urgencia de los textos (que no significa no hacer crítica de cine) antes que la toma de distancia objetiva y la concentración de la mirada sobre las películas como si no formaran parte de un contexto.
No sé si fue la hora o qué. Dormí bien, desayuné bien, estaba despierto y predispuesto, pero durante la proyección de Los exiliados románticos, mi primera película del festival y segunda de Jonás Trueba, no pude hacer otra cosa que pensar en otras cosas. Nunca logré meterme en la historia ni conectarme con las imágenes, me distraía y pensaba en las otras películas que me quedaban por ver en el día, o en las que iba a ver los días siguientes. Supongo que esto tiene que ver con que descubrí, o la película descubre, acaso demasiado temprano la evidencia de su estructura: tres amigos de viaje por Europa. Uno de ellos se encuentra con una chica y se suma al grupo. Luego otro se encuentra con otra chica que también se suma. El último se encuentra también con una chica pero esta no se suma. En el medio hay cenas, tragos, charlas y recitales. Pero todo esto es mostrado de un modo automático y canchero antes que fluido y bello. Más allá del primer plano a todo color con el que Trueba parece distanciarse del blanco y negro de Los ilusos, su película anterior, más allá de algún que otro chiste que funciona bien y alguna que otra linda canción, lo previsible de la organización formal del relato pesa más que el intento de la película por mostrar ese brote esporádico de romanticismo que se propone al comienzo.
Pensé que para superar este mal comienzo lo mejor era la música de Saint Etienne y las imágenes de Londres, así que me metí a ver Finisterre, el documental de Paul Kelly y Kieran Evans. Me encontré con la música electrónica de la banda y con las imágenes lúgubres de la ciudad inglesa, pero nunca me encontré con una película, si entendemos por esto la relación que, se supone, debe establecerse entre banda de sonido y banda de imagen. Aquí las canciones van por un lado y los planos por otro. Y si le sumamos las voces de los integrantes de la banda, podemos decir que Finisterre es el resultado de una serie de líneas sonoras y visuales que corren en paralelo sin llegar a tocarse nunca, sin corresponderse, como la estela que deja en el cielo ese jet que se pierde en el fondo de uno de los primeros planos, mientras por ahí suena una canción que no tiene nada que ver.
Santiago en Buenos Aires. Santiago filmando en Buenos Aires cuarenta y cinco años después de Invasión. El cielo del centauro. Película de apertura del festival. Creo que nunca esperé con tantas expectativas una película. Creo que nunca me desilusioné tanto con una película. Creo, también, que la película merece un texto mayor, que la analice en profundidad, antes que esta crónica urgente. No obstante, me interesa detenerme en un punto, en una escena puntual de la película que tal vez explique mi decepción. Se trata de aquella en la que Romina Paula le cuenta al protagonista la historia de Cándido López, de cómo el pintor, más allá de haber perdido el brazo y haber visto todo tipo de horrores en la guerra del Paraguay, decidió ilustrar con alegría y placidez los avatares de la contienda, los momentos de descanso, los cielos diáfanos, los arroyos profundos. La escena, desprendida del resto de la película, tiene que ver más con la obra festiva de Mariano Llinás (coguionista del film) que con el destino trágico de los personajes de Santiago. El cine de Llinás celebra la aventura del cine, celebra el encuentro, sus películas son felices y lúdicas. Son libres. Y esto no quiero decir que la tragedia no haya tenido lugar en su vida (de hecho la tuvo), pero creo que tanto él como López, decidieron sublimar ese dolor a través de una obra que manifieste la alegría de crear, de construir un artificio que refleje un modo de estar vivo, una idea del mundo y del arte. La escena me hizo pensar en esa frase de Truffaut en la que el director francés pide de una película que exprese la dicha de hacer cine o bien la angustia de hacerlo, y el posterior desinterés por todas aquellas películas que no vibren.
El cielo del centauro no vibra, no refleja ni una cosa ni la otra. El mundo construido por Santiago y Borges en Invasión aparece aquí desdibujado, obvio y redundante por momentos, como esa escena en la que el marinero atraviesa un patio similar al que atravesaba Moon, alter ego del propio Borges en aquella película mítica, y sobre una de las paredes se lee el nombre del escritor argentino. El cielo del centauro es una película de Santiago, pero atravesada por el estilo de sus admiradores (además de la obra de Llinás, en la película resuenan los ecos de Castro, de Alejo Moguillansky que, a su vez, era una suerte de homenaje a Invasión), y es tal vez esa asociación la que explique en parte el resultado híbrido de una obra que descoloca, no por su personalidad sino por la carencia de ella.
Decepción tras decepción, el primer día del Bafici se me iba y hasta el momento una sola imagen había logrado sacarme una sonrisa. En las publicidades (cada vez son más) que anteceden a las proyecciones, se puede ver por una fracción de segundo al Indio Solari en el escenario (la publicidad corresponde a la empresa HD Argentina). Soy ricotero antes que crítico, y mi sonrisa no es sólo por ver la imagen del músico que admiro, sino porque pienso que su obra se merece un registro audiovisual en buenas condiciones, antes que la cantidad de videos caseros y de mala calidad que circulan por todos lados. Pero más allá de estas consideraciones, la imagen de Solari me sirvió para pensar la película siguiente, la que me salvó el día. No tanto su imagen, pero sí una frase que le he escuchado decir más de una vez cuando lo interrogaban acerca de por qué Los redondos no daban reportajes. Solari respondía que ellos no estaban para bajarle línea a los chicos sino para escucharlos, que en sus nervios había mucha más información del futuro que la que los adultos podían llegar a tener. Y creo que algo de eso hay en el cine de Raúl Perrone. El director viaja al pasado para construir el futuro del cine, y en ese viaje descubre un lenguaje nuevo, una forma nueva de representación.
Ragazzi, su nueva película, es otra muestra de cómo un tipo puede reinventarse sin caer en excesos ni pomposidades, sin acudir a efectos digitales ni firuletes que se queden en la pura exhibición de la forma, sino aplicando los recursos más primitivos y rudimentarios del cine. La sola inversión de un plano, impreso y fundido con otro, enrarecen y embellecen una escena tan naturalista como puede ser la de un grupo de chicos bañándose en un arroyo bajo un puente. La distorsión de los diálogos (que ya estaba en Favula, su película anterior, aún no estrenada), configura un lenguaje sólo entendible para los chicos que protagonizan la película. Ese lenguaje encierra un mundo poético que, de no ser por los subtítulos, nos quedaríamos afuera. Tal vez allí esté la información del futuro de la que habla Solari; tal vez allí, en ese mundo donde la figura de Pasolini aparece como un faro, donde los ragazzi sueñan con él y se sueñan como él, junto a él, Perrone encuentra esa libertad formal que desde P3nd3jo5 a esta parte su cine viene experimentando.
Dicen que a falta de centauros, bueno son los perros, y esta vez el axioma tuvo razón. Salí de la sala extasiado una vez más, pensando en un texto futuro que la película también merece, y me fui caminando por Plaza Francia a tomar el colectivo, y, por primera vez en el día, no tuve el impulso de mirar hacia el cementerio.
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