En la primera parte de Sol en un patio vacío, la película que abre la Trilogía del lago helado de Gustavo Fontán, hay un plano que se desmarca del resto. Desde la posición del acompañante, en un auto que viaja a través de una autopista durante una intensa lluvia, la cámara registra el modo en que las gotas, al golpear contra el parabrisas, y gracias a la inmovilidad de las escobillas, forman una especie de cascada ascendente. Mientras el agua se eleva, las figuras que desfilan a los costados del auto (hileras de arbustos, postes de luz conectados por el cableado,autos que transitan en el mismo sentido o en sentido inverso, y hasta las líneas de la ruta) atraviesan el filtro natural que forma el agua y llegan al lente deformadas. Lo real se vuelve tembloroso, oscilante, extraño. Es el plano más extenso de la trilogía, pero no es el único que responde a la voluntad de interponer o encontrar obstáculos entre las cosas y la cámara. Una rama, el agua o una nube pueden filtrar, desviar o limitar el trayecto de la luz y de ese modo afectar o deformar lo real. Fontán no quiere mostrarnos cosas nuevas sino contagiarnos de su propio asombro frente al modo en que la luz, natural o artificial, desdibuja los contornos del mundo. Todo se diluye hasta volverse abstracto. Todo se ve y se escucha como si fuera la primera vez.

La Trilogía del lago helado está constituida por los largometrajes Sol en un patio vacío, Lluvias y El estanque. El primero es el que más se aleja de cualquier voluntad narrativa. Las imágenes no asumen la forma de escenas, no se despliegan a partir de una lógica encadenada como sucedía -al menos de una manera tenue- en El árbol o en El limonero real, sino que se acumulan para delinear un estado de extrañamiento. No hay narración, sino poesía. En la segunda mitad, y sólo por un rato, se corre el velo y aparecen imágenes más cristalinas: un bosque, un cielo, una playa, una mujer caminando sobre la playa y el mar tratando de invadir a ambas. La condición figurativa de las imágenes no logra sin embargo transformarlas en piezas de un relato. Lo que vemos y escuchamos está más cerca de la pintura y de la música (alejada de las estructuras melódicas) que de las formas de la narrativa literaria. Los materiales no se ordenan para generar suspenso: están en suspenso. El cruce entre literatura y cine, presente en la trilogía debido a la procedencia de los escritos que la cimientan, se vuelve un juego de resonancias: las imágenes se conectan con la palabra poética y las palabras se diluyen en un universo visual y sonoro.

En Lluvias y en El estanque las imágenes se siguen moviendo en una zona difusa, pero esta vez son acompañadas o confrontadas por la voz de Fontán, cuya aparición intermitente, sumada a la aparición de placas que dan cuenta del paso de los días, hace pensar en la lógica del diario cinematográfico. La voz remite a un observador y al lugar desde el cual se encuentra con lo que registra y con lo que no puede ver. En algún momento de Lluvias la voz de Fontán dice que durante meses filmó la calle, la vereda, las terrazas desde la ventana de la cocina de su departamento a la espera de que algo suceda o a la espera de que la ausencia de un acontecimiento lo conecte con ese algo más que puede hallarse en una imagen, si uno está del lado de la creencia o si suspende la incredulidad durante el tiempo que dura el hecho cinematográfico. Como si hubiera que moverse a contramano de las expectativas (o directamente no moverse) para que la contemplación transforme lo visible.

El punto de vista se corre, se disloca, y se queda atado a una ventana o a los límites físicos que impone un edificio. Si en Sol en un patio vacío la cámara se acerca a los objetos para abstraerlos, en Lluvias y en El estanque el recorrido por momentos es inverso: se aleja para desplegar un paisaje que involucra a otros, como la vecina Delia que una noche, desesperada, le pide a Fontán un rivotril y tres días después muere en un hospital, como los obreros que trabajan en la calle o como el hombre que camina en un sentido y en otro, con paso lento, sobre la vereda del edificio. En estas dos películas hay un componente social que adquiere materialidad a partir del ruido de la ciudad, las luces de los autos sobre el cemento y los cuerpos curtidos que trabajan al aire libreo que celebran, a la noche, el rato que tienen de descanso.

La lente de Fontán es microscópica. No registra la acción, sino el tiempo. No el cuerpo, sino el gesto. No la fuente de luz, sino su efecto, como testimonio de la impermanencia. Lo que vale es lo que rompe con lo cotidiano:el detalle, el silencio, el vacío, lo que no se deja ver y se mueve alrededor de las cosas. Es un proceso de abstracción preciso, nunca aséptico, abierto a las formas de la vida.

Hay una cualidad que desmarca a la Trilogía del lago helado de sus películas anteriores. A diferencia de La orilla que se abisma, El rostro o El limonero real, donde lo que permanece, paradójicamente, es la inestabilidad, en la trilogía hay algo que se sostiene como una amenaza. En aquellas el símbolo imperturbable es el río y en esta, como anticipa el título, un bloque de agua que no se mueve y que asume la forma de una repetición insoportable: una calesita, un yaguareté que camina sobre la misma línea dentro de su jaula, en un sentido y en otro, un hombre que practica movimientos de artes marciales desplazándose hacia un lado y hacia el otro, y finalmente el mar, que parece condenado a insistir sobre un cauce que no existe.

“Lo que está sin terminar es un estribillo de sí mismo”, dice Gustavo Fontán que dice su compañera, Gloria Peirano, con quien escribe las notas que sirven de base para la trilogía. Entre esas notas persiste el tema del sonambulismo, el estado que ella experimenta con frecuencia (sobre todo cuando pasa la noche en un lugar nuevo), y a partir del que escribe el Manual para sonámbulos. La figura del cuerpo que deambula, encapsulado en una tarea privada, es precisa para delimitar, al menos de manera provisoria, el modo en que las tres películas conciben alas imágenes: al mismo tiempo dentro y fuera del mundo, en un tiempo suspendido, atadas por un hilo frágil a lo que está frente a cámara pero plegadas hacia un mundo imaginario.

Sol en un patio vacío (Argentina, 2015), de Gustavo Fontán, 65 minutos. / Lluvias (Argentina, 2017), de Gustavo Fontán, 64 minutos. / El estanque (Argentina, 2017), de Gustavo Fontán, 62 minutos.

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