Vanishing Point. A mi viejo le gustaba mucho una serie con Barry Newman que se llamaba Petrocelli. El tipo hacía de un abogado que defendía causas perdidas y vivía en una casa rodante mientras construía con sus propias manos la definitiva en un terreno desértico también parecido a los de esta película. La cara del actor transmitía honestidad. Era inteligente pero, sobre todo, buen tipo, como si ambas cualidades fueran inconciliables. A su lado estaba la típica rubia estadounidense flaca y linda con la que cualquier hijo de vecina -sobre todo del tercer mundo- hubiera soñado formar familia, que es lo que la mentada edificación sugería como meta a la vez que posponía indefinidamente, haciendo del sueño americano, del incesante desarrollo capitalista o del modernismo, una parábola kafkiana. Calculo que transcurría en California, pero no puedo asegurarlo. En todo caso, era un lugar con sol y grandes extensiones de tierra a cielo abierto. Territorio virgen, pero también desierto, y el ida y vuelta del campo a la ciudad, de la selva al paraíso, de la lucha en el centro al remanso en un paraíso en las afueras que no era tal, porque después de laburar en los arrabales de la ‘justicia’ y verse envuelto en alguna que otra aventura propia de un detective privado con acción física, persecuciones y riesgo de muerte debidamente controlado, seguía cinchando con la cal, la arena, el cemento y los ladrillos mientras la jermu le cebaba mates o alguna otra infusión estimulante, en una variante no sé si del mandato bíblico de extender el Edén o de la maldición de ganarse el pan ‘con el sudor de la frente’ posterior al pecado y la caída.
El de los materiales, de construcción o de lo que fuera, era uno de los encantos del recuerdo que tengo de la serie, todavía más presente en esta película. Me refiero a las cosas que el hombre tiene que hacer con las manos y con el cuerpo como cumplimiento exterior de un proceso mental, en el contexto de una sociedad con menos presencia tecnológica y más objetos mecánicos a los que sojuzgar con un grado de participación física mayor que el actual. En Vanishing Point sentimos eso desde el principio hasta el final, y aunque no sepamos nada de autos, podemos oler el cuero de los asientos, tocar la chapa, las canaletas de las llantas, sentir el calor que emana de los caños de escape, rascar los lamparones del parabrisas transformado en cementerio de insectos, y todo ello sin siquiera levantar el capó, que nadie abre en toda la película porque incluso si el auto es importante per se (un Dodge Challenger de culto con historia dentro y fuera del cine, del que Hernán Gómez nos cuenta a continuación de este texto) en esta película no exclusivamente fierrera, también y sobre todo es vehículo de abstracciones. Entre ellas, el propio protagonista, que se llama Kowalski como el personaje de Eastwood en Gran Torino, y de quien la película nos va dando pausada, gradual y escuetamente datos ante la total falta de información sobre sí mismo proporcionada verbalmente por el personaje.
Auto y personaje son una sola y misma cosa (ente compuesto cuya relación simbiótica ha sido cabalmente filmada por Claude Sautet durante la misma década en películas como Las cosas de la vida y Max y los chatarreros), punto blanco que pasa por el plano cuando la cámara está quieta y es seguido por aquella siempre que puede, incluso con helicópteros, punto de fuga estético y metafísico, carrera hacia la nada que se justifica en sí misma, en la pura velocidad de su marcha, sentido reforzado por el nombre de las anfetaminas –Speed– que el protagonista consume sin desbordes. El director se lamentó en alguna entrevista por no haber podido contratar a Gene Hackman, pero Barry Newman está perfecto. En parte porque su cara, tan reconocible que algunos llegaron a llamarlo el Spencer Tracy de los ’70, inspira confianza y afecto con un grado de anomia mayor que la del protagonista de Contacto en Francia. Hackman es un actor admirable, pero a esta despedida melancólica aunque sin aspavientos del idealismo estadounidense, ya fuera institucional o contracultural, le sienta mejor Barry Newman y su aire a tipo común y corriente, a tipo de barrio de clase media baja con caras forjadas por la jornada laboral, no por la publicidad
La primera vez que me puse a ver Vanishing Point llegué a ese momento, apenas 10 minutos distante del inicio, y apagué el televisor. Estaba cansado, supuse que de allí pasaría a una serie de escenas explicativas que establecerían un relato en términos más o menos convencionales, y el retroceso al día previo prometido por la leyenda que apareció en la parte posterior del cuadro me hizo temer una película en la que los mecanismos temporales del relato disolvieran la relación afectiva con los personajes así como la sensorial con el presente, dada por la pura experiencia física del hombre con la máquina y de ambos con el paisaje, humano o natural. La retomé alrededor de un mes más tarde y durante más o menos una semana la miré o escuché al menos una vez al día. Como en La mujer de azul, de Michel Deville, o en I’m Twenty, de Marlen Khutsiyev, el relato que importa es el de la cámara con el hecho; el de la construcción de un espacio fílmico a partir de uno físico más o menos restringido –París como laberinto afectivo sin salida en una de aquellas, Moscú como paisaje arquitectónico, social y político, al modo de las sinfonías citadinas de las vanguardias, en la soviética– recorrido por personajes ávidos y deseosos, cuando no desesperados; el de la variación de los puntos de vista; el del montaje rítmico; el de la asimilación material de la mirada de las cosas; el de la concentración de la vida humana a unos pocos hechos concretos que, por la selección y la intensidad, se vuelven esenciales.
A principio del año pasado Julio Iglesias nos sorprendió desde la banda sonora de El topo, de Tomas Alfredson, y Vanishing Point es una película que en el flashback amoroso podría bancarse tranquilamente una versión de Gwendolyne reproducida en bandeja. Flashback difuso que va de un bosque nevado a una playa, hippie y fumón, de un romanticismo descomunal y fatalista, secuencia de montaje con encadenados que es un videoclip e introduce información general sobre el personaje pero, sobre todo, el peso del pasado, o más bien la huella de las pérdidas que constituyen al sujeto existencial que el protagonista encarna sin un gramo de afectada pesadumbre, sino sólo parquedad y una tan dolosa como decidida sonrisa la última vez que lo vemos. El resto es soul, mucho soul, gospel, country, rock, con un DJ negro y ciego que guía, alienta, cuida, mitifica a nuestro conductor solitario; una escena de racismo musicalizada con pacifista ironía; una chica dorada que anda en moto desnuda bajo el sol y se presta lo mismo para el sexo que para el cigarrillo, aunque al protagonista y sólo le importe lo segundo; un plano en el que auto y cauce de agua torrentoso funden la energía dinámica de sus caballos de fuerza; una liberación de serpientes; el apretón de manos a un viejo baqueano; y un final imposible (un final como ninguno que, entre otras cosas, exalta a los sutiles y decepciona a los simples, parafraseando a Pascal, además de anticipar casi 30 años antes al de El sabor de la cereza, de AbbasKiarostami). El guión es de Guillermo Cain, alias Cabrera Infante.
Death Dodge. El pueblo de los Estados Unidos ama la cultura tuerca. A finales de los 60 el Ford Mustang y el Chevrolet Camaro habían acaparado el mercado. Entonces Dodge diseñó el Challenger V8 con 400 CV. El modelo entró con fuerza en el mercado de los llamados “pony cars”, bólidos potentes, anchos, largos y con un poder de aceleración animal. También fue el último en su tipo, ya que posteriormente la industria cambió su tendencia a nivel mundial y los Muscle Cars dieron paso a vehículos con una idea de armonía entre diseño y motorización.
El Challenger se ubicó en seguida entre los preferidos del público. Era un coche de proporciones desmedidas y un peso cercano a los 1700 Kg. Ya complicado de manejar en condiciones normales, lanzado en velocidad costaba controlarlo. Se hacía difícil doblar y frenarlo a los 250 km/h que era capaz de alcanzar
El famoso Dodge Charger de la serie Los Dukes de Hazzard, apodado General Lee, fue el paso previo al Challenger y quedó en el imaginario tuerca del mundo entero. Vanishing Point llevó a la pantalla el Challenger y el amor y admiración que había en los 70 por los autos pura sangre. Sobre el final de Death Proof, de Quentin Tarantino, las chicas leen el aviso clasificado de un Challenger 1970 blanco. Deciden salir a probarlo y sobornar al dueño con una jugosa morocha de veintitantos. La secuencia final da como único vencedor al Dodge y así la felicidad resulta otra vez completa.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: