La secuencia animada, acompañada de voz en off, del comienzo de Princesita (2017) anticipa las claves a partir de las cuales debe leerse lo que sigue. La última película de la directora chilena Marialy Rivas sitúa, por un lado, el tono de relato atemporal que apunta a un significado metafórico, alegórico y, por otro lado, la mención de la metamorfosis de la pubertad, lo cual ubica la narración en el terreno de la iniciación, inscribiéndose en el género del coming of age.

La acción comienza a fines del verano en el sur de Chile. La protagonista es Tamara (Sara Caballero), una joven de 12 años que vive junto a otros jóvenes en una secta pseudo hippie liderada por un hombre adulto llamado Miguel (Marcelo Alonso). Las imágenes que presenta la directora del entorno agreste y el clima festivo del grupo, marcadas por la luminosidad, ubican a ese espacio como del orden del paraíso idílico.

En este contexto, Miguel, advirtiendo los cambios corporales de Tamara, le comunica que la ha elegido como la mujer destinada a llevar en su vientre al sucesor. Habiendo crecido en el aislamiento de una comunidad cerrada y no conociendo otra cosa que ese mundo, Tamara no tiene por qué cuestionar la palabra de aquel que se presenta para ella como el sustituto de una figura paterna amorosa e idealizada. Ser elegida por el maestro la hace sentir especial y esto es motivo de gozo para ella.

Cierto día, Miguel permite que Tamara vaya a la escuela. Se trata de una prueba a la que es sometida para dar cuenta de su lealtad al grupo y de su resistencia a las tentaciones mundanas en pos de sostener el valor de su pureza virginal. Esto le permitirá a Miguel dirimir si se trata verdaderamente de la elegida. La futura heroína deja entonces la aldea para experimentar la vida en la sociedad moderna.

La película se construye desde el punto de vista de Tamara. Su voz en off, que interviene reiteradamente, está al servicio de que podamos acceder a su interioridad y acompañarla en aquello que va experimentando y pensando respecto de lo que le va aconteciendo. Sin embargo, nosotros sabemos desde el comienzo más que ella, incluso más de lo que ella dice.

En su primer día de clases, Tamara menciona haber leído durante el verano la utopía de un país perfecto, sin mal, que sólo existe en la mente del autor. También se nos presenta la escena en que Miguel le da la indicación de no contar nada a nadie acerca de la vida que llevan en la secta. La frase: “No cuentes nada”, que marca con el silencio el cuerpo de la niña, ya es indicio de una disparidad de poder y de un mal, que ella desconoce, que no comprende, y que busca ser ocultado.

La lógica de la secta que se presenta para sus miembros como un mundo feliz, regido por un sentimiento oceánico de comunión con la naturaleza y entre sí, hace imposible no recordar experimentos similares y conocidos (como el clan Manson o la comunidad de Osho) de efectos desastrosos. Estos ejemplos nos advierten que el amor fusión puro hacia adentro sólo se puede sostener a costa de depositar el odio hacia el afuera.

En el comienzo, se nos presenta entonces a Tamara como un personaje que porta los signos de la ingenuidad, la inexperiencia y la sumisión fascinada. Aquí es donde la película, como bien expresa el título, dialoga con los cuentos de princesas. Se es princesa en relación a un príncipe. Esto marca ya a la princesa en una relación de dependencia y tutela respecto de un hombre idealizado, que se presenta como el salvador, que viene a rescatarla de su situación de desvalimiento, soledad e inferioridad. Es precisamente esta idea del amor romántico patriarcal la que apunta a poner en cuestión la directora, al señalar cómo la princesa es en realidad una prisionera.

El contacto con la civilización, poco a poco, va produciendo en Tamara un resquebrajamiento de su credulidad y adhesión a la idea de “ser la elegida”. Miguel la elige como la madre de su heredero. La sumisión al mandato cultural de ser madre como lugar tradicional destinado y determinado para la mujer obtura la pregunta por el propio deseo. Y es precisamente la pregunta por el propio deseo y consecuentemente la posibilidad de elegir lo que comienza a abrirse para Tamara. Esto se da, por un lado, a partir del descubrimiento de la atracción hacia Nicolás (un compañero de colegio), que la directora puntúa con el cruce de miradas en plano/contraplano que se da en el aula y el recreo entre ambos. Y por el otro, a través de la irrupción del temor respecto de la penetración en coito, que luego de la clase de Educación sexual induce la preocupación e intervención fallida de su profesora en el mundo acorazado de la aldea sectaria, desde la cual es repelida.

El encuentro con estos dos personajes instala en Tamara la semilla de la pregunta por los límites del propio cuerpo. Descubierta la menarca y coaccionada por Miguel a consentir al acto sexual, la protagonista es tomada por el pánico. Huye en busca de Nicolás, por quien sí experimenta un deseo al cual expresa su consentimiento. Miguel la encuentra en pecado y violentamente la regresa a la aldea. En su cautiverio en el granero-templo, la mujer de la secta le dice: “Tu cuerpo no te pertenece”. Y aquí se cifra la clave de la película. Pues contrariamente a lo que pregona la secta con su retórica del cuerpo único e indisoluble de la comunidad, el descubrimiento que hace Tamara en sus salidas al mundo exterior es que su cuerpo le pertenece, que no tiene dueño. Es este aprendizaje el que la transforma para advenir a la madurez.

La secta deviene entonces metáfora de la familia nuclear de cuño patriarcal de la cual Marialy Rivas revela los resortes de su estructura de relaciones: las mujeres son pertenencia del padre, situándose así, de entrada, una disparidad de jerarquía de género.

Por otra parte, Miguel es la encarnación del mito del Padre de la Horda primitiva que goza de todas las mujeres, al que hace referencia Freud en su texto Totem y Tabú (1913). Si se trata de un mito, es precisamente porque es imposible. No hay padre que pueda gozar de Todas las mujeres y tampoco existen “Las mujeres” como conjunto universal, ya que por estructura se resisten a la clasificación y sólo pueden contarse de una en una en su incomparable singularidad. Sin embargo, algunas veces la crónica policial da cuenta de especímenes que encarnan al protopadre. Se trata de una posición frecuente en hombres con características narcisisticas y mesiánicas que rechazan estar marcados por el límite, por la prohibición del incesto como fundante de la cultura y que se proponen como más allá de toda ley.

En la idea aparentemente maravillosa de “todos somos un mismo cuerpo”, lo que subyace es el horror de la no inscripción simbólica de la separación del cuerpo propio  y del cuerpo del otro y, en consecuencia, el derecho a tomarlo como propio. Es entonces cuando el cuento de hadas de princesa deviene en su reverso pesadillesco que la directora trabaja mediante la fragmentación de la imagen, el clima oniroide y la perturbación sonora. Se trata del momento en que se deshace el hechizo, en que se revela la verdad del mal detrás de la apariencia de bondad absoluta. El idilio endógamico se muestra entonces como la trampa de un encierro que la arroja a las fauces del lobo y que se expresa en la mirada ciega de Miguel al intimarla al acto sexual, al cual corresponde en contraplano el rostro angustiado de Tamara.

Otro punto que introduce la directora es el llamado “Acto santo” de la violación en manada. Aquí la directora desnuda el armazón moral que sostiene frecuentemente a la violación de la mujer. Este odio hacia la mujer es ejercido frecuentemente como un correctivo purificador de aquella que pecó al no someterse al deber ser de madre. Esta escena tiene el valor de una muerte simbólica para la protagonista al concluir con el plano que la muestra depositada en una camilla con la cruz de neón que reposa en la pared coronando su cabeza. Esta cruz habilita, entonces, a leer su despertar como una resurrección. Princesita, a fin de cuentas, es la lograda alegoría que ha encontrado Marialy Rivas para simbolizar la lucha de las mujeres a lo largo de la historia. En este punto, el viaje de Tamara es el viaje de todas, es trayecto transformador que va desde la endogamia de la minoridad sumisa a la exogamia de la mujer que se levanta con valentía para conquistar su libertad y prender fuego al maldito patriarcado. 

Calificación: 8/10

Princesita (Chile/argentina/España, 2017). Dirección: Marialy Rivas. Guion: Camila Gutiérrez, Marialy Rivas. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Andrea Chignoli, Delfina Castagnino, Felipe Gálvez. Elenco: Nathalia Acevedo, María Gracia Omegna, Sara Caballero, Marcelo Alonso, Nahuel Cantillano, Rafael Federman, Emiliano Jofré, Stefano Mardones, Agustín Silva, Isidora Uribe. Duración: 71 minutos. Disponible en: www.puentesdecine.com

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