Soy de las que se enamoran de las palabras y las siguen a ver qué hay detrás. Así fue como llegué a Tired Moonlight en el último Bafici. Una ópera prima con un título hermosamente poético me alcanza, no pido mucho.
Sin mediaciones, Tired Moonlight (Cansada luz de luna) inicia con imágenes como postales de un Estados Unidos rural: cielos límpidos, paisajes hermosos, extensos prados verdes, trigales maduros mecidos por el viento y un animal aplastado en la carretera. Nada del otro mundo, pero… desde el comienzo la película juega a los espejos. No hay música, la banda de sonido es una voz masculina (absolutamente seductora), que no es estrictamente una voz en off que va guiando el relato, es otro plano de lectura/escucha y son esas palabras, el tono, el contenido, lo que resginifican las imágenes y (a mí, al menos) embelesan.
La ópera prima de Britni West, filmada en 16 mm, transcurre en Kallispell, Montana, un pequeño pueblo rural y se rodó en el transcurso de dos veranos. Protagonizada casi en su totalidad por actores no profesionales residentes en el lugar, los personajes que se construyen son, en la mayoría de los casos, como ellos mismos. Como sus sueños, como sus deseos, como sus tristezas y sus desazones. La historia central gira sobre una premisa simple pero efectiva: las historias en paralelo de dos mujeres, Dawn, una mujer de mediana edad, y Sarah, una joven madre soltera. Ellas son hermosas, de pocas, poquísimas palabras, gestos de tierna timidez y hermosas sonrisas de ojos tristísimos. Y está Rainy, la hija de Sarah, una niña de 4 años que con sus amigas y sus paseos aportan los momentos más gratos de la película, los juegos de la infancia, el tiempo muerto del verano, las charlas, el aburrimiento y las risas.
Acá no hay roles, no hay hombres que cumplan el rol de padres o esposos, hay un día a día de trabajos domésticos (en un motel, en casas, y Sarah, que es más joven, también en el turno noche de un supermercado), breves interacciones y silencios solitarios. Y entonces aparece Paul manejando un imposible Toyota Celica (el personaje ha venido a ocuparse de las «cosas» de su madre muerta) y en su llegada al pueblo escuchamos:
Billings, Montana ha estado enferma por años, ellos dicen que van a salir adelante pero todavía no hay trabajo. Hibbing se está oxidando, oxidándose. Uno podría ir a Brainerd y sus carreras de motos, fumar y esperar ser amado por accidente. Yo estoy en Volin, Dakota del Sur, donde un perro viejo no sale del camino por nada. No por un coche, ni por los gritos de los niños, un granjero armado con un calibre 12 o un tornado, oscuro como un moretón, que arrasa los campos de maíz. Cada pueblo tiene una oficina de correos, amantes, pistolas, navajas y cerveza. Sólo tienes que saber dónde buscar y cuándo mirar hacia otro lado. En St. Paul, donde el confiable frío asesinando gérmenes es una bendición, vi a un hombre de negocios en un traje elegante, corbata llamativa, el pelo peinado hacia atrás, cargando una valija y caminando rápido. Estoy parado, con los pies congelados y pienso: mierda, es la cosa más cool que jamás he visto. Espero que haga estallar la estación de autobuses o que le compre a una mujer hermosa un trago.
No Work, de Paul D. Dickinson.
Y otra vez las palabras, el tono de esa voz, el amor. Dawn y Paul se relacionan, pero -y acá se juega la mirada de la directora- no «como en el cine». Hay una secuencia que provoca una gran incomodidad (grata, pero incomodidad) porque esta pareja de solitarios de mediana edad se relacionan como las personas y la intimidad es algo que no surge espectacularmente y parece que ambos la esperan pero las cosas no pasan y otra vez el plano de la voz que, amorosamente, le habla a una mujer (a la que está en la pantalla, a mí, ¿a todas?) y la cámara viaja hasta nuestro héroe (no un galán, más bien un looser simpático) que concluye agradeciendo a esa musa por el tiempo dedicado a todos los «hombres rotos, como yo». Y sucede la magia y esto es amor. La voz, las palabras, el tono y el cuerpo se amalgaman, ese personaje es -sin duda alguna- el autor de esas palabras y así es como deviene en hermoso príncipe (yo avisé, soy fácil y me enamoro de las palabras y, claro, de quién las pare).
Y la dinámica del pueblo pequeño se cierra con la fiesta; es el 4 de julio, estallan petardos por todos lados, la gente se reúne, conversa, se ríe, se enamora y se despide.
En mi mente yo soy Bruce Lee
y doy saltos a través de la gente en el repleto night club
en la mitad de mi rutina
me doy cuenta de que no hay nada más poderoso que un sábado a la noche
en los Estados Unidos de América
Que los truenos de la noche del sábado se estremecen con los rugidos de los motores V8
de nubes de hoscos tornados
de abrir y cerrar de puertas
de secretos perdidos en corazones cavernosos
Las notas a mí mismo se vuelven más confusas.
Una banda de vaqueros medio muertos se apodera de la noche
lo suficientemente vivos para beber, manejar y chocar con doncellas tatuadas
en casas rodantes en llamas que el fuego nunca abraza
o Neptuno, o Zeus o Sylvia Plath en malla (traje de baño).
¿Qué has hecho?
Nightdreaming, de Paul D. Dickinson.
Y nuestro Paul se va del pueblo una vez que se ocupó de los asuntos de su madre y que brindó con todos sus amigos por su vida (la de ella). En un último gesto, tira a la basura los trofeos ganados en su juventud (esas cosas que conservan las madres), se despide de ese pueblo, de esa vida, de ese que fue y empieza a recorrer esas «cincuenta millas de mal camino que siempre te lleva a casa».
La mayoría de las películas que representan a la pobreza y a los pobres pintan un cuadro realmente sombrío de la vida en los márgenes, cargados de clichés y representaciones estereotipadas. Tired Moonlight se ubica en el escenario de un pueblo rural pequeño que, seguramente, ha conocido tiempos mejores, pero que también está habitado por personas con historias, sueños y deseos (ése es el hilo conductor) que no son ajenos a la pobreza que los rodea aunque, es cierto, su idea de «comodidad» o «abundancia» es bien distinta a la del habitante urbano medio.
Probablemente no se estrene en ningún lado y es una pena porque, también (y esto da para larguísimo), da cuenta de una relación amorosa y poco explotada que es la del cine y la poesía funcionando en diferentes planos de lectura sin someterse uno al otro.
A veces las intuiciones son las correctas, se hace la magia y al pelar la cebolla encontramos una frutilla o varias. Además del disfrute estético la película me permitió conocer a su directora, Brinti West, y al poeta, músico, ex-punk y profesor Paul D. Dickinson quién me envió las poesías que se incluyen en esta nota y que forman parte de la película. Nobleza obliga, asombrosamente, ambos (directora y poeta) respondieron al correo que, sin demasiada expectativa, mandé desde una dirección en el blog de la película.
Para terminar, Dickinson -en los créditos- dedica la película a la «Liga de las Camareras hermosas», con ustedes…
Beware the League of Beautiful Waitresses (Cuidado con la Liga de las Camareras Hermosas)
© Paul D. Dickinson
Cuidado con la Liga de las Camareras Hermosas
y las escuchas telefónicas de antaño.
Ciudado con los lobos gruñendo detrás de cada puerta
y los sueños combustibles que nunca encienden.
Ciudado con la gente de plástico en la fiesta cuando giran
en afectada demencia frente a tus propios ojos
Ciudado con las astillas de las rupturas que suceden
cada cinco minutos en incontables bares, dormitorios
y estacionamientos de este pueblo detenido en la pradera glorificada.
Ciudado con el llanto tórrido de la luna
mientras susurra su nombre.
Tired Moonlight (EUA, 2015), de Britni West, c/Liz Randall, Paul Dickinson, Hillary Berg, Rainleigh Vick, Alex Karpovsky, 78′.
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