En Vicenta lo que se pone a prueba es algo más que lo que ocurrió en Guernica a partir del año 2006. No se trata simplemente de documentar y narrar el larguísimo peregrinar de una mujer y su hija para que el Estado reconozca el derecho a abortar en un caso como éste, en que el embarazo no solo se produce en una mujer con retraso madurativo, sino que es la consecuencia de una violación intrafamiliar. Sino que en ese intento de documentar es que aparecen los obstáculos iniciales. Si el deber principal es la protección de la identidad de la joven, ¿cómo se hace para contar su historia desde un documental? Si lo que ocurre implica tantas aristas complejas como las mencionadas, ¿cómo se hace para ponerlas en pantalla sin caer en el oportunismo, el morbo y los falsos dilemas morales con que suelen mostrárselos en la televisión? En definitiva, lo que se pone a prueba es cómo representar lo irrepresentable. Cómo documentar aquello sobre lo que hay una imposibilidad de narrar desde las imágenes. Cómo se cuenta una historia en la que los rastros posibles –fotos, videos, grabaciones- incluso están fuera del alcance de los protagonistas, parte de ese universo de excluidos que no tienen acceso a más que lo básico en el mejor de los casos.

Entonces, la película recurre a la construcción de los personajes y su historia desde dos decisiones que son fundamentales. La primera, suplantar la ausencia de imágenes por la representación a partir de maquetas y muñecos de plastilina. Lo que emparenta a Vicenta y su procedimiento con el que siguió Rithy Panh en su fabulosa L’image manquante. Allí se contaba la historia familiar del propio director en la Camboya de la segunda mitad de la década del 70, a partir de la ausencia de las imágenes que dieran cuenta del genocidio cometido contra el pueblo por el Khmer Rouge. Ante esa ausencia, Panh recurría a las miniaturas, a la representación con pequeños muñecos de arcilla que no reemplazan lo que no está, sino que lo ponen en evidencia. De la misma manera, Darío Doria recurre a los pequeños muñecos que como los de Panh no son parte de una animación, sino de una puesta en escena de lo estático. La ausencia de movimientos, sin embargo, es lo que profundiza el sentido de los personajes. En primera instancia, porque la quietud en la que se sumen unos y otros no es inexpresiva, sino que refleja de manera insistente la imposibilidad de moverse, de pasar a una acción que resuelva el problema al que se enfrentan. Lo que se mueve es siempre lo otro: son los colectivos, los trenes, el remis del yerno de Vicenta, que por oposición resaltan la quietud. Pero esa quietud es también una reafirmación de una espera a la que los personajes parecen condenados una y otra vez. Esperar en la parada del colectivo, esperar en la sala del hospital, en los pasillos del juzgado. Esperar en la propia casa que llegue la noticia de que finalmente la justicia autoriza el aborto. Esa relación que se establece entre el movimiento y la quietud aparece reafirmada en la forma en que la voz en off interroga, pone el acento sobre un tiempo que se estira, se vuelve interminable. “Cuánto dura un día trabajando en otras casas” se pregunta al comienzo, para reconfigurarla cerca del final cuando se transforma en “¿cuánto dura un día, y un año y, ocho?”. Pero también ese tiempo producto de una sensación diferente, de lo que se mueve de manera tal de seguir deteniendo a los personajes (“La máquina judicial se mueve a su propio ritmo, no tiene apuro”; “Con la urgencia de ella (la fiscal) lo manda (al expediente) a una jueza de menores”). Vicenta es, desde ese lugar, también una exploración sobre cómo contar el tiempo, como establecer que las cosas se mueven a diferentes velocidades, nunca de acuerdo a la necesidad del personaje.

En segunda instancia, porque la quietud de los personajes no implica que no haya movimiento. Para resolver parte de ese potencial problema –y allí también radica una parte de la expresividad que se logra-, lo que hace es mover la cámara. Cambiar de planos con una cadencia que permite detenerse con los personajes. Pero también hacer que la cámara gire alrededor de ellos. O que recurra a recorridos laterales que van mostrando los pasillos de los juzgados. Cada movimiento de la cámara deja de lado la gratuidad para ponerse en relación directa con las necesidades de lo que se está contando, para resaltar a los personajes o a su entorno, para poner de relieve ese contraste entre lo que parece no moverse (es notable en ese sentido la construcción de los juzgados como espacios sin vida, con los pasillos vacíos, silenciosos, algo oscuros, dominados por las estanterías con papeles) y lo que no puede más que permanecer quieto.

La segunda decisión que toma es la de construir a los personajes sin voz propia. Lo que resuelve un problema esencial (ese pasaje de la imagen quieta a lo animado) es un planteo que configura la realidad de los personajes. No solamente porque la historia es narrada desde el off, sino porque esa voz adquiere la potencia de reemplazar la que ni Vicenta ni su hija Laura tienen. Esa intermediación entre la voz ausente –algo similar a lo que ocurre con la forma en que Valeria, la otra hija de Vicenta, toma a su cargo el acompañamiento porque es la única de la familia que sabe leer- y la voz de los otros, las unifica en un espacio en el que se pone en juego lo que busca la familia –la autorización para practicar el aborto-, las trabas burocráticas –la circulación que lleva de la denuncia al paso del expediente por diferentes instancias, en donde el tiempo se vuelve crucial, pero que en otra gran decisión no se explicita en su transcurrir- y las argumentaciones a favor y en contra de la decisión –resumidas a partir de la lectura de informes, solicitudes y fallos de las diferentes partes, en otra muestra de cómo incorporar lo escrito a un espacio dialógico-. Los personajes, entonces, no hablan porque no les es permitido hablar. Hay que notar el detalle de que ni siquiera la voz en off toma registro de lo que dice Vicenta, salvo cuando le cuenta a su hija cómo puede quedar embarazada una mujer. Pero no hay voz de Vicenta hasta un momento específico: la voz de Vicenta aparece en escena cuando otras mujeres, militantes, van a su casa a hablar con ella. La voz en off ahora replica lo que dice Vicenta en ese momento: “Si no la dejan abortar, lo voy a criar yo. Ni loca se los entrego a esos hijos de puta”. Es un momento de ruptura crucial porque la irrupción de la voz coincide con la concurrencia con las otras mujeres que la apoyan y la ayudan y porque es la salida de un silencio que había mantenido el personaje durante todo ese tiempo. Es la voz propia que empieza a asomar y que de a poco va a ir articulándose en actos que la llevan de la mudez al discurso ante las Naciones Unidas. El corolario de esa ruptura no es el pedido de disculpas del Estado en el 2014, sino la aparición de la Vicenta real, tomando el micrófono, poniendo ahora sí su propia voz para que se garantice la práctica del aborto y que el Estado esté presente ante las mujeres que deben recurrir a él.

La otra gran decisión que toma la película es limitar lo estrictamente documental a unas pocas secuencias tomadas de la televisión, cuando el caso es revelado por un periodista y retomado por otros medios. Si allí hay un primer acercamiento a una voz que pone el hecho en otro lugar –sacándolo de la comodidad de la burocracia judicial para situarlo, de manera casi brutal, en el dominio de lo público-, es solo en ese momento que deja aparecer las voces televisivas, ese dominio de lo real que va apareciendo bajo la forma de entrevistas y voces de jueces que justifican lo injustificable. Pero por otra parte, esa decisión tiene el poder de minimizar el poder documental de la imagen y del sonido que proviene de la televisión (y allí también hace un notable contraste cuando Vicenta ve el informe televisivo en la pantalla encendida de una vidriera, ajena a todo, sin poder intervenir en la discusión), hasta reducirla a una ilustración con un valor de verdad que se empequeñece ante la construcción con los muñecos de plastilina. El efecto es paradójico: lo real, lo que proviene de la pantalla es devuelto a una condición de irrealidad definida antes por el medio que por el contenido. De allí que ese elemento documental, en la imagen, siga perteneciendo a la esfera de lo televisivo (permanece dentro del formato de un televisor que está dentro de lo filmado) y termine siendo apenas un apunte dentro de una construcción que se apoya más en lo que se reconstruye que en lo que se rescata como posible documento.

En ese trayecto, Vicenta no solamente logra poner en pantalla una historia, alejada de cualquier sensacionalismo, sino que responde a aquella pregunta del inicio. Elude todas las limitaciones que se preveían para la construcción de un documental sin necesidad de recurrir a la ficcionalización del caso. Reconstruye con imaginación, pero por sobre todo con gran solidez, aquello que constituye el núcleo de su historia. Y lo hace entendiendo a los personajes a los que pone en juego a uno y otro lado de cada situación. Y logra el milagro de hacer que unos muñequitos inmóviles parezcan estar atravesando esa quietud para mostrar ante la cámara que todas sus expresiones exponen un universo interior al que solo hay que prestar atención. Es en ese punto en que Vicenta como película demuestra la posibilidad de darle voz a los que no la tienen, incluso aunque no digan una sola palabra.

Calificación: 8/10

Vicenta (Argentina, 2020). Dirección: Darío Doria. Guion: Darío Doria, Luis Camardella, Florencia Gattari. Fotografía: Darío Doria. Montaje: Darío Doria: Arte: Mariana Ardanaz. Narración: Liliana Herrero. Duración: 69 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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