La función de un mapa es señalar. Lugares que representan la organización política de un espacio –estados o provincias, intendencias, ciudades- que sirve tanto para la identificación interior como referencialidad de pertenencia, como para la ajena que implica el reconocimiento del otro. Pero también un mapa señala fronteras como espacios de conflictos posibles, de definiciones que se pretenden tan estructurales que implican culturas diferenciadas –y sin reconocer siquiera que los espacios de frontera son culturalmente permeables, espacios de un intercambio que va más allá de las divisiones políticas. La interioridad de un mapa no deja de ser una construcción, una convención que entra en continua tensión con la realidad.
Un mapa es el sostén de un viaje. Pero en cualquier viaje, más que esas divisiones importa la ruta, el trayecto, el marcado de un recorrido posible. De algún modo, un viaje lo que hace es burlar esas convenciones, atravesar las fronteras, dibujar en el recorrido un espacio nuevo que se despega de la nomenclatura de países y continentes. Pero haciendo un recorrido inverso al que implica la globalización: no se trata de la universalización impuesta de un concepto, sino del descubrimiento de los detalles que permiten eludir ese riesgo.
Cumbia que vas de ronda es un documental que se construye como un mapa. Pero un mapa de viaje. No un mapa plano en el que la pantalla reemplaza al papel, sino uno con relieve, que permite atisbar los paisajes que atraviesa –sonoros, sociales, culturales- en función de la cumbia como eje central para pensarlos.
Sorpresivamente, el documental comienza en Portugal. Allí, Pablo Coronel, director de la película, es el acordeonista de Rosa Mimosa y sus Mariposas, banda de cumbia colombiana que toca en diferentes ciudades y festivales de ese país. Hay algo por lo menos extraño, para el espectador, en la conexión que ese público establece con un ritmo ajeno incluso a su historia cultural –pensemos que la música emblemática que nos llega de Portugal es el fado, ubicado en las antípodas del sonido de la cumbia-. Es esa misma extrañeza la que funciona como punto de partida para preguntarse qué implica la cumbia como género musical en la relación con la gente.
Lo interesante es que la aparente intención explicativa, pedagógica –qué es la cumbia, de dónde viene- que guía ese comienzo, se disuelve en sí misma en el cruce de las versiones que provienen de México, de Colombia, de orígenes difusos, diversos, marcados más por la oralidad referencial que por las certezas. De la ritualidad de los indígenas a la irrupción de las orquestas de mediados del siglo pasado hay una elipsis que al documental no le interesa completar porque no es ese el nudo de su búsqueda. En todo caso es la punta de ese hilo que se decide desandar y que tiene que ver con la forma en que el género musical escapó de las fronteras originales para diseminarse a lo largo y ancho del continente. De alguna manera, lo que hace Cumbia que vas de ronda es tratar de reconstruir en el presente, el viaje que el género musical hizo en el pasado para desembarcar en otras tierras.
“Cuanto más salvaje y primaria, mejor” sentencia Coco Barcalá que funciona como un doble punto de partida: a partir de él se articula una primera relación de la cumbia colombiana con un territorio ajeno como es el de Argentina –a partir del programa radial que se escucha sobre la música costeña colombiana de la década del 60- pero también aparece un primer indicio de lo que implica la cumbia como música popular. Una forma de despegarse ya no solo de la música académica, sino por sobre todo de otras músicas populares con las que convive. Pero es esa característica, y la ausencia de una coreografía precisa para bailarla –“No hay pasos, solamente algunos movimientos de hombros y caderas” dice la bailarina de una de las bandas- lo que le impone dos elementos que serán esenciales en la construcción que encara el documental: la libertad de movimientos y la maleabilidad musical que le permite el cruzamiento y la mezcla que garantizaron su supervivencia.
El viaje de Pablo Coronel con su equipo de filmación –también grupo musical, en una implicancia más de esa ductilidad que permite el género- no está definido por la búsqueda ni de las raíces genéricas ni de los elementos puros del género. Por el contrario, lo que le interesa son las mutaciones, las formas impuras en las que derivó pero en las que pervive el patrón rítmico. En ese punto, el cruce con otros instrumentos es lo que le va aportando no solamente un toque local sino un tipo de sonoridad particular. La predominancia del keytar en la variante de la cumbia argentina de las últimas décadas que se replica en Bolivia en la fusión que La Nueva Vitamina intenta con el reggaetón. La acentuación del trazo rítmico que la vincula con el ska –lo que implica un doble trasplante de escena musical original- en la reformulación de Tomo Como Rey. El énfasis en la recuperación de los instrumentos de viento ancestrales en los chilenos Makina Kandela. La centralidad del acordeón en la peruana Orquesta Roxy, definiendo el cruce con un ritmo andino como el huayno. Pero también en Perú, la forma en que se articuló en las décadas del 60 y del 70, incorporando instrumentos más propios del rock’n’roll como la guitarra eléctrica o el uso del wahwah, tanto en la banda más conocida como Los Mirlos como en Los Orientales. En ese recorrido por la América Latina predominantemente andina –la cumbia revela una pertenencia más propia del Pacífico que del Atlántico-, cierta predictibilidad del recorrido deja sin embargo la sensación de un territorio que se explora con esa profundidad por primera vez. El paso rápido sin embargo no es superficial: en todo caso implica establecer marcas que oscilan entre la raíz original y el resultado del cruce leído más que como originalidad, como producto de la adaptación a una cultura antes que al territorio de un país.
Pero lo que se sale de lo previsible, retomando el camino de ese inicio europeo, lo constituye otro océano que es atravesado. Cuando el viaje se traslada al otro lado del Pacífico, lo que aparece es una nueva dimensión desconocida. Si la relación con los ritmos latinoamericanos estaba en la esfera de lo esperable, la pregunta es cómo se traslada esa música a Oriente. Entonces, a partir de ese momento, el documental se parte en dos. Por un lado, un territorio en el que, impensadamente, la cumbia ha puesto un pie firme en los últimos años. La cumbia es la música que suena en el Café Lavandería (definido por Shogo Kamiyama, dueño del lugar, de manera notable como “el único café antifascista”) de Tokio. Y es también la música que hace la banda Minyo Crusaders. Un cruce entre la cumbia colombiana y el “minyo”, una música folklórica japonesa. Pero más que el cruce, lo interesante es que lo que parecen encontrar los japoneses en esa música es libertad. “Toco cumbia para ser libre” dice el líder de la banda, como si en esa música ajena residiera el germen que derrumba las divisiones y las fronteras. Algo similar a lo que ocurre en Osaka con la banda Rojo Regalo, que apuesta a una cadencia que liga a la cumbia con el reggae.
Pero por otro lado, el tramo final del documental se reserva el espacio de la aventura. Más que el de la comprobación, el de la diseminación. Es cuando el equipo de filmación se transforma en grupo musical y abandona el detrás de cámara para asumirse plenamente como parte del recorrido. En Vietnam y Filipinas, juegan a introducir la cumbia ya sea a través de la forma pura –tocándola en las calles, en casas particulares o en las plazas- como en la experimentación que implica cruzarla con otras formas –el hip hop, con el que comparte la libertad de movimientos- o con la sonoridad propia de esas regiones –el sonido de los instrumentos tradicionales camboyanos en la escuela de circo; el de los instrumentos indígenas filipinos de la orquesta KantraGapi-. La exploración implica un cruce que siempre, inevitablemente, se produce con otras músicas populares, aun cuando estén ejecutadas por formaciones más o menos cercanas a lo académico.
Sobre el final, la voz en off del director señala, mientras seguimos viendo la reacción de la gente hacia esa música hasta poco antes desconocida que “la forma de sentir es la misma (porque) somos parte del mismo pueblo”. Esa noción de pertenencia es la culminación, más que del viaje, de la idea de la ausencia de fronteras que el documental postula una y otra vez y que se refleja en la gozosa dificultad para diferenciar reacciones en diferentes espacios. Ante la cumbia, ante las músicas que de una manera u otra apelan a lo popular sin menospreciarlo, reacciona de la misma maneraun peruano, un chileno, un japonés o un filipino. En ese borramiento es que Cumbia que vas de ronda asienta su potencia, en tanto su viaje es una nueva construcción. Y esa construcción es la de un mapa que atraviesa los continentes, los océanos y los países para dar cuenta de una forma de entender la música, la cultura, los cuerpos sin otra regla que la propia libertad que emana de los ritmos.
Calificación: 7/10
Cumbia que te vas de ronda (Argentina, Bolivia, México, España y Portugal, 2020). Director Pablo Ignacio Coronel. Guion: Pablo Ignacio Coronel y Analía Bogado. Fotografía: Pablo Ignacio Coronel. Sonido: Gaspar Scheuer. Montaje: Pablo Ignacio Coronel. Música Original: Olmo Marín. Músicos de la banda: Pablo Ignacio Coronel, Analía Bogado, Natalia Trzcina y Luciano Huarte. Entrevistados: Totó la Momposina, Juan Sebastián Ochoa, Coco Barcala, Yogo Komiyama y Celso Piña. Grupos Musicales Los Mirlos, Agua Sucia y los Mareados, Rosa Mimosa y sus Mariposas y Los Orientales de Paramonga. Duración: 87 minutos. Disponible en Cine Ar Play.
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