El título de la última película de Haneke es un sustantivo que se presta a numerosos malentendidos, empezando por el del bastardeo sentimental. Con estrategias formales distintas a las de Lee Chang-dong en Poesía pero igual rigor, Haneke se hace cargo sin ironía tanto de la complejidad y riqueza del término como de su instrumentación física en una situación determinada. En este caso, una profesora de música octogenaria sufre un ataque que le paraliza la mitad derecha del cuerpo y su salud va deteriorándose hasta necesitar la asistencia no ya solamente de su esposo, sino también de enfermeras, una peluquera y el matrimonio de porteros. El personaje de Jean-Louis Trintignant (les recomiendo hacer un programa doble dedicado al actor con El desierto de los tártaros, de Valerio Zurlini, y Pasión de amor, de Ettore Scola, dos películas de cámara en las que encarna roles similares en el contexto de pequeñas comunidades descompuestas), cuyo cuerpo desarticulado es un motivo de interés adicional, le promete no internarla en hospitales o asilos, y esa decisión es comparable a la tomada por Haneke a la hora de mostrar la vejez y la muerte del modo en que lo hace.

A contrapelo de la mayor parte del cine contemporáneo, aquí está presente ese cuerpo viejo que brilla por su ausencia en un sistema audiovisual empecinado en desterrar la muerte y el sufrimiento físico causado por la vejez del imaginario colectivo virtual, como en otras ocasiones sucediera con la sexualidad. En Amor también está presente la desconexión entre la persona y su propio cuerpo primero, y consigo misma después, ya definitivamente perdida la razón en intermitencias seniles, balbuceos y canciones de cuna. Esa ausencia es la mayor causa de malestar, dolor o hasta incluso terror, en una película que no despliega estrategias de crueldad similares a las de Funny Games o El séptimo continente, sino que se limita a mostrar el proceso en escenas de corta duración y planos que si no eluden las evidencias de la enfermedad, las disponen en función de las transformaciones del vínculo que une a la pareja sin dar lugar a ninguna clase de énfasis humillante.

A la mujer tampoco se le brinda tratamiento, sino más bien cuidados, eludiendo de ese modo la parafernalia tecnológica clínica y poniendo el acento en la parábola humana regresiva como ciclo ineludible, el respeto hasta las últimas consecuencias del deseo consciente del sujeto, y el rechazo a cualquier mecanismo de negación por comprensible que sea su egoísmo. De hecho, lo primero que hace Amor es poner la cámara en un lugar imposible y, con ella, ponernos a los espectadores en ese lugar sin sentido de la casa como cáscara vacía o residuo vital. Los dos comienzos de la película, sobrias puestas en abismo en plano frontal, comparten la estrategia de distanciamiento teatral de las películas más ligeras de Manoel de Oliveira, escenificadas a través de las mediaciones perceptivas que impone la conciencia de la tradición cultural europea, a la que Haneke se acerca esta vez con menos afán crítico que filosa comprensión. Esa contenida en la expresión ‘monstruos gentiles’ con la que se refieren a sí mismos, en tanto humanos constituidos por impulsos criminales iguales a los de cualquiera, y miembros de una sociedad y una clase –la alta burguesía intelectual parisina– con normas destinadas a lidiar con aquellos de una manera histórica específica.

Pero esta vez Haneke guarda la fusta sadeana en el placard (Javier Fesser usa un modelo publicitario y espectacular en Camino) y en vez de fustigar la hipocresía del funcionamiento comunitario maquinal acompaña la decadencia del funcionamiento orgánico acariciando los cuerpos. Claro que una caricia filmada por Haneke es la que un hueso apenas suavizado por una película translúcida de piel le da a otro hueso. El espectáculo ya no es sensual, sino ontológico, y se materializa en una variación ósea de la Ofelia de John Everett Millais con la que la película nos introduce a un rito funerario apenas disimulado y mucho menos mórbido de lo que ese prólogo permitía suponer. A pesar de que los personajes se dedican a la música, y en este caso eso sólo quiere decir música clásica, es la pintura el medio del que se vale Haneke para hacernos sentir la anacronía de los protagonistas. Además del cuadro vivo prerrafaelita que Haneke puso en escena calcificándolo, no lejos del final de la película tres o cuatro cuadros colgados en las paredes de la casa ocupan por completo el encuadre mudo, imponiéndonos un respiro, anunciando un reposo o transportándonos a unos paisajes en los que conmovedoras fuentes de luz y abigarradas zonas de sombra se disputan ora un par de siluetas, ora el espacio vacío o vaciado de unas telas en las que el clasicismo del trazo hace caso omiso al ímpetu amplificador de la cámara y se empeña en su modesta permanencia figurativa.

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