“De repente, todo se apagó y se acabó el espectáculo”, dice la voz de Juan al comienzo de la película, en una alusión directa a los proyectores del cine Monumental. Pero la pretensión de esa voz se despega de la realidad para adquirir un rasgo más cercano a lo poético, a una referencialidad que a partir de ese momento se disparará en diferentes direcciones. Lo interesante es que no se dispone en el suceder de las imágenes a partir del regreso al pueblo natal, después de haber estudiado cine en Buenos Aires. Él ya está allí; lo primero que vemos es el recuadro de luz proyectada sobre diferentes espacios. Pero en esa imagen proyectada no hay nada más que una luz que ilumina, y que a la vez ocluye. No dice más que la ausencia de una imagen a proyectar sobre el pueblo. Un vacío de imagen que El cine ha muerto irá desmenuzando para hallar su sentido.

Los años noventa implicaron, con su componente de menemismo explícito, un proceso de destrucción de las relaciones sociales e interculturales cuyos efectos se potencian hasta hoy. El desarme de la estructura conectiva que implicaba la red de ferrocarriles no implicó solamente una transferencia de responsabilidades en el transporte desde el Estado a la “iniciativa privada”, con sus consecuencias en términos de encarecimiento de servicio y exclusión social. Las huellas de ese desguace se advierten en Diaz, el pueblo de Juan situado en el centro-sur de la provincia de Santa Fe, no solamente porque la estación luce abandonada, sino porque esa situación repercute sobre la rutina del pueblo. Cuando el recuerdo restaura el movimiento cotidiano de la estación en el pasado, lo que resalta es la pérdida de un espacio de cruce y de relación: algunos iban a la estación a leer el diario, otros a esperar a los que llegaban en el tren. “En el pueblo, la repetición es constante; todos los días parecen iguales pero el pueblo ya no es como era”, resume Juan, sintetizando la pérdida de referencias que implica la salida de su funcionalidad de un edificio –de un sistema- que se constituye como central en el movimiento del pueblo.

Un proceso similar se reproduce con el cine, que por los mismos años vivió una transformación centrada en la concentración del mercado y la urgencia por obtener beneficios por parte de empresas extranjeras. El Cine Monumental en Diaz es hoy otro espacio vacío, que desde el comienzo resalta en la transformación de la vida de los habitantes del pueblo (“Como no hay cine, Marta cierra el negocio y se va a su casa a mirar la TV”). Su constitución como puro recuerdo no parte solamente del narrador, sino que se articula con el momento en que los amigos de su padre cuentan sus historias mientras despliegan los posters que sobrevivieron al cierre. Hay un momento, sin embargo, que se vuelve revelador. Es apenas una frase dicha por Marta: “No me acuerdo por qué terminó”, dice aludiendo al cine y después de describir la extraña logística que unía a las películas con el pueblo vecino de San Genaro. Algo similar puede pensarse de la estación y del ferrocarril: la pregunta sobre el por qué algo se terminó no es nostálgica, sino la conciencia del tiempo pasado y el olvido que se ha naturalizado sobre las causas y no sobre los hechos.

El ferrocarril y el cine son dos de los tres pilares sobre los cuales se sostiene la transformación que un pueblo sufre a los ojos de una persona. Si esos elementos se perciben como parte de algo colectivo, el último pilar es más personal y se vuelve el elemento que los une a todos. La ausencia del padre es lo que viene a completar, para Juan, ese desplazamiento de la percepción sobre el pueblo de su infancia. Y aunque no lo hace de manera explícita, la pregunta que vuelve es la misma que formula Marta, sobre la imposibilidad de saber por qué se terminó. Si ese enlace parece situarse a partir de un recorrido (“Mi papá murió después que hicimos ese viaje por las salas de su infancia”) la pregunta se traduce en una frase afirmada por los hechos y la percepción que se tiene de ellos (“Los cuerpos son un engaño, él estaba fuerte y un día desapareció”). Lo que recupera El cine ha muerto es la imagen del padre capturada en el pasado, la replica, le hace preguntas que no puede responder. Se advierte que en ellas late el vínculo que el director señala (“El cine nos une y nos separa”) pero que en su propia conformación como “documento de los recuerdos” no pueden recuperar la potencia de lo presente. La paradoja resulta de pensar que el cine es lo que hace habitable a los espacios vacíos y a la vez comprender que con la sola imagen de algo ya no resulta suficiente.

“Desde que mi papá no está, los lugares me parecen oscuros, tristes”, dice Juan. Lo que se traduce es que más allá de la transformación que implica la desaparición física de los tres elementos puestos en juego (el tren, el cine, el padre), lo que hay es una transformación de la mirada. Quizás la referencia inicial pueda encontrarse en el momento en que se muestra la casa que fue el escenario de los juegos de su infancia: si esa evocación resulta deudora de una felicidad pasada (el lugar es donde trabajaba su padre y en cuya vereda Juan jugaba mientras lo esperaba), la visión de esa casa vacía en la que ni siquiera puede reponer su propio lugar en tanto ya no hay a quien esperar, se vuelve en el presente una escenificación palpable de la ausencia. Pero de la misma manera, esa escenificación se expande a todo el pueblo. De allí que ya no sea lo que alguna vez fue. Lo que consigue la construcción que hace el documental es transformar el pueblo de la infancia en un pueblo fantasma. Un espacio deshabitado que solo puede llenarse con los recuerdos, con imágenes que refuerzan el perfil fantasmagórico. El recurso de proyectar las imágenes sobre los espacios no solamente adhiere una capa sobre otra, sino que revela de manera más contundente aquello que no está. Si esas imágenes terminan por volver habitables esos espacios vacíos, lo hacen a costa de entender que ya no hay nada allí y que lo que subsiste son solo retazos de memorias de lo que fue. Imágenes recapturadas en el presente, como reemplazo de lo que no se registró en el pasado e imágenes que provienen del pasado como fantasmas que se proyectan sobre el presente. El tiempo de ese pueblo parece haber terminado. Las casas, la estación, el cine, las calles, todo dejó de tener vida. Hay que insuflarles la vida del pasado –incluso replicándolas en la pantalla de una Tablet o de un televisor, que duplican la visión del mismo espacio- para que parezcan despegarse de ese estatismo mortuorio. Y sin embargo algo persiste (ese plano en el que las luces de la calle se van encendiendo lenta y automáticamente) aunque ya no haya para qué ni para quién, ni se encuentre la forma de responder a la pregunta de por qué se terminó.

El cine ha muerto (Argentina, 2022). Guion y dirección: Juan Benitez Allassia. Fotografía: Andrés Boero Madrid. Testimonios: Ana Doval, Beto Burgués, Marta Debiaso, María Inés Montivero, Augusto Isidori, Juan Carlos Puciol. Duración: 64 minutos.

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