En una publicidad se suceden una serie de imágenes que refieren a un barrio cerrado de ensueño. Una voz en off relata todos los beneficios de Starliner (una isla paradisíaca y exclusiva). Starliner dispone de departamentos de lujo con todas las comodidades: Tv por cable, piscina, cancha de golf, cancha de tenis, restaurantes, tiendas, farmacias, clínicas médicas con los mejores profesionales y lo mejor es que… ¡todavía hay departamentos disponibles!
En la arquitectura del lugar y en el aspecto de las personas podemos apreciar que todo sugiere elegancia, pulcritud, lujo, bienestar. Luego, una joven pareja se presenta ante el administrador de Starliner. Están interesados en vivir allí. El policía de seguridad que franquea la entrada tiene un arma, pero confiesa que jamás la ha desenfundado. Lo cierto es que la violencia parece ser algo abstracto, lejano, una conducta en desuso.
Sin embargo, esta utopía se vuelve distopía en un abrir y cerrar de ojos. Mientras la joven pareja evalúa las ventajas de mudarse a Starliner, donde todo parece funcionar perfectamente, en otra de las habitaciones del edificio el científico Hobbes reduce a una colegiala. Todo indica que se trata de una violación, pero es un asunto más mórbido, si cabe. La colegiala forma parte de un experimento de Hobbes. Tendida sobre una mesa, Hobbes realiza un corte abdominal en la colegiala, contempla su obra y se suicida, cortándose el cuello con su propio bisturí.
En otro departamento se encuentra Nick, un joven apuesto que se siente enfermo. Nick presenta unas protuberancias abdominales que siente moverse dentro de sí. Tanto su esposa como él mismo están preocupados. Su esposa supone que las protuberancias son alguna especie de quiste. Le sugiere que visite al doctor Luke (el médico clínico de Starliner), pero Nick no quiere saber nada. Tal vez porque supone que se trata de alguna enfermedad venérea que posiblemente haya contraído luego de acostarse con la colegiala.
El doctor Luke visita a Hobbes, por quien fue convocado esa misma mañana para hablar de sus investigaciones y, al entrar en su departamento, se encuentra con el espectáculo atroz de su cadáver y el cadáver de la colegiala, en medio de un charco de sangre. Tal como se lo relata a la policía que ha ido a investigar el caso, el doctor Luke no tenía noticias de Hobbes en mucho tiempo.
Impresionado e intrigado por el asunto, Luke se involucra con la investigación sobre Hobbes. Al parecer, Hobbes estuvo trabajando en un proyecto científico que buscaba una alternativa para el trasplante de órganos. Su intención era criar parásitos que asumieran la función de los órganos que pudieran estar dañados. Sus proyectos, por más ridículos que pudieran parecer, siempre encontraron instituciones dispuestas a financiarlas. (¿Acaso las instituciones sociales pueden respaldar prácticas siniestras?). Hobbes habría estado usando a Anabelle, una colegiala de 12 años, como conejillo de indias.
Sin tener conciencia de ello, Nick es el culpable de propagar el parásito que Anabelle llevaba consigo. Nick vomita imprudentemente en el baño (esparciendo el parásito por las cañerías) en una escena magistral, aterradora y repulsiva, y luego vomita desde la terraza del edificio, al aire libre, en otra escena épica aunque breve: el vómito cae sobre el paraguas de una anciana, que cree que se trata de un pájaro muerto. Los parásitos son resistentes y se reproducen con rapidez. No necesitan estar dentro del cuerpo humano para sobrevivir. Al poco tiempo, comienzan a infectar a otros huéspedes.
El proyecto en el que Hobbes estuvo trabajando en realidad tenía como finalidad la creación de un parásito afrodisíaco que potenciara las pulsiones sexuales reprimidas. El parásito fue un éxito, pero finalmente resultó venéreo. Hobbes estaba convencido de que la sociedad sería mejor si era capaz de liberar sus instintos sexuales. El parásito tiene la potencialidad de liberar toda la libido reprimida. El plan último de Hobbes era convertir a la sociedad en una inmensa orgía.
En poco tiempo, los huéspedes del edificio que han sido infectados comienzan a enloquecer, convirtiéndose en algo parecido a zombis, pero con el único objetivo de calmar el hambre de sexo. Las apetencias están completamente desbocadas. No hay límites. Todo sirve para calmar la sed. Menores de edad, relaciones parentales, viejos, jóvenes, gordos, flacos, feos, personas del mismo sexo. Todos quieren hacer el amor con todos. Nadie está a salvo. Lo peor es que no hay monstruo al que combatir. El monstruo no está afuera. Está dentro de cada uno. Es el monstruo de las represiones liberadas.
Como inteligentemente señala Hernán Schell en su libro sobre Cronenberg, hay un aspecto fundamental en el hecho de que los protagonistas parecen disfrutar de esta sexualidad desbocada. Si fuera evidente el horror, el discurso sería, a fin de cuentas, bastante puritano. En su lugar, es ambigüo y esa ambigüedad es la que convierte a Shivers en una película intempestiva.
Agrego más, la anteúltima escena –en la que la horda de parasitados sumerge en la piscina a Luke, que intenta sin suerte escaparse- opera como una suerte de bautismo, con inmersión en el agua y todo. Luke, quien todavía no ha sido parasitado, se “convierte” al mundo de los infectados, en lo que bien podría ser un rito de misa negra.
Casi que al espectador le dan ganas de que finalmente Luke, a quien habíamos visto tan frío y desinteresado en cuestiones sexuales, pueda liberar de una vez su instinto reprimido. No queda del todo claro que los infectados no la estén pasando bien. A diferencia de casi todas las películas de zombis, en la que los afectados se vuelven bastante idiotas, aquí queda claro que los infectados de Shivers son capaces de discernir la realidad y -por eso mismo- también son capaces de engañar y disimular su enfermedad.
En la última escena vemos a los infectados conducir coches y, mientras sucede la secuencia de títulos, una voz en off difunde la noticia de una ola de crímenes sexuales. Así que el parásito ha comenzado a expandirse, acaso en un mórbido apocalipsis de perversión sexual.
Aquí puede leerse un texto de Paola Menéndez sobre la misma película.
Shivers (Canadá, 1975), de David Cronenberg, c/Paul Hampton, Joe Silver, Lynn Lowry, 87′.
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